LA CAZA

EE.UU.

1

CUANDO llego a América, ya ha caído la noche.

Washington, D. C. es un mar infinito de luces. Las calles y los edificios centellean y relumbran. Por la ventanilla del avión distingo millones de luces de coches que dibujan líneas rojas y blancas que se van apagando como las estrellas fugaces.

Laura Kocherhans me espera en la sala de llegadas. No tenía la menor idea de lo bonita que era. En contrapartida, ella no parece preparada para encontrarse a un albino. A la mayoría de las mujeres les recuerdo a algo que ha pasado demasiado tiempo en remojo en la bañera, por eso nuestro primer encuentro resulta ser un caos, bastante torpe, de abrazos y muletas.

Fuera del aeropuerto, el bochorno de la noche huele a una mezcla de los gases de los coches, la llovizna y el perfume de Laura. Hacemos cola durante diez minutos para conseguir un taxi, que nos lleva al hotel por una autopista de ocho carriles con filas de señales verdes.

El hotel es un oasis en la noche.

Un botones lleva mi maleta desde la recepción a la habitación 3534, que está junto a la habitación en la que Laura ya se ha registrado.

Acordamos tomarnos una copa rápida en el bar del hotel en cuanto me haya duchado y haya deshecho la maleta. Laura me está esperando cuando salgo del ascensor. Está impresionante.

Con la parte del cerebro que por temporadas mantengo sellada y algo grumosa, pienso que es difícil que una mujer sea genéticamente más perfecta que ella. Apoyo las muletas contra la barra del bar y me encaramo al banquillo que está junto al suyo. Más de uno nos mira con incredulidad. La bella y la bestia. Pido un gin-tonic, que es la única bebida cuyo nombre recuerdo. Laura está bebiendo algo rojo con una sombrilla de papel. Me cuenta que tenemos una cita a la mañana siguiente en la Biblioteca del Congreso.

Uno de los hombres del bar me mira fijamente. Probablemente sea porque se pregunta qué hace una mujer como Laura con un miserable fenómeno como yo… a no ser que sea un agente del jeque, enviado para vigilarme.

Carraspeo y le pregunto a Laura si ha tenido la sensación… bueno, de que la han estado siguiendo… mientras buscaba la colección Lewinski.

Se echa a reír.

—Desgraciadamente, mi vida no es tan dramática.

Su risa me produce un cosquilleo.

—¿No ha habido nadie a quien te hayas encontrado en varios sitios? ¿Nadie que te haya seguido con la mirada? Más de lo habitual —añado envalentonado.

—Desgraciadamente no. —Se echa a reír—. Bueno, la verdad es que sí. Había un especialista en TI en el archivo estatal de Berlín, pero no era mi tipo.

El hombre que no nos quita la vista de encima tiene pinta de árabe y no cabe duda de que debería afeitarse. Cuando cruzamos la mirada por cuarta vez, vacía la copa y se va.

A Laura y a mí no tardan en acabársenos los temas de conversación, así que cogemos el ascensor hasta el cuarto piso. Cuando avanzamos por el largo pasillo, jugueteo con la idea de que fuéramos una pareja que se dirige a la cama.

Entre la habitación 3532 y la 3534, Laura me desea las buenas noches y me da un abrazo.

Durante unos minutos me quedo mirando por la ventana de mi habitación. Luego me acuesto bajo la tensa sábana y me siento como una carta metida a presión en un sobre demasiado pequeño.

Pasan unas horas hasta que me duermo.

2

CUANDO Laura trabajaba en The Library of the Congress, tenía un puesto de confianza en el Rare Books and Special Collections Division (departamento de libros y colecciones raras). Una de sus funciones era ayudar a completar y catalogar la colección Kislak, que es una colección histórica de más de cuatro mil libros, mapas, documentos, cartas, fotografías y objetos de la historia de América.

En algunos países, las colecciones históricas son inaccesibles, pero en Estados Unidos es al revés. La Biblioteca del Congreso ofrece veintidós salas de lectura para investigadores, estudiantes e interesados.

Laura me ayuda a pasar el control de seguridad (donde durante unos tensos minutos consideran la posibilidad de que mis muletas sean potenciales armas letales) y a registrarme en el edificio James Madison.

Saluda constantemente a viejos colegas. Exclaman entusiasmados sus nombres y se abrazan y se miran de arriba abajo. Algunos me miran sorprendidos, como si se preguntaran qué se le ha ocurrido a Laura llevar allí. Laura me presenta a dos de los arqueólogos más conocidos de Europa y yo me siento como si me hubiera escapado de una vitrina de una exposición.

Estoy acostumbrado a las miradas. La piel, el pelo, lo tengo todo blanco. Cuando era pequeño, los niños me llamaban «oso polar», porque mi nombre, Bjørn, significa «oso». Los adultos son más considerados, pero todo lo que no dicen se traslada a sus ojos, a su mirada.

Normalmente deberíamos haber rellenado un impreso de solicitud para todos los libros y manuscritos que queremos ver, pero hace tan poco tiempo que tienen la colección Lewinski que aún no está catalogada. Por eso Laura ha concertado una cita con la conservadora responsable del trabajo, Miranda Cartwright.

Miranda es alta y rolliza, y lleva una exuberante melena roja. Es una de esas mujeres invariablemente alegres, siempre con sus risas e ingeniosas réplicas.

Al igual que yo, está acostumbrada a las miradas.

Está acostumbrada a las omisiones y las promesas rotas. Está acostumbrada a que la ignoren y la olviden, a quedarse fuera cuando los niños bailan y juegan alegremente. Dicen que eso se pasa con la edad, pero evidentemente no es así. Miranda nunca le ha contado a nadie que llora todas las noches al acostarse. Nunca le ha contado a nadie que se sienta en la bañera, desnuda, dejando correr el agua y con la cuchilla de afeitar preparada para dar el corte que la liberaría. Se lo veo. Es exactamente como yo; un pedazo de chatarra humana que chapotea en la inmundicia bajo los pilares del muelle. Empolva su desprecio hacia sí misma con una capa de felicidad simulada. Naturalmente ella es tan observadora como yo, faltaría más. Por eso su sonrisa al estrecharme la mano es diferente, colmada de un tierno y sincero reconocimiento. Su casi imperceptible movimiento de cabeza revela que sabe que mi infancia ha sido espinosa y que, al igual que ella, tengo problemas de autoestima.

—¡Bienvenido a Washington! —dice con una sonrisa cuya profundidad sólo comprendo yo.

Miranda cuenta que la biblioteca se hizo cargo de la colección Lewinski antes del verano del año pasado, pero que las labores de catalogación y registro no dieron comienzo hasta Semana Santa. La mayor parte de la colección consiste en obras originales de entre los siglos XVI y XIX, pero también contiene manuscritos, cartas y libros de la Edad Media.

Le pregunto a Miranda si le suena una carta codificada de principios del siglo XVI, que se envió a Europa desde las islas del Caribe por medio de Bartolomé Colón.

—Probablemente, en algún lugar de la hoja, aparezcan tres símbolos: ankh, ty y cruz. El texto parecerá ilegible e incomprensible, porque está cifrado.

—Fascinante —dice Miranda—. Pero, desgraciadamente, ese es el tipo de cosas con las que tenemos que conformarnos con soñar.

3

CON UNA palanca abrimos las cajas de madera en las que la colección que robó Maximilian von Lewinski está guardada entre serrín y periódicos arrugados que cuentan que Alemania se está armando para un futuro triunfal.

Hojeamos libros gruesos y pesados que huelen a polvo y pensamientos del pasado.

Buscamos en obras encuadernadas en piel y libros de tamaño folio con exóticos lugares y fechas de publicación.

Estudiamos detenidamente frágiles protocolos e «incunables» (antiguas publicaciones de la primera época del arte de impresión de libros), postillas, catálogos, mapas, cartas y enciclopedias.

Pero no encontramos la carta de los custodios.

Una vez que hemos terminado en la Biblioteca del Congreso, Laura coge un taxi que la lleva al hotel, mientras Miranda regresa a su soledad.

A mí me han convocado a una reunión con el FBI.

Se trata de algo que ha organizado Ragnhild, de la policía de Oslo. Cuando la llamé desde al aeropuerto de Gardermoen para contarle que me iba a Estados Unidos, insistió en que la policía americana me cuidara.

Cuando de pequeño me quedaba en casa mientras todos los demás niños andaban jugando por la calle, me dedicaba a jugar al ajedrez conmigo mismo. Algunas veces conseguía liar a alguno de los otros eremitas del patio del colegio, chicos tan solitarios como yo e igualmente excluidos de la comunidad. Siempre les ganaba; supongo que fue por eso que dejé de invitarlos a casa, o que ellos dejaron de venir. En el ajedrez se trata de poder pensar muchas jugadas por adelantado —aunque no sepas cómo va a mover tu contrincante—. Como todos los jugadores de ajedrez saben, a un contrincante inseguro le faltará concentración.

El agente del FBI con el que me conceden audiencia es un escéptico estresado. Tiene la pila de faxes que le ha mandado la Interpol y lee la información sobre los tres asesinatos y sobre el dramático secuestro en Roma. No deja de mirarme de soslayo, con irritación, como si le costara asumir que un albino miope de Noruega se haya convertido en asunto suyo.

Yo lo estudio con disimulo. La nuez se le mueve desde el esternón hasta la barbilla cada vez que traga saliva.

Finalmente suelto las palabras mágicas:

—Probablemente sean terroristas islámicos.

El rápido movimiento de su nuez confirma que mis palabras han dado en el blanco. Teclea la información en su ordenador y las palabras quedan grabadas en su base de datos como una bomba con temporizador.

Con ciertas reticencias, me proporciona una alarma con emisor GPS y un panic button. Un botón para casos de pánico. El agente me explica cómo funciona, pero entre el chorro de palabras no consigo enterarme de si alerta al FBI, al United States Marshals Services o la policía metropolitana de Washington. Pero al menos estoy seguro de que alguien acudirá a toda velocidad en caso de que presione el botón.

Esa noche, Laura y yo salimos a cenar a uno de los restaurantes vegetarianos más de moda de Washington, D. C. El camarero está ensayando el papel de estatua de granito esculpida a mano. A Laura le hacen gracia las verduras que simulan ser carne: dice que tienen un sabor divertido. Yo, por mi parte, prefiero un plato de espárragos que no se hacen pasar más que por espárragos levemente cocidos. Bebemos vino de California y un agua mineral que se llama Voss, a pesar de ser de Vatnestrøm.

Miro por la ventana del restaurante y me doy cuenta de que fuera, al otro lado de la calle, hay aparcado un coche negro con cristales obscuros. Se me mete en la cabeza que ahí dentro hay alguien observándonos con prismáticos y teleobjetivo. Tal vez nos estén sacando fotografías, por eso decido sonreír y saludar con la mano. Cuando Laura me pregunta con quién estoy coqueteando, le respondo que con mi propio reflejo en el cristal.

Cuando una hora más tarde abandonamos el restaurante, el coche sigue allí.

Paseamos por la ajetreada calle. Laura me ha cogido del brazo y hemos bebido el suficiente vino como para que me hable de su último novio. Se llamaba Robbie y no estaba preparado para comprometerse. La ruptura con él fue una de las razones por las que aceptó la oferta de la SIS y se mudó a Londres.

De vez en cuando, miro por encima del hombro para comprobar si el coche nos está siguiendo.

Pero no nos sigue.

Son bastante más retorcidos.

4

AL DÍA siguiente proseguimos la caza de la carta.

En medio de una colección de textos sobre el arresto de Cristóbal Colón, encuentro una serie de documentos sobre los asentamientos de los antiguos nórdicos en América del Norte. Lo que mayor peso tiene es el hallazgo de los asentamientos vikingos en L’Anse aux Meadows, en Terranova, que llevaron a cabo Helge y Anne Stine Ingstad. Pero también hay documentos sobre controvertidas piedras rúnicas, sobre torres de piedra que se asemejan a las iglesias redondas vikingas, sobre el hallazgo de una moneda de la época de Olav Kyrre en un asentamiento indio en Norumbega, Noruega. En el siglo XVI, Abraham Ortelius y Gerardo Mercator demostraron que Norumbega se llama así por las colonias vikingas. Cuando Giovanni da Verrazano cartografió en 1524 la costa Este de América, desde Florida hasta la península de Labrador, llamó Normanville, (tierra noruega), a los territorios a la altura de Nueva York. Mucho antes de que Colón navegara al Caribe, los audaces vikingos se habían asentado por la costa Este americana.

Laura y Miranda trabajan más despacio que yo: mientras yo hojeo y busco, ellas registran y catalogan cada tomo. Teclean minuciosamente toda la información disponible sobre los libros y los escritos en un programa especial de la red informática de la Biblioteca del Congreso.

Al acabar el día, Laura y yo cogemos un taxi para volver al hotel. La boca me sabe como si me hubiera comido un periódico. Estoy tan cansado y tengo la cabeza tan vacía que ni siquiera me preocupo de contarle a Laura que tengo la sensación de que nos están siguiendo: se limitaría a reírse de mí. Y tampoco es que vea a nadie cuando miro hacia atrás. Son unos profesionales, pero yo sé que están ahí.

5

ENCONTRAMOS la carta el tercer día.

El pergamino, junto con el sobre dirigido al «Arzobispo Eirik Valkendorf de Nidaros, en el reino de Noruega», aparece aprisionado entre las páginas 343 y 344 de un libro del siglo XVII sobre el descubrimiento de América.

Bajo los símbolos ankh, ty y cruz, aparece una combinación familiar de runas y letras. No me cabe duda de que ha sido escrita por la misma orden de custodios que cifraron los códigos de las iglesias medievales trescientos cincuenta años antes.

Silbo a Laura y su boca se abre en un mudo gesto de asombro.

Por un momento, me planteo la posibilidad de robarlo: al fin y al cabo, el lugar que le correspondería es estar junto al resto de hallazgos que hemos hecho. Pero enseguida aparto de mí la idea. Hasta yo tengo mis límites. Lo que necesito es el contenido, no el pergamino.

Antes de avisar a Miranda, fotografío varias veces el pergamino y el código rúnico con mi cámara digital.

—La encontré.

—¡Dios mio! ¿El pergamino?

—Está cifrado. El documento prueba de una vez por todas que en el continente americano vivían ya descendientes de vikingos cuando Colón llegó allí empujado por el viento.

—¿Entiendes algo de lo que dice el texto? —pregunta Laura.

—Ni una palabra.

Con los mofletes colorados, Miranda sale corriendo con el pergamino en una caja de cartón.

6

TODOS nuestros miedos tienen su origen en algo que amamos, dijo el monje dominicano Tomás de Aquino. Yo añadiría que el miedo al dolor y la muerte ocupa un puesto más alto en la lista.

En el momento en que Laura y yo salimos de la Biblioteca del Congreso, nos recibe una cálida ráfaga de viento y los descubro entre la nube de polvo que se levanta.

En las calurosas estepas africanas, las gacelas desarrollan una visión en túnel en el momento en que las atacan los leones. Yo consigo distinguir cuatro figuras, cuatro hombres. Cuatro hombres que abandonan tranquilamente sus puestos de guardia y se aproximan a su objetivo como misiles termoguiados, cada uno desde una dirección.

—¡Más rápido! —le digo a Laura, a pesar de que me está costando avanzar tan rápido como ella. Me aferro a mis muletas, al menos tengo algo con que golpearles.

Están a unos diez o quince metros de distancia. Ninguno de ellos es Hassan, pero son grandes, son árabes y van vestidos con traje.

—Laura…

Ella baja el ritmo.

—¡Corre, Laura! ¡Corre!

Laura arquea las cejas.

—¡Bjørn! ¡Sinceramente!

Me tengo que detener para conseguir meter las manos en el bolsillo de la chaqueta. Mis dedos se cierran en torno a la alarma antiviolencia.

Laura mira elocuentemente a su alrededor para asegurarse de que no me estoy imaginando cosas: dice que he visto demasiadas películas de acción.

Ni siquiera repara en ellos.

Con sus trajes elegantes, sus camisas blancas y sus corbatas, se mueven hacia nosotros como camaleones invisibles.

Aprieto el botón contra el pánico.

—¡Corre! —le susurro por última vez.

—No seas tonto.

Están a cinco metros de distancia. Agarro con fuerza las dos muletas, pero me doy cuenta de que son armas miserables: están hechas de un metal ligero, y además son huecas.

—Huy, qué frío hace. —Laura se cierra el abrigo.

Hasta que uno de los hombres se coloca a nuestra altura y nos muestra sus armas ocultas, no se da cuenta de que incluso los paranoicos pueden tener razón.

La cara se le petrifica y resquebraja.

—Vamos —dice uno de los hombres, con un acento que le hace parecer la parodia de un bandido—, ¡acompañadnos!

El corazón me late con tanta fuerza que siento un pitido en el oído.

¿Qué harán si pido auxilio? ¿Me pegarán un tiro?

Dos de ellos me agarran por debajo de los brazos y otros dos sujetan discretamente a Laura.

Un ojo no adiestrado ni siquiera se daría cuenta de que nos están secuestrando.

Los hombres nos conducen hacia la Independence Avenue. Son discretos y están tan bien entrenados que, en el mejor de los casos, un testigo creería que estaba viendo un arresto camuflado. Si es que llegaba a darse cuenta de algo.

Una furgoneta negra con cristales obscuros pega un frenazo delante de nosotros. A Laura y a mí nos meten en el asiento trasero; dos de los truhanes se sientan junto al conductor y otros dos se sientan detrás, con Laura y conmigo.

El vehículo sale disparado.

No dicen ni una palabra mientras nos conducen por las calles del centro.

He intentado preguntarles quiénes son y qué están haciendo, como si cupiera la más mínima duda, pero no he recibido respuesta. Ni siquiera me piden que me calle.

Todos se quedan petrificados cuando, en un semáforo, nos alcanza un coche de la policía con las sirenas puestas, pero pegan un acelerón y siguen por la avenida.

A mí me tiembla el cuerpo y Laura tiene problemas para respirar.

El chófer se va abriendo paso entre el denso tráfico y, al cabo de un rato, la furgoneta gira bruscamente a la derecha y se mete en el aparcamiento de un hotel.

A Laura y a mí nos llevan hasta un ascensor que nos conduce a la tercera planta. El hombre que iba al volante de la furgoneta introduce la tarjeta en la cerradura de la puerta. Se enciende una luz verde y entramos.

7

HASSAN nos espera sentado en un sillón orejero.

Incluso cuando está sentado, resulta gigantesco y amenazador.

Me tiemblan las rodillas. Dios sabe lo que Hassan será capaz de hacer cuando está impaciente y de mal humor.

Me mira como si fuera mi terapeuta y yo hubiera llegado en mal momento.

Uno de los hombres nos registra y, al encontrar la alarma antiviolencia, la arroja al suelo sin mirarla. Piensan que es un teléfono móvil.

Dos de los hombres conducen a Laura a un sofá. Yo me dispongo a seguirlos con mis muletas en un vano intento de protegerla, pero uno de los gánsters me retiene.

Laura está a punto de echarse a llorar; me mira con ojos asustados.

—Señorita Kocherhans —dice Hassan—. Me alegra que haya tenido ocasión de hacernos una visita.

Laura rompe a llorar.

8

ES LA SUITE más grande en la que he estado nunca. El salón tiene tres puertas cerradas que dan a habitaciones contiguas.

Dos de los bandidos me agarran por debajo de los brazos y otro se hace cargo de mis muletas.

Medio me conducen, medio me llevan a rastras a una habitación aledaña.

Donde está Stuart Dunhill.

Con la mirada, Stuart hace salir a los gorilas.

Silencio.

—Me alegro de volver a verte, Bjørn.

Me indica un sofá junto a la ventana. Apoyo las muletas contra un sillón de felpa y me siento pesadamente en el sofá.

—Siento haberme ido de Roma sin avisar —le digo. Trato de hablar con voz firme, pero al oírme me doy cuenta de que parece como si estuviera a punto de echarme a llorar—. No estaba del todo seguro de no figurar en la misma lista que Luigi.

—Créeme cuando digo que Luigi me gustaba.

—No tanto como para impedir que lo mataran.

—Yo no, Bjørn. Yo no. Ya sabes cómo son las cosas. Jugaba a dos bandas. Luigi sabía lo que se traía entre manos, sabía el riesgo que corría al desafiar al jeque, pero se volvió temerario y perdió. El fragmento del documento que intentó venderte ya se lo había prometido al jeque. Además había más. Ya había engañado al jeque en un par de ocasiones y este acabó perdiendo la paciencia. Y luego se le metió en la cabeza que Luigi y tú estabais negociando el precio de los rollos de Thingvellir.

—Qué tontería.

—Tú lo sabes. Yo lo sé. Pero el jeque es muy desconfiado.

—El jeque Ibrahim…

La respuesta cuelga en el aire entre nosotros.

—A finales de la década de 1970, él y la SIS fueron los únicos que me apoyaron. Cuando todo el mundo se reía de mí y nadie quería colaborar conmigo ni publicar mis informes, cuando estaba al borde del precipicio, fue el jeque Ibrahim quien me salvó. Junto con la SIS me ayudó a conseguir un puesto de investigación en el Instituto Schimmer.

Yo mientras tanto, al otro lado de la ventana, a través del visillo, veo a gente trabajando en una oficina diáfana, al otro lado de la calle.

¿Dónde se habrá metido la policía?

—Tuve que buscarme un refugio profesional —continúa Stuart—. No era más que un arqueólogo idiota, alcoholizado y ridiculizado, que por casualidad se había encontrado con uno de los grandes enigmas de la historia de la arqueología.

—Tampoco lo encontraste por casualidad. Sabías lo que estabas buscando.

—La mayor parte de lo que te conté es verdad. Créeme. Al menos te he protegido… de ellos.

—Háblame de él. ¿Quién es el hombre que me persigue?

—El jeque Ibrahim… ¿Por dónde empezar? Algunos lo consideran un líder religioso, otros un filósofo o un fanático. Nadie le conoce. Es de los Emiratos, donde posee valiosos pozos de petróleo. Es inmensamente rico y una persona muy ecléctica. Su interés por los manuscritos antiguos no se fundamenta sólo en una manía coleccionista ni en su interés por el dinero. Tiene la idea de que los judíos y los cristianos deben reconocer a Mahoma como… No sólo como un profeta, sino como el más importante de los profetas. El jeque es una paradoja viviente. Es profundamente religioso, pero también está obsesionado con la riqueza y el poder. Posee la colección privada de arte antiguo más grande del mundo. Su biblioteca es enorme. Es cínico y calculador, pero al mismo tiempo dona millones a clínicas veterinarias en Canadá o a escuelas infantiles en Somalia. Es culto y ha leído y reflexionado mucho, pero al mismo tiempo dirige sin contemplaciones varias organizaciones financieras que son propietarias de un buen número de compañías multinacionales. El jeque es un hombre sin escrúpulos. No rehúye ningún medio para alcanzar sus fines. Y contrata a gente que sabe que tiene cojones.

—A asesinos —digo. Stuart asiente pensativo con la cabeza—. Y a ti.

—Y a hombres como yo…

—¿En qué consiste su biblioteca?

—La biblioteca del jeque contiene una colección de manuscritos excepcional. Allí puedes encontrar copias tempranas de la Biblia y el Corán, por ejemplo, o uno de los escritos originales del Cantar de los Cantares. Salomón también es profeta para la fe musulmana.

—¿Cómo se interesó por Snorre? ¿Por el clérigo Magnus? ¿Y por mí?

—A principios de la década de 1970, el jeque compró todo lo que pudo en los mercados legal e ilegal de coleccionistas de manuscritos, cartas, pergaminos, mapas y documentos. Fue así como se topó con una copia de un fragmento de lo que se conoce como la Copia Vaticana, que es la traducción al copto de la carta que Asim intentó mandar al califa de Egipto cuando estaban en Normandía con el duque Ricardo, pero que el Vaticano confiscó y traspapeló en sus archivos.

—¿Un manuscrito distinto al que encontramos en Thingvellir?

—Otra versión, sí. El jeque mandó traducir el texto y se obsesionó con encontrar el original. Cuando se enteró de mis hallazgos en Egipto, enseguida se dio cuenta de la conexión.

—¿De qué manuscrito original estás hablando?

—¿De veras que aún no lo has entendido? Asim copió los textos en papiro que robaron los vikingos en la cámara mortuoria de Egipto.

—Y los rollos de Thingvellir…

—… son la copia en hebreo de los mismos textos, junto con una nueva traducción al copto.

—El clérigo Magnus no sabía nada de todo esto.

—Es cierto, pero por pura casualidad se había hecho con un documento antiquísimo, el códice de Snorre, que contenía una pista que el jeque llevaba veinticinco años buscando. En el códice había mapas y códigos que conducían a muchos lugares diferentes, desde las cámaras mortuorias en Noruega hasta la cueva de Thingvellir donde Snorre escondió la copia de los manuscritos de Asim.

—El clérigo Magnus no tenía ni idea de lo que había encontrado.

—No lo sabía con exactitud, no sabía cómo interpretar el texto y los mapas, pero entendió lo suficiente como para saber que el códice valía muchos millones de dólares en el mercado negro. Por eso el clérigo Magnus se puso en contacto con nosotros.

—No te creo.

—El clérigo Magnus necesitaba dinero. Bueno, quizás él no, pero su iglesia sí. Un órgano nuevo, más obras de arte para las paredes. El clérigo Magnus quería vendernos el códice.

—Sigo sin creerte.

—A lo largo de los años, el clérigo Magnus fue reuniendo un número nada desdeñable de pergaminos y documentos islandeses que le fue vendiendo el jeque. Ninguno de ellos tenía demasiado valor histórico ni económico. Pero ¿crees que un cura se puede permitir conducir un BMW de tracción en las cuatro ruedas? Creo que no vendió nada para lucrarse personalmente —continúa Stuart—. Aunque se compró un coche bueno, creo que lo que realmente quería era conseguir fondos para su iglesia, la investigación, la parroquia y la Asociación de Amigos del Instituto Snorre. Y tal vez le pareciera más emocionante venderle los documentos al jeque que entregar los objetos históricos al Instituto de Manuscritos.

Permanezco en silencio.

—Conocí al clérigo Magnus a finales de los noventa —dice Stuart—. Participábamos en un congreso en Barcelona sobre la temprana expansión e importancia de la minúscula carolingia en los manuscritos medievales. Me gustaba…

—¡Lo matasteis!

—Se puso en contacto conmigo unos meses más tarde. Tenía unos pergaminos y se preguntaba si me interesaría echarles un vistazo. Supongo que sabía que yo tenía relación con el jeque. Así comenzó nuestra colaboración.

Baja la mirada y continúa:

—Lo que pasó en esta ocasión, y fue un craso error, es que se arrepintió. Se dio cuenta de que estaba a punto de ir demasiado lejos: el códice de Snorre era un tesoro. Así que cambió de idea y te llamó a ti. Necesitaba apoyo. Estaba desesperado. Cuando fuiste a verlo a Reykholt, se había retractado del negocio, había anulado toda la operación.

—A pesar de eso, lo teníais aterrorizado.

—El clérigo Magnus sabía perfectamente que estábamos en camino y lo que queríamos. Afirmaba que ya no tenía el códice en su poder, que lo había entregado al Instituto de Manuscritos.

—¿Por eso lo matasteis?

—Murió de un ataque al corazón. ¡Lee el informe del forense!

—¡Le metisteis la cabeza debajo del agua, joder!

—Hassan se puso algo violento. Es su naturaleza… Tenía permiso para ofrecerle al clérigo Magnus grandes cantidades de dinero, pero el párroco se negó. Hassan tuvo que… animarlo. Es que Hassan se toma muy en serio su trabajo. Pero nadie mató al clérigo Magnus. Hassan lo obligó a desvelar dónde había escondido el códice, eso sí, pero no le quitó la vida. No directamente. Se les murió entre las manos.

Dejo que la débil explicación se desmigaje entre nosotros, y Stuart empieza a sentirse incómodo. Le dejo sufrir, pero finalmente pregunto:

—¿Cómo sabíais que Thrainn y yo estábamos en Thingvellir?

—Hassan te tuvo controlado mientras viviste en la Casa de Snorre, pero cuando te mudaste al hotel de Reikiavik te perdieron de vista por un tiempo. Empezaron a investigar y averiguamos que tenías contacto con el catedrático Thrainn Sigurdsson. Así que llamamos al instituto y nos hicimos pasar por colegas. Un secretario del instituto reveló dónde estabais.

—¿Y en Noruega? Sabíais perfectamente dónde estaba.

—No es tan difícil, al menos si cuentas con gente suficiente. Varios de los hombres del jeque provienen de los servicios secretos. Utilizaron todo tipo de equipos para encontrarte: cámaras infrarrojas de vigilancia, búsqueda GPS, tu teléfono móvil. El problema fue que nunca llevabas el móvil, y que hacías cosas imprevisibles. No eres fácil de seguir, Bjørn.

—Pero en Lom me encontrasteis, y allí tampoco llevaba el teléfono móvil.

—Pero tu colega Øyvind sí.

—¿Por qué nunca me encontrasteis en Nesodden?

—Sabíamos que estabas allí, pero nunca conseguimos localizar la casa en la que te alojabas. Los equipos no son tan avanzados.

—Así que realmente erais vosotros a quienes vi…

—Seguíamos tu coche con el GPS

—¡Los emisores que encontré!

—Pensamos que los buscarías, así que colocamos cuatro emisores distintos en tu Citroen. Suponíamos que encontrarías dos de ellos, pero que nunca encontrarías los otros dos. Así fue como te encontramos en Ringebu.

—Donde matasteis al párroco e incendiasteis la iglesia.

Suspira.

—Otro accidente.

—¿Accidente? ¡Yo estaba allí! ¡Vi lo que pasó, Stuart!

—Los chicos del jeque son algo brutos. Estas cosas pasan. Desgraciadamente. El jeque se puso furioso cuando se enteró.

—¡Ahórramelo! Los asesinos, asesinos son.

—Les pagan increíblemente bien por encargarse del trabajo sucio del jeque.

—Pero ¿ninguno de ellos averiguó lo mismo que yo?

—Tú tienes un talento único, Bjørn. El jeque está impresionado contigo. Aunque tenía a un batallón de expertos a su disposición, no consiguieron descubrir los patrones de los signos. Tal vez sea porque eres noruego; quizá tu cerebro está configurado de tal modo que ves patrones que a los demás se nos escapan, pero ante todo se debe a que tienes un talento único.

No respondo a su torpe intento de adularme.

—Cuando llegaste al Instituto Schimmer elegimos una nueva táctica. Yo mismo. Sabíamos que te pondrías en contacto conmigo, al fin y al cabo soy el mayor especialista del mundo en la expedición de los vikingos por el Nilo. En vez de mandar a sus orcos al Instituto Schimmer, el jeque dejó que yo me encargara de ti. Al compartir contigo prácticamente todo lo que sé sobre estos secretos, me gané tu confianza, al menos por un tiempo.

—¿Así que el jeque no tenía a nadie en el Instituto?

—Me tenía a mí, y a un tipo que te vigilaba en tu habitación. Colocamos una cámara y un micrófono en la lámpara. Su misión era encargarse de ti, averiguar lo que sabías. Por otra parte, el jeque pagó a un puñado de investigadores para que estudiaran los artefactos, como la talla de san Lorenzo.

—La última noche dijiste que el jeque había enviado a más hombres al Instituto Schimmer…

—Un farol, lo siento. Cuando simulé recibir una llamada de la SIS diciendo que los hombres del jeque estaban en camino, en realidad me llamaban de la recepción para avisarme de que la ropa que había entregado a la lavandería estaba lista. El hecho de que por casualidad te toparas con la talla de san Lorenzo y decidieras contármelo me permitió unirme más a ti.

Inspiro profundamente y retengo el aire. ¡Lo cándido que se puede llegar a ser! Debería haberlo entendido desde el primer momento en que nos conocimos.

—Me llevaste a Egipto, a la cámara mortuoria, a «La ciudad olvidada», a Roma. Me pusiste en contacto con Luigi. ¿Por qué?

Stuart se levanta y luego se vuelve a sentar. Si no supiera que no es así, habría pensado que tenía problemas de mala conciencia.

—Pues, Bjørn, porque tenía la esperanza de que consiguieras averiguar todo lo que yo nunca averigüé. ¡No conseguía avanzar! Tenía el regazo lleno de pedazos que podían formar un jarrón, pero sólo tú podías recomponer las piezas. Al cebarte de información, esperaba que pudieras ayudarnos a avanzar.

—Pero lo que quisiste todo el tiempo fueron los rollos de Thingvellir…

—Por supuesto.

—¿Qué contiene ese manuscrito que es tan importante para el jeque?

—Eso no puedo revelarlo.

—El Instituto Schimmer. Egipto. Roma. Eras tú quien me vigilaba.

—El jeque envió a un puñado de agentes que me ayudaban, pero estuviste siempre bajo mi protección, Bjørn. Créeme… Nunca quise hacerte daño. Quería que me prestaras tu talento. Que los gorilas del jeque mataran a Luigi fue una equivocación.

—Una equivocación…

—Evidentemente debieron esperar a que termináramos con el trabajo en Roma antes de encargarse de Luigi… Luego tuvimos problemas. Nos dimos cuenta de que estábamos perdiendo el control. Cada vez te rodeabas de más policías y guardas de seguridad, así que decidimos mantener el perfil bajo, pero cuando la SIS y las Autoridades de Patrimonio reunieron a la flor y nata de los expertos internacionales para investigar la cueva de santa Sunniva, vimos la oportunidad para infiltrarnos en el proyecto. Conseguimos introducir a tres de nuestros hombres en las excavaciones. Desgraciadamente, fueron un desastre como ladrones de tumbas.

—¿Y aquí en Estados Unidos?

—Bjørn, tienes que entenderlo… ¡Estabas más vigilado que un agente de la CIA sospechoso de ser un espía! El jeque tiene hombres por todas partes. En el Instituto Schimmer, en la SIS, con las Autoridades de Patrimonio. Sabíamos perfectamente que Laura trabajaba para ti. También sabemos que los custodios, en su momento, se llevaron la momia y los textos de Islandia y Groenlandia y que la trasladaron aquí, a Vinland.

—¿Y ahora? ¿Ahora qué?

—Los rollos de Thingvellir pueden hacerte inmensamente rico.

—Inmensamente rico… —Repito las palabras con un toque de distancia irónica. Con el dinero me pasa lo mismo que con las mujeres. Los deseo sobre todo con la imaginación.

—Piénsatelo. Una vida de lujo. Un chalet con piscina. Coches deportivos. Vacaciones en la Riviera francesa y en el Caribe. Vinos buenos. Solomillos. Mujeres hermosas.

Un hombre normal habría jugueteado con la idea; yo, en cambio, me enfado. Stuart piensa que mi silencio supone una madura valoración.

—El jeque está dispuesto a pagarte diez millones de dólares por los rollos de Thingvellir.

—Diez millones de dólares. —Saboreo la suma—. ¿Qué puede tener un texto para ser tan valioso?

—¡Diez millones de dólares!

—No tengo ni idea de dónde están.

Y ni siquiera es una mentira, no es más que un pequeño rodeo a la verdad.

—¿Quince millones?

Sacudo la cabeza.

—Para decir la verdad…

El FBI no llama a la puerta. Entran con ella.

Con un tremendo estruendo, revientan la puerta de la habitación contigua con un ariete. Se detona una granada de shock. Botas que corren. Voces fuertes.

FBI! Down! Down! Down! FBI!

En Roma aprendí cómo entran en una habitación las fuerzas de asalto de la policía. La táctica es la misma por todas partes. Llegan cuando menos te lo esperas. Lo hacen rápidamente, son implacables y montan un jaleo terrible.

Down! Down! Down!

Ni Stuart ni yo nos movemos.

Abren la puerta de la habitación de una patada. Entran tres policías armados.

FBI! Down! Down! Down!

No es una sugerencia. Nos están amenazando con la muerte repentina en caso de que no hagamos como nos dicen.

—¡ FBI! —vuelven a chillar por si fuéramos sordos o inverosímilmente torpes.

Stuart alza las manos.

—Esto tiene que ser una equivocación…

Down! Down! Down!

Stuart se tumba reticentemente en el suelo, como si estuviera más allá de su dignidad. Me mira. Luego separa los brazos y las piernas.

Cleared! —chilla uno de los hombres del FBI.

Los agentes de policía llenan la habitación. Algunos de ellos parecen guerreros de una nave espacial intergaláctica. Unos llevan anoraks donde aparece « FBI» escrito en grandes letras amarillas, otros llevan un M15, otros escopetas de repetición, algunos, pistolas. Los últimos que entran son los agentes vestidos con traje.

—¿Señor Beltø? —pregunta uno de los agentes.

Yes, sir!

Me ayuda a levantarme y me pasa las muletas.

—Quisiéramos hablar un rato con usted.

9

LAURA y yo nos pasamos el resto del día en el FBI.

No va a ser fácil encerrar a Hassan, Stuart y el resto de la banda por homicidio e intento de homicidio en tres países europeos distintos. Pero, a excepción de Stuart, son todos ÁRABES, MUSULMANES, Y LLEVAN ARMAS para las que no tienen licencia.

—Terroristas islámicos —repito una y otra vez.

No sé qué les va a pasar a Stuart y sus compañeros, pero me extrañaría que los soltaran de buenas a primeras.

Cuando por fin hemos acabado con la policía, Laura y yo salimos a la noche de Washington. Cenamos en un restaurante japonés de comida rápida y luego cogemos un taxi de vuelta al hotel.

10

AL DÍA siguiente, me compro un teléfono móvil que registramos a nombre de uno de los amigos de Laura. Le envío el número al puñado de personas en las que confío. Terje Lønn Erichsen es una de ellas.

Empleamos todo el día siguiente en descifrar el código.

Les he enviado las fotografías del pergamino y, con una impresión cada uno, nos pasamos todo el día en el Messenger probando diferentes claves y combinaciones. A pesar de que las cartas del Caribe se escribieron varios siglos más tarde que los códigos de las iglesias medievales, el lenguaje que utilizan es exactamente el mismo.

Las palabras van cifradas alternativamente en una combinación de César-7 y César-8, y una de cada tres palabras está escrita al revés.

Es un documento notable.

En la carta al arzobispo Valkendorf le agradecen la respuesta a su anterior toma de contacto, cuando evidentemente no sabían quién era el obispo de Trondheim ni si la liga de custodios seguía existiendo allá en Noruega. Confirman que el obispo ha respondido con los símbolos correctos —ankh, ty y cruz— y le piden disculpas por no haber dado señales de vida en tanto tiempo, porque hasta entonces no habían encontrado un puerto seguro. Cuentan que se encuentran en un pueblo llamado Santo Domingo, en la isla La Española, que hoy en día es la isla que se divide entre la República Dominicana y Haití. Allí han conocido a un europeo llamado Bartolomé Colón, hermano de Cristóbal Colón.

Tras la masacre de Groenlandia, escriben, el grupo se mudó a la tierra al Oeste del horizonte. Durante los últimos cincuenta años han viajado hacia el sur con el objeto secreto. Por los testimonios de los antiguos nórdicos, sabían que acabarían topando con un viento del Este que los llevaría de vuelta a Europa.

Llevan muchos años viviendo en diversos asentamientos vikingos a lo largo de la costa del Este y han cuidado las relaciones con los nativos de Islandia y Groenlandia. Han erigido gran cantidad de piedras rúnicas. Pero muchos han ido muriendo, a causa de la vejez y en los enfrentamientos con los nativos. Algunos se han ido quedando en los asentamientos. A pesar de que se han producido algunos nacimientos por el camino, el grupo de custodios se ha reducido a diecinueve hombres, nueve mujeres y ocho niños.

Comunican al obispo que han decidido llevar la momia de vuelta a Egipto tal y como deseaba Asim.

Laura y yo leemos una y otra vez la traducción de la carta. ¿Dónde podemos seguir buscando?

Santo Domingo es la ciudad europea más antigua del Caribe, una gran urbe de más de dos millones de habitantes. ¿Acabó aquí el viaje de los custodios? ¿O retornaron a Europa con alguna nave? ¿Acabó la momia en el Vaticano?

11

EN LA BIBLIOTECA encontramos montones de libros sobre la historia de Santo Domingo y nos ponemos a buscar.

A media mañana llamo al profesor Llyleworth de la SIS para ver si puede ayudarnos. A juzgar por su tono de voz, diría que la conexión con Santo Domingo le da una idea.

—¿Habéis investigado algo en torno al Palacio Miércoles?

Siento una ráfaga de esperanza. He oído hablar del mítico Palacio Miércoles de Santo Domingo.

—Esteban Rodríguez, al que conozco un poco, es un aristócrata bastante excéntrico. ¡Comprobadlo! —dice Llyleworth.

En una obra de 1954, Los diez palacios más grandes del mundo, Laura encuentra un capítulo sobre el Palacio Miércoles. El magnífico edificio es un palacio renacentista de quinientos años de antigüedad que se encuentra en un gran parque a las afueras del casco viejo de Santo Domingo. Según el folclore local, el palacio fue construido por Cristóbal Colón, cosa que no puede ser verdad, puesto que Colón ya había muerto cuando dieron comienzo las obras de construcción. Su hermano Bartolomé, en cambio, sí estuvo implicado cuando se consiguió el terreno para el palacio en un bosque a las afueras de lo que entonces era el centro de la ciudad. Hoy en día, el palacio es como un oasis en el centro de la enorme urbe.

En el artículo se dice brevemente que la familia Rodríguez, que vive en el Palacio Miércoles, ha sido muy perseverante en su esfuerzo por proteger su pasado. Según el texto, los Rodríguez eran una familia de aristócratas que siguieron al hermano de Cristóbal Colón, a Bartolomé, en una de las expediciones al reino recién descubierto. Luego se hace referencia a ciertas especulaciones que insinúan que la riqueza de la familia Rodríguez tiene su origen en los restos de los tesoros perdidos de los caballeros templarios, que la reina Isabel los sobornó para que no revelaran un secreto sobre sus orígenes, que el rey Enrique VIII de Inglaterra financió el Palacio Miércoles para mantener a la familia lejos de Europa después de un escándalo y que Leonardo da Vinci convenció a la dinastía Sforza, de Milán, para construir el palacio como parte de un plan para establecer una cabeza de puente aristocrática en el nuevo mundo. Pero lo cierto es que nadie sabe gran cosa sobre los orígenes de la familia Rodríguez antes de que, en el siglo XVI, llegaran a Santo Domingo, construyeran el Palacio Miércoles, se mudaran a él y cerraran las puertas con un portazo que aún resuena en la historia.

Miércoles.

La palabra española proviene del dios romano Mercurio, que es el mismo dios que el Wotan germánico (Woden, Wôdinaz) y que el Odín de los antiguos nórdicos. En inglés Wednesday, miércoles, es una derivación de Wednes dæg, del mismo modo que en noruego onsdag, miércoles, viene de Odins dag, el día de Odín.

El Palacio Miércoles.

El Palacio de Odín.

Laura señala una gran fotografía en blanco y negro del escudo de la familia de aristócratas, los Rodríguez, que tanto evitan el contacto con la gente.

Rodeados de dragones, leones y serafines, descubro los tres símbolos.

Ankh, ty y cruz.