EL PACIENTE (I)

1

LA LIBRERÍA está vacía.

—¿Luigi?

No responde. Insisto con impaciencia:

—¿Luigi?

Mi mirada recorre furtiva las filas de esbeltos lomos, del mismo modo que los hombres observan a las mujeres.

Un sonido.

—¿Luigi? ¿Estás arriba?

2

LUIGI está sentado en el sofá de su apartamento. A primera vista da la impresión de que está dormitando. Tiene la cabeza un poco reclinada y el puro, que ha caído en su regazo, se ha apagado.

—¿Luigi?

Entonces descubro que la mitad de su cabeza, la parte trasera, ha desaparecido.

El suelo detrás del sofá está manchado con algo que en su momento fue Luigi.

Entre gemidos, doy un paso atrás.

El cuerpo humano pierde gran parte de su misticismo divino cuando, por diversos motivos, se agujerea. Cuando la herida producida por una bala pone al descubierto el cerebro, resulta difícil imaginarse que la masa azul grisácea ha contenido pensamientos sobre el universo, el amor a una mujer o la fascinación por «Je crois entendre encore».

En un plato sobre la mesa, junto a la retorcida obra maestra de Maquiavelo, el fragmento del documento ha quedado reducido a cenizas.

Me tiemblan las rodillas.

Hassan.

Hassan ha estado aquí.

Me puedo imaginar la escena. Los verdugos deben de haber entrado en la tienda, plingelingeling, justo después de que saliera para llamar. Probablemente Luigi habrá gritado «un momento» antes de salir a su encuentro. «Sì signori?». Entonces habrá visto las pistolas y ellos habrán cerrado la puerta con llave y le habrán obligado a subir por la escalera de caracol y a sentarse en el sofá. «¡Siéntate, maldito cuasimodo!». Hassan le habrá preguntado qué estaba buscando Bjørn Beltø, o tal vez quisiera saber si el condenado Beltø había intentado venderle a Luigi los rollos de Thingvellir. Luigi habrá negado con la cabeza. Debe de haber adivinado cómo iba a acabar. Con frialdad y serenidad, debe de haberle pegado la última bocanada al puro antes de acercar la brasa al frágil documento que debe de haberse incendiado como un papel de fumar seco.

Luigi debe de haber intuido que el fragmento de Skálholt era importante y su último acto en esta tierra ha sido impedir que cayera en manos del jeque.

Mister Beltø?

Me quedo helado. Me quedo tan tieso que es probable que un médico lo hubiera diagnosticado como parálisis. Tengo los pies inmersos en sendos cubos con plomo. Sé que debería darme la vuelta, pero soy incapaz. Tengo el cuerpo atrapado en hormigón armado con acero de secado rápido.

Finalmente la parálisis me libera. Temblando, me vuelvo hacia la voz.

Son dos. Están sentados en un diván semioculto tras una mesa de comedor cubierta de endebles pilas de libros.

Me han estado esperando.

No los había visto antes. Árabes. Ambos llevan trajes elegantes, ambos tienen la expresión de satisfacción de los hombres que saben que dominan la situación, ambos están cómodamente sentados.

Los mosqueteros del jeque.

—El jefe está perdiendo la paciencia —dice uno de ellos en un inglés macarrónico.

—Quiere el manuscrito —dice el otro.

—¡Ahora!

Me temo que me resulta completamente natural hacerme el tonto.

—¿El manuscrito?

—Los rollos de Thingvellir —dice el primero de los hombres.

—¿Cuánto estaba dispuesto a pagar Luigi Fiacchini?

—No lo entendéis…

—¿Dónde está?

En ese momento caigo en la cuenta de que sigo de pie junto a la barandilla con el botón de la alarma incrustado en la columna.

—¿Dónde?

Mi mano se desliza por la talla hasta que siento el botón bajo la yema del dedo.

—No lo tengo aquí —digo en el momento en que aprieto el botón de la alarma.

Creía que era una alarma silenciosa. Una de esas que alerta a la policía con toda discreción. Pero no. Ahora entiendo por qué Luigi no se atrevió a hacer saltar la alarma.

Una sirena empieza a aullar. Abajo, en el primer piso, algo hace un ruido tremendo.

Los dos árabes se ponen en pie. Afortunadamente ninguno de los dos ha entendido que he sido yo quien ha hecho saltar la alarma.

—¡De prisa! —grita uno de ellos al tiempo que me empuja escaleras abajo. Demasiado rápido. Me empujan por delante de ellos, los pies y los escalones no van al mismo ritmo, los peldaños me tragan y no tardo en perder el equilibrio. En el mismo momento en que descubro que una reja ha bloqueado la puerta, caigo de bruces.

Intento agarrarme a algo, pero no reacciono a tiempo. Me recorre un latigazo de dolor en el momento en que mi pie choca con el suelo en mal ángulo.

Se me parte la pierna.

Chillo, de dolor, horror y miedo.

Con impaciencia, los árabes me agarran por la chaqueta y me arrastran, como si fuera un saco de patatas. Intento incorporarme con la pierna sana.

Veo negro.

Recupero la consciencia casi inmediatamente. Los árabes zarandean la reja que bloquea la puerta mientras discuten a voz en grito.

De pronto, delante de la puerta, están dos policías. Deben de haber aparcado arriba, en la calle: el callejón es demasiado estrecho para los coches y, a causa de la aullante alarma, ninguno hemos oído la sirena.

Nos miran sorprendidos. A mí, que estoy tirado en el suelo, y a los dos árabes, que han sacado sus pistolas.

Y luego vuelven a desaparecer.

Justo después se acalla la infernal alarma. Por contrapartida, Roma se ha llenado de sirenas.

Gimoteo. No puedo evitarlo.

3

PARA el pintor y el impresor de libros, el negro es un color. Para el físico, en cambio, el negro representa la ausencia de color. Se dice que las personas también percibimos el dolor de modos distintos; que los hombres nunca soportarían los dolores del parto. Tiendo a estar de acuerdo. Apenas soportamos un resfriado.

Me duele la pierna. Tengo la sensación de que alguien me ha metido un témpano de hielo por el pie y lo ha empujado hasta la cadera. Me quejo como un niño pequeño. Me desmayo por breves y apaciguantes lapsos de tiempo, pero el dolor y las náuseas me obligan a despertarme.

En el exterior, vislumbro agentes de policía con uniforme de comando. Algunos nos estudian por medio de espejos oblicuos enganchados a largas varas. Los árabes discuten alterados. Me cogen por debajo de los brazos y de las piernas del pantalón y me levantan. Los dolores son insoportables.

4

CUANDO recupero la consciencia estoy tumbado sobre el sofá de piel de Luigi, en el apartamento. Un chacal hambriento me mordisquea la pierna.

Luigi ha desaparecido. Probablemente hayan llevado el cadáver al dormitorio.

Con consideración, me han colocado la pierna rota sobre una pila de cojines, así que debe de haber alguna pizca de decencia en sus cuerpos sin escrúpulos.

Suena el teléfono. Lo dejan sonar. Durante largo tiempo.

Al final uno de ellos se rinde:

Na’am? —brama uno de ellos al aparato.

Luego escucha.

—Tenemos un rehén —grita en inglés—, ¡y exigimos libre acceso al aeropuerto Leonardo da Vinci!

Luego vuelve a escuchar. Se le oscurece la cara. En árabe invoca a una pandilla de malhumorados espíritus inflamados y cuelga el aparato.

Yo me sumerjo en la reconfortante niebla del desmayo.

5

ABRO los ojos. Tengo la boca seca como una alpargata.

¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Minutos? ¿Horas? Latigazos de dolor salen disparados desde el lugar de la rotura en la pierna.

—Agua —tartamudeo—. Water. Please.

Las miradas de los árabes son indiferentes. Ninguno de ellos hace el menor ademán de ir por agua.

Toso. La lengua se me queda pegada a la garganta.

—Please! I’m thirsty!

—Quiet!

—Water, please!

—Shut up!

6

JADEO.

Voy a bordo de una nave que se mece pesadamente a través de las olas. Arriba y abajo, arriba y abajo… El mar es una enorme ola que nunca deja de moverse. Estoy cubierto por una manta de pestilente guata empapada y caliente. La boca me sabe a panceta rancia. Arriba y abajo, arriba y abajo… El dolor y las náuseas se van enlazando. Cada roce con la pierna me provoca arcadas. Los huesos se restriegan unos contra otros. La nave se mece. Algo me pincha y me corta en la pierna; me pellizca, sierra y abrasa con una aguda intensidad que recula ante un dolor más profundo. La pierna se golpea y explota. Los hilos de los nervios están en llamas en la pantorrilla y el muslo. El pulso me late a golpes afilados y furiosos. Tengo el estómago hecho un nudo. Arriba y abajo, arriba y abajo…

Uno de los árabes habla por un móvil. Me imagino que debe de hablar con Hassan. Me alegra que no esté aquí. Él no habría dejado que mi pierna descansara sobre mullidas almohadas. Al contrario, habría presionado sus manazas contra la rotura restregándolas con fuerza.

Me dan arcadas.

El árabe cuelga. Le dice algo al otro. Me miran. Justo después vuelve a sonar el móvil. Esta vez lo coge el otro. Está muy alterado. Breves y rabiosas exclamaciones sustituyen a las preguntas y los reproches. Creo. No entiendo ni una palabra.

Suena el teléfono fijo. La policía, pienso. Esta vez no lo cogen.

7

LA PANTORRILLA se me ha hinchado. La hinchazón me tira del pantalón. Tengo punzadas de dolor en cada célula, cada fibra de músculo, cada hueso. Tengo sed. Sudo y tengo escalofríos.

Pienso: «Los celestiales generan tanto dolor, un dolor tan inconcebible, un dolor jodidamente incomprensible».

Oscuridad.

Luz.

Oscuridad.

Me hundo en un sopor semiconsciente en el que lo único que significa algo es esto: el dolor.

¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé, no tengo ninguna percepción del tiempo; los segundos, los minutos y las horas se entrelazan en un tejido carente de sentido.

En mi sopor, todo el oxígeno de la habitación desaparece. Soy un astronauta que flota por el espacio con los tanques de oxígeno. Pugno por recuperar el agarre del cable que se empeña en escapárseme de las manos, y me voy alejando de la nave espacial.

Después: nada.

8

RECUPERO la consciencia por un peso que me aplasta contra el sofá. Abro los ojos. Intento tomar aire. Tengo la boca y la nariz llena de fina arena y mortero, y los pulmones aprisionados por dos tensos hilos de acero. La lengua y el paladar se pegan la una al otro.

Me dan arcadas. No sale nada. Sólo ruidos secos como de un soldado agonizante.

—Agua —gorgoteo—, agua, agua, agua.

Pero o bien no me entienden, o bien no les importa.

Tengo la boca abierta de par en par. Así me resulta más fácil respirar.

Oscuridad. Luz. Oscuridad…

9

LA OSCURIDAD se astilla en ruidos.

Voces.

Intento abrir los ojos.

El árabe habla por el teléfono móvil. Grita.

Furioso.

Encerrado.

10

ME HAN enrollado una toalla blanca en torno a la rotura de la pierna.

Y lo han tensado con una percha.

Me da vueltas la cabeza. Por un instante, veo que la toalla está empapada de sangre.

«Rotura abierta», —pienso. Justo después vuelvo a mirar la toalla. Ahora está blanca. No hay ni rastro de sangre.

«Me lo habré imaginado», —pienso aliviado, y me vuelvo a desmayar.

11

—¡SE VA a morir! —grita el árabe.

Abro los ojos.

El árabe está hablando por el móvil y me está mirando.

—¿«Se va a morir»?

Sus palabras —en árabe— me dan vueltas por la cabeza. No entiendo lo que dice. No sé árabe. ¿«Se va a morir»? Tengo que haberlo soñado.

Uno no se puede morir por haberse roto una pierna, ¿no?

Agua.

Water. Please.

Por favor.

Agua.

Pero no me dan nada.

12

DESDE el exterior, el ruido de las sirenas me llega desde otra realidad.

Botas corriendo contra los adoquines. Sonidos de aviso electrónicos. Los gruñidos de los perros de la policía. Órdenes contundentes.

Water. Please.

Shut up! You just shut up!