PALACIO MIÉRCOLES
La República Dominicana
1
LA VIDA está llena de sonidos.
A través de la ventana cerrada escucho el tráfico de la calle como un lejano zumbido. El aire acondicionado resuena. Se oye un portazo. Risas. La puerta de un ascensor hace pling.
Estoy sentado en el borde de la cama de la habitación del hotel, rodeado de mapas y guías turísticas. El hotel no es de los más baratos, pero tampoco lo pago yo.
Le he enviado un SMS a Laura para avisarle que he llegado bien. Su misión ha acabado. Aunque a mí me habría gustado que viniera conmigo a Santo Domingo, la SIS pensaba que lo más seguro para ella era volver a Londres.
Es evidente que soy alguien a quien se puede sacrificar.
«Stuart, Hassan y los pistoleros del jeque están en la cárcel —me escribe Laura—. El FBI los ha acusado de secuestro y terrorismo».
Al salir del hotel, abordo un taxi hasta el Palacio Miércoles, a las afueras del casco viejo, no lejos de la Catedral Primada de América, la primera catedral católica del continente americano.
El palacio está rodeado por un parque tan extenso que apenas se vislumbra el edificio entre los árboles centenarios. Por aquí y por allá relumbran estanques con curvos puentes de piedra. Alrededor del parque hay una valla de casi cuatro metros de altura; está formada por lanzas de hierro dispuestas entre elaboradas columnas de ladrillo con frisos decorados con motivos bíblicos.
El Palacio Miércoles se empezó a construir en el siglo XVI, pero no estuvo acabado hasta un siglo más tarde. Según la guía que compré en el aeropuerto, el Palacio Miércoles y sus jardines se emplearon como modelo cuando se diseñó Versalles.
Hoy en día, Esteban Rodríguez es el dueño del Palacio Miércoles. Se trata de un filántropo reservado, que de vez en cuando aparece en reuniones reales en Europa —siempre como amigo de algún rey o príncipe—, pero que por lo general se mantiene alejado de los focos de atención. La familia ha financiado hospitales, iglesias y colegios en el tercer mundo a través de la Fundación Miércoles, con base en Washington, D. C. y prácticamente desconocida. Esteban Rodríguez está casado con Sophia Goldsmith, que estaba a punto de triunfar como actriz cuando conoció a Rodríguez en 1958. Han tenido dos hijos: a Javier en 1964 y a Graciela en 1968.
Avanzo cojeando esforzadamente con la ayuda de las muletas a lo largo de la desproporcionada valla hasta llegar a la verja principal, que está cerrada y custodiada por guardas vestidos con unos peculiares uniformes. Busco un timbre o un portero automático, pero no da la impresión de que los habitantes del Palacio Miércoles estén demasiado interesados en dejar pasar a los vendedores ambulantes, los turistas o los misioneros. Intento llamar la atención de uno de los guardas, pero están acostumbrados a ignorar a los curiosos.
Al final me rindo y vuelvo al hotel.
Por la noche, escribo una carta a mano en el grueso papel de cartas del hotel: va dirigida al «Señor Esteban Rodríguez, Palacio Miércoles». Le hablo de mí mismo y de mi misión y le ruego humildemente que me conceda una cita. Debería haberlo llamado «audiencia».
Entrego el sobre en la recepción y les pido que envíen a un mensajero con la carta al Palacio Miércoles. El conserje, por lo demás tan correcto, arquea la ceja un par de milímetros y dice:
—Por supuesto, señor, ahora mismo.
2
A LA MAÑANA siguiente me despierto cuando llaman a mi puerta.
Busco a tientas las gafas y me las coloco en la nariz. Son las ocho. Consigo ponerme los pantalones y abro la puerta.
Al otro lado hay tres hombres. Reconozco al recepcionista, pero detrás hay dos hombres de treinta y tantos años, impecablemente vestidos.
—Señor Beltø —dice el recepcionista con la voz aturdida—, estos caballeros son del Palacio Miércoles.
Los dos hombres hacen una leve reverencia. Uno de ellos me tiende una hoja que, en la parte superior, tiene el escudo familiar de los Rodríguez impreso en oro. El mensaje está escrito a mano.
Querido señor Beltø:
Espero que no me tome por un fresco si le invito a desayunar en el palacio y le envío a dos de mis hombres de confianza a buscarle, para ahorrarle la incomodidad de enfrentarse por su cuenta al tráfico de la mañana.
Devotamente,
ESTEBAN RODRÍGUEZ
La limusina negra que me aguarda ante el hotel parece un panteón de trescientos metros de largo. Los cristales están ahumados y los asientos son de piel blanca.
La limusina toma velocidad y se salta todas y cada una de las reglas que existen en la República Dominicana, con lo que no tardamos más de un cuarto de hora en llegar al Palacio Miércoles. La verja se abre, pasamos ante los guardas a toda velocidad y, cuando vuelve a cerrarse, deja fuera el resto del mundo.
Avanzamos por un amplio camino de gravilla que atraviesa los jardines. En uno de los estanques, cuatro cisnes nadan bajo las copas de los árboles y, en las profundidades del parque, veo a alguien que cabalga sobre un pura sangre.
Luego emergemos de la penumbra del parque-bosque y, por fin, consigo ver el Palacio Miércoles de cerca.
Después de que has visto un palacio, es como si los hubieras visto todos, pero el Palacio Miércoles me corta la respiración. Ante sus dimensiones y su ornamentación no puedo evitar volver a preguntarme quiénes son esta familia Rodríguez que mandó construir el palacio hace quinientos años.
Cinco criados vestidos de librea nos aguardan cuando la limusina llega a la escalinata de cincuenta metros de ancho que conduce a la gran plataforma de granito ante la entrada principal. Me dan la bienvenida con pequeñas reverencias y me conducen al interior del palacio.
El vestíbulo tiene una altura de tres pisos y unas escaleras tan enormes que empiezo a preguntarme de dónde habrán sacado tanto mármol. Me conducen a la segunda planta y pasamos por delante de cuadros, columnatas y pasillos interminables. Nos detenemos ante una puerta doble de cuatro metros de altura y los sirvientes me indican que entre sin dejar de hacerme reverencias.
Cierran las puertas a mis espaldas.
En medio de la habitación hay una mesa puesta para el desayuno. Parece desproporcionadamente pequeña para la enorme sala.
El techo está decorado con pinturas religiosas enmarcadas con ornamentaciones doradas y las paredes, cubiertas con espejos de marcos dorados. En un extremo de la sala, tras las ventanas arqueadas, hay una salida a la terraza.
Lentamente me voy adentrando en la sala. Se abre una puerta. No la oigo, pero noto la corriente contra la mejilla.
3
SE HA DETENIDO sobre la alfombra roja y me contempla. Él sonríe y yo me quedo con la boca abierta. Nos quedamos mirándonos mutuamente.
No es la primera vez que lo veo.
Estuve con él en el club de caballeros de Luigi, en Roma.
Esteban Rodríguez es el distinguido caballero de melena larga que sostuvo mi mano durante tanto tiempo.
Me limito a decir:
—¿Tú?
Su sonrisa es como una enorme cicatriz.
—Nos conocimos en Roma —digo, sobre todo para llenar el silencio mientras él viene hacia mí. Nuestras manos vuelven a estrecharse y de nuevo me mira a los ojos.
Esteban Rodríguez lleva el pelo recogido detrás de las orejas. Tiene la cara afilada e intensa; me recuerda a una estrella de cine de la década de 1940 de la que no recuerdo el nombre. Va vestido como si esperara una inminente invitación a cenar en casa del gran Gatsby.
—He seguido tus pasos. —Su voz tiene un agradable tono de barítono y habla inglés con un ligero acento español—. Eres un perro de pelea muy terco. Un terrier. Un pitbull. De esos que muerden su presa y ya no la sueltan.
Chasquea los dedos en el aire y se materializa en la sala una sirvienta con una bandeja con dos copas de coñac.
—Un buen comienzo del día —dice—. Alzamos las copas y el coñac me araña la garganta y se me acurruca en la tripa.
Hace rotar la copa de coñac en la palma de la mano y, al aspirar el aroma, le vibran sus estrechas fosas nasales.
—¿Y tú? —pregunto—. ¿Quién eres en realidad?
—¿Quién soy yo…? —responde, con una expresión juguetona, medio interrogativa—. La mayoría de la gente puede rastrear sus ancestros cuatro o cinco generaciones atrás. ¿Cuánta gente sabe algo sobre sus tatarabuelos? Quienes están interesados en las líneas familiares consiguen remontarse hasta sus antepasados de un par de siglos atrás, tal vez hasta el siglo XVI. En Noruega, el registro más antiguo que se conserva es del año 1623, de una iglesia. En mi biblioteca, tengo una genealogía donde puedo seguir mi línea familiar, nombre por nombre, hasta el año 930.
—¿Dijiste Noruega?
—Por supuesto.
Me quedo largo rato mirándolo y una certeza empieza a surgir en mí.
Al otro lado de las ventanas, una brisa acaricia los árboles y la hojarasca se eleva contra el viento.
—Nací en la cuarta planta del palacio. Mi madre era una aristócrata cubana muy conocida por su belleza y su voz de canto. Mi padre la vio en un baile y le envió un mensajero con unas líneas invitándola a comer. Naturalmente, vino. Nadie dice que no a una invitación al Palacio Miércoles. Mi padre era rubio, de piel clara y ojos azules. Mi madre tenía los ojos de color nuez, el pelo negro como el carbón y la piel dorada. Siempre me ha sorprendido que los genes de mi padre triunfaran sobre los de mi madre. En la parte masculina de mi familia, siempre ha sido así. Hay cierta terquedad en nosotros.
—¡Eres un custodio!
Apura el resto del coñac de un largo trago y cierra los ojos al inhalar el aire fresco.
—¡Eres el último custodio!
—Me he tomado la libertad de saldar tus cuentas en el hotel y de traer tus cosas aquí al palacio. Te he preparado una habitación en el ala de invitados. Espero que aceptes mi invitación.
—Nadie dice que no a una invitación al Palacio Miércoles.
Nos sentamos a la mesa y la sala se llena inmediatamente de sirvientes con panecillos calientes, mermelada, huevos revueltos y queso. Una vez que hemos comido y nos hemos bebido el zumo de naranja recién exprimido, me conduce a través de largos pasillos, hasta llegar a una habitación de invitados que es más grande que todo mi piso, allá en Grefsen. Mi maleta está colocada en medio de la habitación. Entre las ventanas se alza una cama con dosel, tan grande como para celebrar una orgía con la que no me atrevo sino a soñar. Dos conjuntos de sofás y sillones estilo Luis XVI. Servicio, baño y vestidor separados. Pesadas cortinas cubren las ventanas que dan al parque y en una pared hay una colección considerable de libros encerrada detrás de dos puertas de cristal pulido.
Le envío un SMS al profesor Llyleworth contándole dónde estoy. Por alguna u otra razón recibo respuesta del móvil de Diane:
¿El Palacio Miércoles?
¡Qué afortunado! ¡Ojalá yo estuviera allí!
Al cabo de unos minutos recibo también respuesta del profesor Llyleworth:
Eres un privilegiado. Muy pocos han podido entrar en el Palacio Miércoles. Saluda a Esteban de mi parte. Es uno de los donantes más fieles de la SIS.
4
UNA VEZ que me he duchado y he deshecho las maletas, Esteban Rodríguez me enseña el palacio.
—Me manda saludos para ti Graham Llyleworth —digo.
—¡El profesor! He apoyado a la SIS con algo de calderilla. Es un simpático caballero.
Paseamos durante más de un hora por numerosas salas, salitas de diversos tamaños, salones, dormitorios decoradísimos y tocadores; todos ellos enlazados por un laberinto de largos pasillos entretejidos. Cada cierto tiempo tengo que sentarme a descansar. Las muletas me dañan las palmas de las manos.
Desde algún lugar del palacio nos llega la lucha a muerte con un clarinete.
—Disculpa —dice Esteban—, la ayudante de cámara de la esposa de mi hijo forma parte de una banda de música.
Dos salas de baile contiguas, cada una de las cuales tiene el tamaño de una sala de conciertos, están ricamente ornamentadas. Pasamos por una sala de música con pianos de cola Steinway, algunos pianos de pared, espinetas, un órgano Hamond B3 y un arpa dorada. Un gato que está holgazaneando en el banquillo de un piano me dirige una mirada cargada de la soberbia de un emperador del mundo.
Pero lo más increíble me lo enseña Esteban Rodríguez al final: la biblioteca.
La biblioteca del Palacio Miércoles ocupa toda el ala Oeste del complejo de edificios. No sólo contiene miles de obras del Renacimiento, el Barroco y el Romanticismo, sino también miles y miles de manuscritos originales vinculados con el descubrimiento y la colonización europea de América, desde el siglo XVI en adelante. Esteban Rodríguez me muestra cartas manuscritas de Cristóbal Colón dirigidas a la reina Isabel, a clérigos prominentes y a aristócratas.
—Ven —me dice conduciéndome a una vitrina. Bajo una sólida plancha de cristal veo un pergamino escrito sobre una piel a la que el paso de los años ha teñido de un color marrón oscuro—. Una carta de los supervivientes de la masacre de Groenlandia. La carta tendría que haber vuelto con un grupo de cazadores y pescadores desde la isla de Terranova hasta Islandia, pero el mensajero fue asesinado por los indios y la misiva acabó en posesión de una familia de colonos. En la carta se relata la huida de Groenlandia cuando la hermandad de custodios comprendió que el Vaticano los había detectado y que las tropas del Papa se dirigían en barco a la colonia.
Leo detenidamente el texto escrito en noruego antiguo.
Buscamos refugio para el tesoro sagrado en la tierra al Oeste del horizonte.
—La tierra al Oeste del horizonte —repite Esteban casi inaudiblemente.
—Estados Unidos…
—Bueno, recuerda que esto sucedió a mediados del siglo XV. En realidad ni Estados Unidos ni Canadá existían como naciones. Los refugiados de los asentamientos de la costa Este de Groenlandia siguieron a Leiv Eriksson y los vikingos noruegos; rodearon la punta del sur de Groenlandia, navegaron a lo largo de la costa Oeste, cruzaron el estrecho de Davies hasta la isla de Baffin y continuaron camino hacia el sur, pasando por las tierras que ahora llamamos Labrador, Terranova, Nueva Escocia, Maine y Nueva Hampshire. Vinland…
Contemplamos el pergamino en silencio mientras nos imaginamos la accidentada navegación por las aguas islandesas.
A lo lejos, casi inaudible, el clarinete prosigue con su quejido.
—Bjørn. Encontraste algo en Islandia.
Enseguida me pongo en guardia.
—Un manuscrito…
Me coloca la mano sobre el hombro:
—¿Lo has leído?
—No.
—Déjame que adivine… ¿Era un manuscrito hebraico con una traducción copta?
—Se te dan bien las adivinanzas.
—No tienes la menor idea de la importancia de ese manuscrito.
—Tres asesinatos. Una pierna rota y un dedo partido… Se han mencionado quince millones de dólares… En fin, cierta idea sí que tengo.
—¿Dónde se encuentra?
—Estamos traduciéndolo.
—Pero ¿dónde?
La intensidad con la que me lo pregunta me convence de que realmente no conoce la respuesta.
—En un lugar seguro —digo.
5
—LA PRIMERA piedra del Palacio Miércoles fue colocada por Bartolomé Colón.
La tarde está ya avanzada. Esteban Rodríguez está recostado en una silla de mimbre en una de las terrazas con vistas sobre el parque. Cuando enciende un puro, una ráfaga de aire se lleva los copos de gris ceniza de la brasa. El aire huele a mimosas y un charrán se desliza sobre la brisa marina. El jardinero ha conectado los aspersores del riego automático que otorgan al ambiente un toque de humedad.
—Las fuerzas coloniales españolas se establecieron aquí en Santo Domingo cuando Cristóbal Colón llegó por primera vez a América.
—Los rumores cuentan que tu familia llegó aquí con él.
—Supongo que ya has deducido la relación.
—Eres el último custodio.
Le pega una calada a su puro.
—Santo Domingo fue el primer asentamiento europeo en el nuevo mundo, si decidimos ignorar las expediciones de los vikingos a Norteamérica. Todavía están discutiendo en qué isla atracó Colón cuando llegó aquí en 1492. Lo que muchos historiadores se niegan a reconocer es que Colón tenía perfecto conocimiento de las expediciones de los vikingos a Vinland.
—¿Te refieres a sus visitas a Islandia y Groenlandia en 1477?
—Colón y otros marineros hablaron con pescadores y cazadores de allá que les contaron historias sobre la tierra al Oeste del horizonte. Colón creía que se referían a Asia.
—Menudo malentendido.
—El problema es que calculó mal el diámetro del globo terrestre. Colón, al igual que todo marinero, sabía que la Tierra era redonda, pero se basó en los cálculos del geógrafo Marino de Tiro y partió de la suposición de que los grados son más cortos de lo que realmente son. Encima trabajaba con las medidas italianas, de 1238 metros, en vez de las árabes, de 1800 metros. Basándose en estos datos erróneos, Colón calculó que el diámetro de la Tierra era de algo más de 25 000 kilómetros y que la distancia de las islas Canarias a Japón era de 3700 kilómetros, cuando en realidad se trata de una distancia de casi 20 000 kilómetros. Sus críticos no tenían miedo de que sus naves se despeñaran por el borde de la Tierra, sino de que sus marineros murieran de hambre y sed mucho antes de llegar a Asia.
—Así que América impidió que navegaran directamente hacia la muerte.
—Y permitió que Colón retornara triunfalmente y convencido de que había navegado hasta Asia. Hasta su tercer viaje, en 1498, no puso pie en el continente sudamericano, y en América del Norte no estuvo nunca. Regresó a Europa en 1504 y murió dos años más tarde en Valladolid.
—He leído que encontraron recientemente su tumba.
—Primero enterraron a Colón en Valladolid, luego su cuerpo fue trasladado a Sevilla y más tarde cruzó el Atlántico hasta llegar a la catedral de Santo Domingo. En 1795, los franceses trasladaron sus restos a La Habana y en 1898 enviaron los restos de sus huesos de vuelta a la catedral de Sevilla. En 1877, descubrimos aquí, en Santo Domingo, un cofre con los restos de unos huesos en el que se leía: «Don Cristóbal Colón». Muchos pensaron que habían trasladado el cadáver erróneo.
—¿Entonces dónde descansa ahora?
—Todo el mundo se equivoca. Está enterrado aquí en el Palacio Miércoles. —Se me corta la respiración—. Sus familiares lo quisieron así. Establecieron una alianza con la corte y, en 1569, los restos de Colón fueron enterrados en una tumba del parque de este palacio. Los restos de los huesos que todo el mundo creía que eran de Colón eran en realidad de su hijo Diego.
—No entiendo la relación entre Colón y los custodios.
La ceniza de su puro se esparce por el suelo de la terraza como un fino polvo. Una ráfaga de viento se agarra a su blanca cabellera y él se la coloca tras las orejas.
—Es una larga historia —dice, y apaga el puro—. Una historia que se extiende por cientos de años.
Y entonces me la cuenta.