BEATRIZ
1
DOS CRIADOS en librea llaman a la puerta en el momento en que el gran reloj del Juicio Final del pasillo da las ocho. Con paso lento, los dos pingüinos me escoltan a través de los laberintos del Palacio Miércoles, donde cada paso que doy con las muletas es un paso hacia el pasado.
En el comedor me esperan Esteban Rodríguez y la familia bajo una araña de luces que, a cierta distancia, podría pasar perfectamente por la aurora boreal. La mujer de Esteban, Sophia, me estrecha la mano con una sonrisa que nunca llega a los ojos. Es una belleza morena que te hace pensar en las sumas sacerdotisas incas antes de arrancarles el corazón a sus víctimas. Diligentes cirujanos han amarrado su cara y su figura a un pasado que nunca querrá soltar. Su hijo Javier es un playboy moreno, de ojos brillantes y una sonrisa llena de dientes blancos y promesas vagas. Pasa parte del año en Bel Air y Saint-Tropez y relumbra como si acabara de volver de una gran fiesta llena de mujeres y cocaína gratis. Graciela ha heredado la distancia y la belleza de su madre. Tiene más o menos la misma edad que yo, pero, al igual que su madre, parece mucho más joven. Me estrecha la mano sin fuerza y retira la suya como si le desagradara tocarme.
Luego saludo a la hermana de Esteban.
Beatriz está al final de la cincuentena, pero su mirada tiene ese brillo huidizo que caracteriza a las mujeres fuertes, inteligentes y maduras que conservan dentro de sí a una joven juguetona. Tiene el pelo castaño claro, rizado y salvaje y le llega casi a la cintura. En la fosa nasal relumbra un diminuto piercing, un diamante. Tiene la actitud y las formas de alguien que ha soportado muchas horas de dolor en un gimnasio. Me estrecha la mano con firmeza y una mirada torcida.
—Así que tú eres el hombre que encontró el cofre de los secretos sagrados.
Tiene la voz cálida y un poco ronca, como si necesitara meterse en la cama, preferiblemente con alguien.
Me doy cuenta de que acaba de leerme el pensamiento y me sonrojo. Luego nos sentamos en torno a una mesa tan grande que podríamos haber invitado a un parlamento entero.
Mientras los camareros van llegando en procesión cargados con bandejas repletas de exóticos hors d’oeuvres, Esteban cuenta la historia del Palacio Miércoles y me habla de la sucesión de hombres de estado y vagos, caballeros y ladronzuelos, vírgenes y ninfómanas, santos y ovejas negras de la familia Rodríguez. Cada poco tiempo le suelta una pulla a Beatriz y ella se eleva por encima de su falta de tacto con una indulgente dignidad y miradas frías. Sophia no dice ni una palabra: se ha hundido en una esfera privada de indiferencia. Javier habla risueño de una fiesta en Cap Ferrat en la que Mick Jagger arrojó champán a la cara a un empresario que se había servido algo ansiosamente de la mujer del anfitrión. El inglés de Javier tiene un acento español capaz de arrancarle la ropa a una mujer y su risa brota en alegres cascadas. Sophia y Graciela apenas tocan la comida. Esteban le pregunta a Beatriz si ha avanzado algo con su tratado y ella responde huidiza y busca refugio en Sophia, que mira para otro lado y mastica mecánicamente la comida. Los hipidos de risa de Javier embadurnan la gracia de una historia sobre George Michael en una tienda de zapatos de la Quinta Avenida.
Nos pasamos más de dos horas a la mesa conversando, aunque yo me siento fuera. Los demás comen platos caribeños como el pelau, pollo con curry y chile, chauna especiada y pescado salado con berenjenas. A mí me sirven verduras crudas, asadas, cocidas, marinadas y a la plancha que nunca había probado y de las que tampoco había oído hablar. Bebemos vinos de lujo de la bodega del palacio y yo no dejo de mirar a Beatriz de soslayo. No sé si se dará cuenta, pero creo que sí. Es muy bella y, si me está leyendo el pensamiento, lo disimula muy bien. Tal vez esté jugando conmigo. Afortunadamente, tengo zonas del cerebro en las que puedo colocar mis fantasías en cuarentena sin vigilarlas.
2
DESPUÉS de cenar, los caballeros beben coñac y fuman puros mientras las mujeres saborean un oporto en un salón contiguo. Luego nos reunimos en algo a lo que llaman la antesala, que tiene unas grandes puertas de cristal que dan a la terraza. Hacia las diez de la noche, Esteban y Sophia se despiden. Incluso Graciela se anima una vez que sus padres nos han dejado y la oigo reírse por primera vez en toda la noche. Pero al cabo de quince o veinte minutos también Graciela y Javier se retiran.
En el silencio que dejan tras de sí, Beatriz y yo nos quedamos mirando a través de las puertas de cristal. Me empiezo a llenar de la hormigueante certeza de que estoy a solas con ella y que, en pura teoría, podría dar los pocos pasos que me separan de ella y abrazarla contra mí, sujetándola con fuerza y sintiendo su cuerpo contra el mío.
—¿Quieres que tomemos un poco el aire? —pregunta.
Me lanza una mirada que no consigo interpretar, pero intuyo que vuelve a leerme los pensamientos. Me da vergüenza y al mismo tiempo me estimula. Me coge del brazo con una pequeña sonrisa y me conduce a la terraza. Tengo ganas de besarla, pero evidentemente no se me ocurriría hacer algo tan extraño. Nos sentamos en los profundos sillones del jardín y, entre los árboles, Santo Domingo relumbra como una lejana galaxia. El ruido de la gran ciudad nos llega como un vago zumbido. El parque está lleno de los gritos amorosos de los pájaros, las ranas, los grillos y otros bichejos.
—¿Te puedes creer —dice Beatriz—, que hubo un tiempo en que fui hippie?
Intento arquear una ceja, pero tengo ciertos problemas con la coordinación de los músculos, así que debe de darle la sensación de que se me ha metido una mosca en el ojo.
—Viví tres años en San Francisco. Desde 1966. Haight-Ashbury. El verano del amor. LSD. Flower power.
Su voz tiene un aliento de sol y calor que procede de algún lugar de su interior al que nadie tiene acceso.
—Tal vez fuera mi manera de protestar contra todo esto —añade extendiendo los brazos.
—¿La pobre niña rica? —le digo con algo más de acidez de la que tenía pensada.
Su sonrisa se convierte en algo tan frío y amargo que tengo la impresión de que la he ofendido en lo más profundo, pero luego se transforma de nuevo y vuelve a ser cálida y cariñosa.
—Crecí como una princesa en una familia real sin reino ni pueblo. Mi padre bebía y mi madre se rodeaba de amantes, mi hermano mayor Esteban… En fin.
Mira al cielo y ambos seguimos con la mirada las luces intermitentes de un avión.
—Como sabes, Bjørn, mi familia nunca ha formado parte de esta sociedad ni de esta cultura. El Palacio Miércoles habría podido estar en medio del Hyde Park de Londres o en el Central Park de Manhattan, en Bombay o Tokio, y habríamos vivido exactamente tan separados y distanciados del mundo como aquí.
Yo crecí en un viejo chalet desvencijado de una calle apartada de Grefsen, pero entiendo lo que quiere decir.
—Muchos nos envidian por nuestra riqueza.
—No tienes que jurármelo.
—Pero esto no es una gran vida.
—Los ricos suelen decir cosas así.
—Espero no parecer hastiada, aunque seguro que lo estoy. La riqueza te cambia y no para mejorar.
Se pasa los dedos por el pelo y, en la penumbra, su lisa piel se sonroja con un tono dorado. No puedo entender que me saque veinte años. Es un alce frágil y atemporal.
—Paradójicamente, mis tiempos de hippie y todo lo que aquello conllevó fue mi salvación. Sin aquella rebeldía me habría hundido. Tuve que convertirme en otra para poder ser yo misma, ¿lo entiendes?
—Creo que sí.
—Mi familia no tenía ni idea. Creían que vivía tranquila y retirada en el internado.
—¿Cómo se enteraron de la verdad?
—Me ingresaron a emergencias. Por sobredosis. Los médicos pensaron que no iba a sobrevivir y el rector convocó a mis padres a San Francisco. ¿Y qué crees que pasó? El borracho y la cortesana me desheredaron. ¡El colmo de la hipocresía! No era lo suficientemente digna. Esteban lo heredó todo. ¡Esteban!
Con la mirada fija en la mía toma aire para decir algo más, algo importante, pero censura sus palabras y mira hacia otro lado. Cuando continúa, me cuenta algo completamente distinto de lo que había pensado decir en principio. Me pregunto por qué vacila. Quizá no me conozca lo suficientemente bien, o tal vez las palabras sean demasiado duras de llevar.
—Después de desengancharme y licenciarme, viví muchos años en Londres, Roma y Río de Janeiro. Nunca me casé, pero no pienses que estaba sola. Hasta que no hubieron pasado un montón de años desde la muerte de mis padres, no regresé a casa. A esas alturas Esteban se había metido en el papel de mi padre con tal perfección que empecé a preguntarme si serían la misma persona.
—¿Por qué querías volver?
Baja la mirada.
—Porque —dice en un susurro con cierta rebeldía—, es aquí adonde pertenezco. Y eso no me lo puede quitar nadie. ¡Nadie! Ni mi madre, ni mi padre, ni Esteban. Desde luego no Esteban. —Luego se suaviza—. Pero ante todo porque aquí es donde trabajo mejor, cerca de la biblioteca y los textos históricos. Y cerca del Conservador, por supuesto.
—¿Quién?
—Un colega. Y un amigo. Ya lo conocerás.
En un absurdo momento de celos me pregunto si será algo más que colega y amigo.
—¿Tu hermano ha dicho que estás trabajando en un tratado?
—Ja, ¿qué sabrá él? Pero, sí, estudié teología y religión en Berkeley. Ahora tengo un trabajo de media jornada como profesora invitada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, pero trabajo sobre todo en el despacho que tengo aquí en el palacio.
Nos quedamos charlando hasta las dos de la madrugada (y no dejo de imaginármela desnuda en mi cama, con el pelo esparcido por una sábana de seda, la respiración caliente y los ojos ardientes, unos pechos pequeños y afilados y un piercing en el ombligo). Hablamos de las diferencias entre el new age y la religión, de las condiciones de vida en América del Sur y del Norte, de la emigración de los humanos de África y de la formación de las primeras tribus de seres humanos. (Me la imagino cerrando sus muslos en torno a mis caderas y arañándome la espalda con sus uñas). Me habla de sus amigos de Grateful dead y Jefferson Airplane y de las alucinaciones que provocan el LSD y la mescalina. Le digo, con ambigüedad, que apenas necesito estímulos para alucinar y ella me responde, con la misma ambigüedad, que ya lo sabe.
Cuando nos damos las buenas noches me da un abrazo y un fugaz beso en la mejilla, como si quisiera decirme que si hubiera estado en San Francisco en 1967, seguramente habríamos acabado juntos. Aunque tal vez esté pecando de vanidoso, pues en 1967 yo apenas había nacido.
(El abrazo de su cuerpo me abrasa la piel cuando me acuesto).
3
ME PASO todo el día siguiente en la biblioteca.
No le veo el pelo ni a Beatriz ni a Esteban, pero encuentro compañía en los libros, las cartas, los manuscritos y los cajones con mapas antiguos sobre las islas del Caribe y las líneas de la costa de la tierra firme americana.
La biblioteca se encuentra en la primera planta y las ventanas dan al parque. Del alargado vestíbulo principal salen diez pasillos perpendiculares. Algunos están llenos de libros desde el techo hasta el suelo, otros contienen armarios y cajoneras con documentos, cartas, mapas y otros escritos clasificados sistemáticamente: geográfica, temática y cronológicamente. En un extremo de la biblioteca hay unas grandes puertas dobles con pomos de latón. Hago girar el pomo, pero la puerta está cerrada. En la pared hay una cerradura de código de seguridad, con lector de huellas digitales y escáner de iris.
Por casualidad descubro una sección dedicada a la piratería en el Caribe. Entre actas judiciales y sentencias de muerte encuentro xilografías de renombrados piratas, corsarios y bucaneros que posan como reyes. En una carpeta carcomida de cartón hay largas cartas que leyendas de la piratería como Henry Morgan, Francis Drake y Edward Barbanegra Teach mandaron a los antepasados de Esteban. Un cajón de madera está repleto de documentos del tiempo en que Estados Unidos constaba de trece colonias: cartas, convenios e, incluso, uno de los primeros borradores que hizo Thomas Jefferson de la Declaración de Independencia. Después de comer solo, bajo una sombrilla de la terraza de la biblioteca, descubro una sección nórdica que contiene gran cantidad de primeras ediciones y manuscritos originales poco comunes y un agrio intercambio de correspondencia entre Hamsun e Ibsen.
4
AL CAER la tarde, Esteban se pasa por la biblioteca. Simula toparse conmigo por casualidad, como si hubiera pensado encontrar una lectura estimulante para la noche. Pero no soy tan Cándido como para tragármelo.
Le pregunto qué hay detrás de la puerta cerrada. Dice que guardan los libros y documentos más valiosos y raros en un ala de seguridad.
Como si algún ladrón fuera a ser capaz de sacar un solo punto del Palacio Miércoles…
—Bjørn, se trata del manuscrito que encontraste en Islandia. —De nuevo—. ¿Es una cuestión de dinero? —pregunta.
La pregunta me pilla tan desprevenido que no me decido a responder.
—En tal caso, notarás que tengo medios a mi disposición que podrían volverte más que adinerado y que te proporcionarían la oportunidad de encontrar misiones más emocionantes que las que recibes como profesor adjunto de la Universidad de Oslo.
—Me gusta mi trabajo.
—Tu nueva vida te gustará aún más.
—¿Por qué es tan importante el manuscrito?
—Porque completaría la colección.
No es una mentira, pero tampoco es toda la verdad.
—Déjame que me lo piense.
No tengo la menor intención de venderle nada, pero necesito tiempo. Para comprender.
Me mira con el gesto de quien acaba de firmar un contrato y ya sólo espera a que se seque la tinta.
5
HE DEJADO el móvil en el cajón de la mesilla. El profesor Llyleworth me ha llamado ocho veces y me ha enviado un SMS:
Han soltado a Hassan y Stuart Dunhill. ¡Llámame!
Lo llamo de inmediato. El profesor lo coge a la primera. Me cuenta que Hassan y Stuart Dunhill fueron puestos en libertad por una corte de distrito de Washington, D. C.
—¿Cómo es posible?
—Tras valorar las pruebas, el tribunal ha decidido que el fiscal no tenía nada con lo que acusarlos. Nada… Ni Stuart Dunhill ni Hassan estaban armados cuando los apresaron. Sus abogados presentaron pruebas convincentes de que los dos habían sido convocados a lo que creían que era una reunión de negocios regular para la compra de una colección de documentos medievales. No tenían la menor idea de que hubieran secuestrado a Laura y de que algunos de los presentes estuvieran armados. ¡Eso es todo!
—Hassan es un criminal de guerra que está en búsqueda y captura, además de un asesino —objeto.
—Hassan está muerto.
—¿Muerto? ¿Qué estás diciendo?
—Oficialmente no existe. El pasaporte, el certificado de nacimiento, la embajada de Irak y los diversos registros internacionales, incluido el tribunal de La Haya, han confirmado la identidad del acusado: dicen que se llama Jamaal Abd-al-aziz. Para colmo, el abogado presentó un certificado de defunción válido de Hassan.
—Pero…
—No me preguntes. Dice bastante que alguien haya sido capaz de manipular todos esos registros. Incluso los retratos de Hassan han sido cambiados. El tribunal no creyó al fiscal.
—¡Pero si es un farol!
—El juez estuvo inamovible.
—El jeque tiene que haberlo sobornado con unos cuantos millones.
Le pregunto al profesor adónde han ido Hassan y Stuart, pero no lo sabe.
—Si te sirve de consuelo puedo decirte que todos los demás están en prisión preventiva. Llevaban armas ilegales y no registradas.
—Un triste consuelo.
—Tómatelo con calma, Bjørn. Es imposible que sepan dónde estás.
—Yo no estoy tan seguro.
—Tenemos que respetar la decisión del juez. El sistema judicial funciona tanto a nuestro favor como en nuestra contra.
—¿Y qué pasa con mi seguridad?
—El Palacio Miércoles es el lugar más seguro en el que puedes estar ahora mismo.