LA BIBLIA DE SATÁN

1

EL CLUB de caballeros de Luigi se encuentra tras unas puertas de caoba en la tercera planta de un respetable edificio de la Via Condotti, muy cerca de la escalinata de España, en un barrio que parece pensar que aún sigue en el pasado, aunque no acaba de decidirse por el estilo de época que quiere tener. Uno de los hermanos de la logia, o un lacayo, la verdad es que no acabo de distinguirlos, nos ha dejado pasar y luego ha desaparecido. Veinte o treinta hombres con trajes oscuros están congregados en el salón. La mayoría bebe coñac. El humo de los cigarros es tan denso que me lloran los ojos.

—¡Bjørn! ¡Stuart!

Luigi surge de un círculo de caballeros, deja su copa de coñac sobre el estante de un espejo y el puro en un cenicero, y aplaude enérgicamente con las manos.

—Caballeros —grita—, permítanme presentarles a Bjørn Beltø. Todos sabéis cómo actuó para salvar el cofre de los secretos sagrados.

Aplausos sueltos.

—Y Stuart Dunhill. ¡El arqueólogo que demostró la visita de los vikingos a Tebas!

Stuart hace una leve reverencia.

Luigi nos va presentando a los hermanos de la logia mientras nosotros estrechamos la mano de todos y cada uno de ellos. Uno de los miembros de la asociación bibliófila es Tomaso, del archivo secreto del Vaticano. Otro es el propietario de la mayor cadena de librerías de Italia. Varios tienen librerías de viejo, como Luigi, y otros son bibliotecarios, aunque también hay varios escritores y un editor de Bombiani, además de un puñado de hombres cuya ocupación se mantiene bajo un velo de discreción. Los nombres que me susurran se evaporan inmediatamente de mi miserable memoria.

Uno de los hombres me estrecha la mano durante más tiempo de lo habitual.

—Bjørn Beltø… Así que eres tú.

Debe de tener unos sesenta o setenta años. Aún es un hombre guapo: alto, de rasgos limpios, y el pelo largo y peinado hacia atrás.

En el momento en que me suelta la mano, me la coge un hombre gordo sin pelo que murmura que es mi ammiratore.

—En una carta a mis hermanos me he permitido mencionar la misión que os traéis entre manos —dice Luigi—, y estoy orgulloso de que nuestra humilde red haya encontrado algo que os pueda ayudar a seguir. Y esperamos —añade— que a cambio vosotros también nos podáis ayudar.

Su voz ha adquirido un tono ceremonioso. El grupo de caballeros canosos y elegantemente vestidos brindan por sí mismos.

—Permitidme que os presente al club. Tú, y todos los que conocen la existencia de nuestra exclusiva hermandad, sabéis que somos un club de caballeros bibliófilos. Cosa que somos, naturalmente. Pero el club se fundó en 1922 con un objetivo especial y oculto.

—¿Oculto?

—Creo que la mayoría de la gente lo consideraría así.

—¿Por qué?

Luigi alza su copa de coñac.

—Te lo diré sin ambages: estamos buscando la Biblia perdida de Satán.

Se hace tal silencio en la sala que los lejanos sonidos de la ciudad penetran a través de las ventanas. Una cuña de angustia se abre paso en mi pecho.

—¿Sois satanistas?

La habitación entera explota en una carcajada.

Luigi me da unas palmaditas en el hombro.

—No, no, no, amigo mío. No somos satanistas. No adoramos a Satán. Nuestro interés es puramente académico. Nos interesa el papel y la función de Satán en la Biblia y en la mitología cristiana y judía.

—¿El papel de Satán?

—Sabemos que existe una Biblia perdida (aunque sería más preciso decir una colección de textos) que procede de la era precristiana. Estos manuscritos cuentan la historia de la vida y la visión del diablo, formulada por sus seguidores, del mismo modo que la Biblia habla de la vida y leyes de los profetas y Jesús.

—Caramba.

—La razón por la cual te desvelamos nuestro secreto es que creemos y esperamos que el manuscrito que tienes en tu poder sea la Biblia de Satán.

Rumio el nombre. La Biblia de Satán suena a una maldición pagana.

—¿Cómo se os ha ocurrido tal cosa?

—Deducciones, suposiciones, adivinanzas. Una versión de la Biblia satánica se trasladó quinientos años antes de Cristo desde Mesopotamia a Egipto, donde acompañó a un hombre santo a la tumba. Este puede haber sido el manuscrito que se llevaron tus antepasados los vikingos.

—¿Y entonces la momia es el mismísimo diablo?

De nuevo una oleada de alegre risa recorre la sala.

—¿Qué os hace creer que estos escritos satánicos estaban en la cámara mortuoria de la secta de Amón Ra? —pregunto.

—Lo que me hizo pensar en ello fueron los tres símbolos que mencionaste: ankh, ty y cruz. Recordé que ya me había topado con esa combinación de signos en una ocasión, pero no recordaba dónde ni cuándo. Así que pregunté a mis hermanos.

Uno de los hombres de más edad, Marcello Castiglione, da un paso hacia el exterior del círculo de caballeros y se saca un papel del bolsillo de la chaqueta.

—Esta es una copia fotostática de un diario que escribió Bartolomé Colón, el hermano de Cristóbal, durante un viaje al mar del Caribe —dice Marcello Castiglione en un inglés burdo, pero preciso.

Me pasa la hoja, que está escrita con una cuidada caligrafía llena de lazos y adornos.

—No creo que entiendas gran cosa de lo que pone, pero me gustaría dirigir tu atención hacia esto… —me dice señalando más o menos la mitad de la hoja.

—¿Cómo? —pregunto.

Por sus sonrisas deduzco que se están divirtiendo a costa de mi asombro boquiabierto.

—¿Dices que esto lo escribió el hermano de Cristóbal Colón?

Marcello Castiglione asiente con solemnidad.

—¡Increíble! —exclama Stuart—. ¡Esto es completamente nuevo! ¡Bartolomé Colón!

—¿Por qué dibujó Colón estos símbolos?

—Nadie lo sabe —responde Luigi—. Denominaba esta combinación de signos el «Símbolo de los custodios».

—Bartolomé Colón hace referencia en su diario a una carta sellada que se le pidió que trajera de vuelta a Europa —dice Marcello Castiglione—. No dice ni una palabra sobre quién le entregó la carta en una isla caribeña recién descubierta, pero sí desvela a quién va dirigido el sobre.

Hace una pausa teatral:

—«Arzobispo Erik Valkendorf de Nidaros en el reino de Noruega».

Reprimo un respingo.

—Por otras fuentes —dice Luigi—, sabemos que Colón efectivamente trajo consigo la carta hasta Europa, primero a Lisboa y al Vale do Paraíso, en Portugal, y más tarde a España. Le entregó la carta a un obispo español que no estaba demasiado interesado en jugar a los carteros, ni siquiera por un colega arzobispo noruego. El desconfiado obispo debió de romper el sello y abrir la carta y, asustado por el contenido, probablemente se la entregó a un representante de la Inquisición española, que estaba bajo el control del rey y no del Vaticano. A pesar de ello, la carta se menciona en el archivo del Vaticano en 1503, es decir, bajo el papa Julio II. Cincuenta años más tarde, la inquisición del Papa llevaba el nombre de «La Santa Congregación Universal y Romana de la Inquisición». Esta congregación de curas letrados clasificó la carta como un escrito de magia secreta, un escrito de brujería y, por tanto, herético.

—La Inquisición, en una forma más suave y piadosa, sigue existiendo en el día de hoy —añade Tomaso—. Ahora lleva el nombre de «Congregación para la Doctrina de la Fe» y forma parte de la administración central de la Iglesia católica.

—Nos preguntamos —dice Marcello Castiglione—, qué pondría en la carta como para que no sólo asustara al obispo y lo disuadiera de entregársela a su justo destinatario, sino para que llegara incluso hasta la Inquisición.

—¿Existe la carta?

—Sí. O no. Es decir: quizá. Pero no sabemos dónde está —concede Luigi.

—Al parecer fue robada del archivo del Vaticano entre 1820 y 1825 —explica Marcello Castiglione.

—Las sospechas recayeron sobre un rico teólogo judío asentado en Praga —dice Luigi—. Había dedicado su vida a reunir escritos religiosos y estaba fascinado por el material acerca de Satán. Sospechamos que sobornó a un funcionario del archivo del Vaticano para que robara precisamente este documento. Aunque resulta incomprensible por qué un documento del Caribe del siglo XVI, aparentemente incomprensible y dirigido a un arzobispo noruego, le interesaba a un coleccionista que estaba especializado en manuscritos y documentos de Oriente Próximo.

—¿Qué pasó con su colección?

—Antes de que muriera en 1842, lo donó todo (cuatro mil seiscientas cartas, documentos y manuscritos) a una fundación administrada por su hijo Jakob. En 1934 todo fue confiscado por el famoso industrial nazi Maximilian von Lewinski. Pero nadie sabe qué pasó después con la colección. Muchos temen que se perdiera cuando la residencia de Lewinski en Dresde fue bombardeada y dejada en ruinas en 1945.

—La Biblia de Satán… —murmuro, aún sin comprender.

Marcello Castiglione adopta la postura de un cura que habla con una congregación de escépticos.

—Las diferentes líneas de fe tienen concepciones bastante distintas de Satán. El nombre Satán es hebreo y significa «opositor» o «acusador». Satán era el apreciado arcángel a quien Dios expulsó del cielo, el ángel caído Lucifer.

—No es más que una herramienta de Jesús —dice Luigi—, como lo fue Judas. Algunos consideran al demonio como el representante simbólico de la maldad. Para otros es una figura física y animal con cuernos y garras.

—Algunos, como los judíos, creen que se rodea de abundantes demonios —dice Marcello Castiglione. Su voz y su entonación levemente tentadora me hacen pensar en la de un predicador de alguna capilla rural—. Los judíos tienen dos clases de demonios: los peludos y del tipo del sátiro, los se’irimer; y los del tipo serpiente, los shedimer. En la tradición cristiana los demonios no son tan físicos. Normalmente se piensa en ellos como malos espíritus. En el siglo XVI, Johann Weyer (el escritor del catálogo de demonios: «Pseudomonarchia Daemonum») calculó que el número de demonios en el infierno era de 7 405 926, y estaban repartidos en 1111 legiones, cada una de ellas con 6666 miembros.

Luigi vuelve a tomar la palabra:

—El jefe de todos los demonios, Satán, siempre ha sido una figura muy controvertida. ¿Quién es, en realidad? Satán no ocupa un lugar central en la Biblia. Los mormones, en cambio, en su libro sagrado Perla de gran precio, reproducen un encuentro entre Moisés, Dios y Satán. Según los mormones, este capítulo, en su momento, formó parte de la Biblia.

—Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, Satán no es más que una herramienta del Señor para poner a prueba a los seres humanos —dice Marcello Castiglione.

—Cuando en 1947 aparecieron versiones desconocidas del primero y del segundo libro de Moisés entre los manuscritos del mar Muerto, los teólogos leyeron que «El día que el Señor cree la luz, creará también ángeles claros y oscuros» —dice Luigi.

—¿Lo entiendes? —pregunta Marcello Castiglione—. Dios creó a los ángeles de la maldad. Ve tú a saber por qué.

—Nuestra concepción de Satán ha ido variando con nuestra imagen de Dios… En el Antiguo Testamento de los judíos, Dios era severo y castigador —dice Luigi—. En el tiempo que transcurrió hasta el nacimiento de Jesús, esta imagen de Dios cambió. Dios se hizo piadoso. Muchos opinan que el Dios que aparece en el Nuevo Testamento es más suave. El perdón y la tolerancia tienen más cabida.

—Al mismo tiempo se transformó la imagen que tenía la gente de Satán —continúa Marcello Castiglione—. Se convirtió en un antidios, exactamente lo contrario del Señor.

—Pero, aun así, Satán no gobernaba ningún reino propio —dice Luigi—. El infierno no es de Satán. En la Biblia se dice que Satán y sus ángeles fueron enviados a este mar de llamas cuando fueron expulsados del cielo. Así que el infierno existía antes de Satán. Sólo más tarde se le metió a la gente en la cabeza que Satán gobernaba sobre el infierno.

—Y nuestra imagen de Satán, como una criatura medio animal con cuernos y garras, no procede de la Biblia —dice Marcello Castiglione—. Se creó en la Edad Media.

—¿Por qué?

—¡Porque nadie le temía! —Marcello Castiglione se echa a reír—. Satán no asustaba a nadie. Y la Iglesia necesitaba un demonio horrendo para manejar a las masas. Aún siguen necesitando algún espantoso monstruo.

—Uno de quienes contribuyeron en la campaña fue un monje del monasterio de Saint-Germain, situado junto a Auxerre, en Francia —dice Luigi—. En el siglo XI, Rodulfus Glaber describió a Satán como un hombre pequeño de cara atormentada, con una protuberancia por boca, perilla de chivo y orejas puntiagudas y peludas. Tenía los dientes como los colmillos de un perro, la cabeza afilada y joroba.

—Empezaron a surgir un montón de testigos —cuenta Marcello Castiglione—. El aspecto de Satán se fue volviendo cada vez más animal y menos humano. Le pusieron cuernos, pezuñas y alas… Por cierto, ¿sabes por qué los ángeles tienen alas?… Los artistas les pusieron alas para explicar a la gente cómo bajaban desde el cielo a la tierra.

—¡Imagínate que realmente encontráramos la Biblia de Satán! —dice Luigi con la mirada soñadora—. Imagínate que el relato sobre Lucifer mostrara la verdadera esencia del demonio. El arcángel que se atrevió a cuestionar el modo en que trataba Dios a los hombres. El ángel que se sublevó contra Dios.

—¿Por qué pensáis que es precisamente esa «Biblia»… la que encontramos en Islandia?

—Deducción —dice Marcello Castiglione.

—Y un signo matemático —añade Luigi.

—¿Matemático?

—El modo en que Colón colocó los tres signos, ankh, ty y cruz, en un esquema de nueve signos, no fue casual.

En una hoja, Marcello escribe:

Ankh - Ty - Cruz.

Ty - Cruz - Ankh.

Cruz - Ankh - Ty.

—Sustituimos cada símbolo con un valor numérico —dice Marcello Castiglione—. El número 1 representa la unidad divina en varias de las religiones del mundo. El número 2 representa la dualidad de la existencia. Hombre y mujer. Yin y Yang. Vida y muerte. Y el número 3 tiene tantas dimensiones religiosas (todo desde la Trinidad hasta los tres Reyes Magos que le entregaron regalos a Jesús) que no podemos nombrarlas todas. 1, 2 y 3 son nuestros números fundamentales. Y luego hacemos lo siguiente: transformamos la combinación de símbolos de Bartolomé en una combinación de números. Ankh es 1, ty equivale a 2 y la cruz equivale a 3. Luego, en lugar de escribirlo con números, lo escribimos todo con palabras.

1 2 3

2 3 1

3 1 2

—¿Debo deducir de estos números una conexión con Satán? —pregunto.

—¡Deduce! —dice Marcello Castiglione—. En la Biblia encontramos la relación en el manuscrito original griego del Apocalipsis. En forma numérica se mencionaba como, en forma escrita, o en letras latinas: hexakoisoi hexékonta hex.

—¿Cómo? ¿Y en nuestros números occidentales?

—Querrás decir nuestros números árabes —se ríe Luigi—. Muy sencillo. ¡Súmalos!

Marcello Castiglione vuelve a dibujar el esquema:

1 2 3 = 6

2 3 1 = 6

3 1 2 = 6

6 6 6

—¡666! —exclamo—. ¡El número de la bestia!

—En horizontal y en vertical —dice Marcello Castiglione.

—Incluso en números romanos se trata de un número mágico —dice Luigi, y se lo escribe en la palma de la mano.

DCLXVI (666)

—Si usas cada uno de los signos de las series de números romanos entre 1 y 500 una vez te sale:

IVXLCD

»Que, si te fijas, es DCLXVI al revés.

—666. El número de la bestia del Apocalipsis —dice Marcello Castiglione.

—El número que representa al Anticristo —dice Luigi.

«Y una parte de las indicaciones ocultas en el códice de Snorre de Islandia», —pienso para mí mismo, pero no lo digo.

Es ya noche cerrada cuando salimos del club de caballeros y volvemos al hotel caminando en silencio.

Cuando por fin me duermo, me atormenta un terrorífico sueño del que no recuerdo nada al día siguiente. Las sábanas están empapadas en sudor.

2

CUANDO me he duchado y afeitado, llamo a Thrainn y le pregunto si hay algo en el texto que indique que lo que están traduciendo sus colegas pueda ser —vacilo y carraspeo—, la Biblia de Satán.

—¿La Biblia de Satán? —repite Thrainn con una risotada. Tras una larga pausa, como si me quisiera dar la oportunidad de contarle que estoy bromeando, responde—: Para decirte la verdad, no tenía la menor idea de que existiera una Biblia de Satán.

—Es una hipótesis…

—En todo caso, nada indica que el manuscrito contenga algo diabólico. —Se ríe brevemente—. Pero queda aún mucho trabajo. No podemos excluir nada hasta que el manuscrito esté íntegramente traducido.

Después salgo a pasear por la mañana romana, silbando una melodía de Les Misérables. Bajo la leve llovizna, las aceras brillan como plata y la ciudad, pausada, aún mantiene el calor de los lechos.

Ayer por la noche, antes de que saliéramos del club de caballeros, Luigi me pidió que pasara por su librería de camino al Vaticano. Quería decirme algo, con total discreción.

Stuart se ha ido ya al archivo no-tan-secreto del Vaticano. Sus maneras de caballero británico, prudente y ligeramente bebido, han sido sustituidas por un entusiasmo despierto e inquieto. Sabe que dentro de poco seremos capaces de documentar la expedición de los vikingos a Egipto y que podrá escribir un sólido artículo comprobable a posteriori y publicarlo en una revista científica. «Mihi vindica, ego retribuam», dicit Dominus. («La venganza me pertenece», dice el Señor). Pero no creo que Stuart tenga nada en contra de machacar a sus detractores, en nombre de sí mismo y del Señor.

3

LAS CAMPANAS tañen alegremente cuando llego a la librería.

—¡Un momento, un momento!

Luigi aparece apresuradamente y me da la bienvenida con un fuerte apretón de manos:

—¡Ven, amigo mío, ven! —Cierra la puerta y me invita a subir al segundo piso—. Anoche fue un placer. Espero que no te asustáramos.

El delicado dueto «Je crois entendre encore» de la ópera Los pescadores de perlas de Bizet suena en los altavoces. Se sienta en el sofá y se reclina con un suspiro de satisfacción.

—Hermoso, ¿verdad? —Pasa un rato hasta que caigo en la cuenta de que se refiere al dueto de la ópera. Su ojo sano se humedece—: Sólo la música y las mujeres pueden proporcionarte semejante bienestar.

Me imagino a las mujeres a las que Luigi puede atraer.

—¿Querías enseñarme algo? —pregunto.

Se vuelve hacia mí y tengo la sensación de que me mira intensamente con su ojo ciego.

—La última vez que hablamos preguntaste por el interés del jeque Ibrahim por Asim —dice como introducción—. He estado haciendo algunas averiguaciones. Al parecer, uno de los colaboradores de confianza del Vaticano vendió documentos originales y copias durante la guerra. Probablemente el desleal servidor tenía la esperanza de ganar una pequeña fortuna, pero naturalmente lo cogieron y gran parte del material fue localizado y retornado al archivo. Sin embargo, copias no autorizadas del material siguieron circulando por los ambientes de coleccionistas e investigadores, y, con el paso del tiempo, estos documentos (o copias, para ser más precisos) se fueron compilando en una colección a la que se le dio el nombre de Papeles del Vaticano. La colección consistía en copias de ciertos fragmentos de textos de los Evangelios, algunos escritos gnósticos controvertidos y varias bulas papales sobre el dogma de fe, además de algunas colecciones de textos egipcios, sobre todo coptos, que probablemente incluían algunos de los documentos de Asim. Los Papeles del Vaticano adquirieron rápidamente un cierto renombre mítico entre los coleccionistas. La colección desapareció en los años cincuenta, pero volvió a aparecer en una subasta ilegal en Buenos Aires, en 1974, tres años antes de que tu amigo Stuart hiciera su llamativo descubrimiento en Egipto. Toda la colección se vendió por millón y medio de dólares. ¿Te imaginas quién fue el comprador?

—¿El jeque?

—Exacto. El jeque Ibrahim.

—¡Te lo agradezco, Luigi! —Me levanto para irme. Estoy impaciente por continuar la búsqueda en el archivo del Vaticano. Lo cierto es que la información sobre el jeque no ha sido una sorpresa.

—Pero hay más… —Luigi modera la voz—: Tras la reunión de ayer en el club, uno de los invitados me retuvo. Me confesó que tiene en su poder un fragmento de un documento, considerablemente deteriorado, pero en el que se pueden distinguir dos de los símbolos (ankh y ty) junto a un borde desgarrado. No sabe de qué trata el documento. Es un fragmento de una colección de textos que requisaron en Groenlandia unos emisarios del Vaticano en torno a 1450, y él lo compró en una subasta ilegal en Santiago, en 1987.

—¿Groenlandia?

—Groenlandia.

Luigi se acerca a una librería y coge una versión del «De Principatibus» de Nicolò di Bernando dei Machiavelli, de 1532. Ha escondido el fragmento del documento en medio del libro.

—Mi contacto se pregunta si podrías estar interesado en comprarlo.

Tenía razón al decir que el fragmento está considerablemente estropeado, pero eso no me impide ver claramente un ankh y una ty. El papel está roto por donde debería estar la cruz.

—Se lo conoce como el fragmento Skálholt —dice Luigi.

El texto está escrito en antiguo nórdico y es perfectamente legible. Es una lista de los regalos que el obispo de Skálholt envió a la iglesia noruega en 1250.

—¿Cómo acabó esto en Groenlandia?

—No lo sabemos.

—Del fragmento se deduce que uno de los regalos del obispo eran dos tallas de madera. Un tallista islandés había tallado las dos figuras por encargo de Thordur kakali, el sobrino de Snorre.

En la lista se habla de las tallas como si se trataran de la de san Lorenzo Tomás y de la de san Lorenzo Dídimo.

Un escalofrío me recorre el cuerpo.

Tomás era uno de los doce discípulos de Jesús. Se le conocía con el nombre de Judas Tomás Dídimo.

En arameo Tomás significa «gemelo», del mismo modo que Dídimo significa «gemelo» en griego.

Estoy sin habla.

¡Se hicieron dos tallas de san Lorenzo! En algún lugar hay una copia exacta del san Lorenzo de Ringebu. Todo quedó camuflado en los anales por el hecho de que a san Lorenzo se le dio el nombre de Tomás, ¡gemelo! El texto oculto bajo la pintura de la Biblia decía:

Del mismo modo que María llevó a Jesús en su seno, el vientre alberga el cofre. ¡Loado sea Tomás!

La última línea era un astuto mensaje para los custodios que indicaba que el cofre se ocultaba en el vientre del gemelo de la estatua.

—Mi contacto sugiere veinticinco mil euros —dice Luigi.

Mis pensamientos están en otra parte. Luigi malinterpreta mi silencio.

—Lo siento. Es la exigencia del vendedor. En nuestro gremio no somos investigadores ni idealistas que se ayudan los unos a los otros. Nosotros somos hombres de negocios. Mi colega piensa que tú, o aquel para quien trabajas, puede estar dispuesto a pagar ese precio. —Vacila—. Si no te interesa, le ofrecerá el documento al jeque Ibrahim.

Al ver mi mirada de asombro, añade:

—Lo siento, negocios son negocios.

No le desvelo que ya he leído e interpretado el texto. Pero le digo la verdad, que veinticinco mil euros es tanto dinero que quiero dar una vuelta a la manzana para hablarlo con mi jefe.

Luigi se enciende un grueso puro, como si ya estuviera celebrando la venta.

4

ABRO la puerta de la tienda, plingelingeling, salgo al callejón y bajo a la Via del Governo Vecchio, donde encuentro una cabina de teléfonos. Primero llamo a Øyvind y le cuento apresuradamente las últimas noticias. Le pido que busque el doble de san Lorenzo:

—¡Busca por todas partes! ¡Iglesias, museos, palacios, granjas señoriales!

Luego marco el número del móvil del profesor Llyleworth. Lo coge después de tres tonos. Oigo que se disculpa y abandona una reunión.

—¡Bjørn! ¿Qué está pasando? ¿Por qué desapareciste del Instituto Schimmer? ¿Y qué narices haces en Egipto? Casi no entendí una palabra de lo que dijiste la última vez que llamaste.

—Estoy en Roma.

Le repito todo lo que intenté comunicarle a través de la cacofonía de ruidos de Luxor: que huimos del Instituto Schimmer cuando la SIS llamó a Stuart y le advirtió sobre los hombres del jeque Ibrahim, que viajamos a través del desierto hasta Egipto y que continuamos hasta Roma.

Pausa.

—¿Profesor?

—¿Está Stuart ahora contigo?

Hay algo en su voz.

—Está en el Vaticano buscando en los archivos. Yo estoy visitando a un librero de viejo que quiere veinticinco mil euros por un fragmento de un texto que dice que san Lorenzo tiene un doble, un gemelo. ¿Te parece…?

—Bjørn, escúchame. ¡Escúchame bien!

—¿Sí?

—La SIS no llamó a Stuart Dunhill.

Un autobús pasa traqueteando rodeado de una nube de diesel negro.

—Nunca hemos advertido a Stuart de que el jeque Ibrahim hubiera mandado hombres al Instituto Schimmer.

—Pero…

—Todo esto es nuevo para nosotros. No tenemos noticia de ningún movimiento del jeque o de sus hombres.

—Tal vez fue alguien…

—Diane y yo somos los únicos que tenemos contacto con Stuart. Nadie más. Y si Diane le hubiera llamado, me lo habría dicho.

Siento un escalofrío. Un viandante me da un empujón con un gruñido de irritación.

—¿Bjørn? ¿Sigues ahí?

—Sí.

—¿Estás oyendo lo que te digo?

—Pero…

—¡Ni Diane ni yo hemos llamado a Stuart Dunhill!

—¿Por qué me ha mentido?

El profesor Llyleworth suspira.

—Tendríamos que habértelo advertido. Algunas personas en el Instituto Schimmer han tenido la sospecha de que Stuart Dunhill puede haber colaborado con el jeque Ibrahim.

—¡Por Dios!

—La SIS nunca ha hecho caso de esos rumores. No fue nunca una sospecha fundada. No tenían pruebas contra él. ¡Ninguna! En el fondo no era más que una vaga sensación de que algo en él no encajaba. La SIS decidió apoyarlo. Pensamos que los rumores no eran más que reminiscencias de las habladurías de los setenta…

—… Y me enviasteis a sus brazos.

—Bjørn. Si hubiéramos sabido… —Se interrumpe—. Tienes que salir de Roma. Tan rápido como puedas. Si Stuart está colaborando con el jeque, puedes estar seguro de que Hassan y los demás merodean por ahí. En algún sitio. Aunque no los veas.

—Están aquí. Sé que están aquí.

—¡Sal de ahí!

—¿Por qué me dejan actuar por mi cuenta? ¿Por qué simula Stuart colaborar conmigo?

—Porque te están utilizando. Stuart debe de haberse ganado tu confianza para enterarse de todo lo que averigües. Él y el jeque te están utilizando. ¡Sal de ahí, Bjørn! Seguro que los aeropuertos de Roma están vigilados. Coge el tren de alta velocidad para Milán y sal de ahí en avión.

—… El fragmento del texto. Veinticinco mil euros. ¿Qué hago?

—¡Cómpralo! ¡Y lárgate de Roma! ¿Me oyes?