EL LIBRERO DE VIEJO
Italia
1
A TIRO de piedra de las aglomeraciones de turistas de Piazza Navona, en un estrecho callejón empedrado que sale de la adormilada calle aledaña de una arteria principal llena de tráfico, entre un taller de marcos y un modista, se encuentra una tienda de libros antiguos que, según el cartel que cuelga sobre la ventana, se llama simple y llanamente Libros de viejo y ocasión. El mapa de Roma indica erróneamente que el callejón, que gira tanto que no se puede ver de un extremo al otro, es una calle sin salida. En realidad la población local utiliza el pasaje como atajo para llegar a la Via del Governo Vecchio, mientras que los turistas despistados piensan que se han adentrado en el pasado. Las tiendas del recóndito callejón tienen aspecto de no haber recibido apenas visitas desde los tiempos del emperador Nerón y da la impresión de que, de algún modo extraño, se ha detenido el tiempo. Los polvorientos libros que están expuestos en el escaparate de la tienda son best sellers del pasado, olvidados hace ya mucho tiempo. Por la noche, con la corriente del aire acondicionado, las páginas de piel de los fantasmagóricos libros se mueven. Frente a la puerta de entrada, en la que, sobre una hoja amarillenta, los horarios de apertura aparecen escritos con una caligrafía elaborada y una tinta empalidecida, se hallan los tristes restos de una bicicleta negra de caballero, amarrados a un pedazo de tubería.
Stuart Dunhill se recoloca la gabardina.
—¿Entramos?
Durante el camino desde el hotel me ha hablado del hombre al que vamos a ver. Luigi Fiacchini es una leyenda en el mercado negro de libros antiguos. Conoce a todo el que desempeña algún papel en el gremio: libreros, bibliotecarios, editores y coleccionistas. Se codea con los honrados y decentes, al igual que con los timadores: bibliófilos y bibliófilas de Milán y Florencia, Viena y París, Hamburgo y Londres, San Petersburgo y Moscú, Oslo y Estocolmo, Copenhague, Helsinki y Reikiavik, Nueva York y San Francisco, Hong Kong y Singapur, Buenos Aires, Santiago y Río de Janeiro, Sidney y Ciudad del Cabo. Desde su base en Roma, Luigi Fiacchini ha mediado en la venta de varios de los libros y colecciones de libros más caros del mundo. Fue el intermediario cuando el Opus Dei compró una copia del siglo V del Evangelio según San Lucas y los rumores dicen que fue Luigi quien localizó el manuscrito de la obra perdida «Love’s Labour’s Won» escrito por Shakespeare y por el que se dice que un coleccionista de los Emiratos desembolsó cincuenta millones de dólares. Fue también responsable de la venta, por 2.8 millones de libras, de las cuarenta primeras ediciones existentes de las obras completas de Shakespeare, impresas siete años después de la muerte del maestro. Stuart ha oído decir también que Luigi estaba implicado en la subasta que Sotherby’s de Londres realizó del primer atlas impreso del mundo, un documento de 1477 basado en los trabajos del siglo II del geógrafo Claudio Ptolomeo y por el que se pagaron 26 y medio millones de coronas noruegas.
Al entrar nos cruzamos con un hombre. Nuestras miradas se encuentran durante la décima parte de un segundo y tengo la sensación de haberlo visto antes en alguna parte; sin embargo, nada indica que él me reconozca, y lo olvido en el momento en que la estridente campanilla de la puerta anuncia nuestra llegada.
La humilde fachada de la tienda de libros antiguos —un escaparate y una puerta— me ha hecho creer que se trataba de un local diminuto, pero la tienda es enorme. Primero se entra a una estrecha sección con un mostrador y una anticuada caja registradora, y las paredes cubiertas de libros de arriba abajo. Más hacia el interior, la tienda se amplía: parece una biblioteca. Miles de libros colman el laberinto de estantes, mostradores, baúles, mesas y estanterías. El aire está saturado del extraño olor a libros: papel y polvo de papel, encuadernación, cola y una pizca del sudor de los protagonistas que libran sus batallas entre las cubiertas del libro.
Stuart me da un codazo.
Me he imaginado a Luigi Fiacchini como un aristócrata italiano, alto y distinguido, con el pelo canoso y sabiduría en la mirada. La criatura que vemos ahí, nos da la espalda.
—Un momento, un momento. —Murmura mientras coloca unos libros, se gira con una serie de movimientos espasmódicos para ver quién ha venido a interrumpirlo, es bajo y de espalda encorvada, tiene poco pelo y unos ojos turbios que miran en direcciones distintas. Lo único que le falta es una joroba, una piel con escamas y una lengua muy larga.
—¡Stuart! —exclama.
—¡Luigi! —responde Stuart.
Se estrechan las manos con tal intensidad que da la impresión de que ambos están poniendo todo su empeño en reprimir su deseo de abrazarse.
Stuart me presenta. Luigi me contempla con la curiosidad ilimitada que sólo se puede permitir una criatura deforme que se encuentra con otra.
—Mister Beltø! Causaste bastante revuelo en mis círculos cuando confiscaste el cofre de los secretos sagrados. Es una pena que no sacaras el cofre al mercado. ¡Te habrías hecho multimillonario!
Su risa suena al viento que agita las páginas de los libros, como si la risa fuera un efecto auditivo y no la manifestación de la alegría del ánimo.
Es mucho más bajo que yo y tiene uno de los ojos cubierto por una película gris.
—Estoy ciego del ojo izquierdo. Pero, al igual que el troll, ¡tanto mejor veo con el otro!
Luigi se agarró de joven a un puro medio encendido que desde entonces se niega a soltar. Sostiene que, en línea oblicua, proviene de Leonardo da Vinci, pero a mí me parece que podría parecer el descendiente perdido de algún moro español que pasó un buen rato con una burra.
—Un momento, caballeros —nos dice, y tras salir disparado hacia la puerta, la cierra con llave y baja una cortina.
Con la pasión de un gran amante, nos muestra la tienda, que está organizada conforme a un patrón temático que no consigo captar del todo. Nos enseña ediciones raras: una versión de Le Avventure di Pinocchio con la firma del autor, Cario Collodi; una impresión ilustrada del siglo XVIII de La Divina Commedia de Dante Alighieri, una primera edición de Il Principe de Maquiavelo y unas pruebas de imprenta de 1979 de Il Nome della rosa de Umberto Eco, con las correcciones del autor.
Luigi extiende las manos y le pega una bocanada a su puro:
—Aquí tengo varios miles de los libros mejor escritos del mundo y todos y cada uno de ellos suplican ser releídos.
En la segunda planta, subiendo por unas escaleras de caracol que están bloqueadas por una fina cadena de hierro y un cartel donde pone «Riservato», está el apartamento de Luigi.
No se diferencia llamativamente de la tienda. Hay libros por todas partes. En medio de la habitación ha despejado un hueco para unos sofás de piel y una mesa baja con montones de periódicos y revistas italianas.
Saca un termo con café de la cocina.
—Como te he dicho por teléfono —le dice a Stuart mientras sirve el café—, las copias de los fragmentos de los manuscritos de Asim sobre el viaje al país del Norte han estado muy disputadas en el mercado de los coleccionistas desde el siglo XIX. No sabemos de dónde salen estas copias, pero algunas de ellas han acabado en el archivo del Vaticano. Las copias son fragmentos incompletos, pero parece evidente que todas proceden de un texto común que probablemente se haya perdido.
—¿Estás insinuando que todo lo que tienen en el Vaticano ya debe de estar en circulación? —inquiero.
—En absoluto. El archivo del Vaticano es infinito. Todo depende de cómo busques y de las referencias que te ayuden a seguir buscando. A pesar de que los investigadores y los coleccionistas han inspeccionado el archivo con todo detalle, ninguno ha sabido exactamente qué estaban buscando. Si se te pasa un solo documento, pierdes el hilo conductor que te conduciría hasta tu meta. Además, hasta ahora… —y vuelve a mirarme—, la información fragmentaria no había empezado a adquirir sentido.
—¿Qué podemos esperar encontrar?
—Uno de los fragmentos trata sobre un ataque al templo de Asim. Otro es una especie de carta de viaje que describe la navegación al fin del mundo.
—Puesto avanzado —corrige Stuart.
—Puesto avanzado, por supuesto. Ya en el siglo XII, el Vaticano consiguió ubicar este puesto avanzado (Noruega), pero el problema es que nadie sabía exactamente dónde en Noruega. —Me mira con una interrogación en los ojos y yo me encojo de hombros—. Otro problema ha sido identificar los documentos que realmente están vinculados con el asunto.
—La mayor parte de ellos parecen estar marcados. —Digo.
—¿Marcados? ¿Cómo?
—Con tres símbolos: un ankh egipcio, el signo rúnico ty y una cruz.
La mirada de Luigi se me pierde.
—Oh cazzo… —exclama. Luego vuelve a concentrarse—: Creo que alguien habría encontrado hace ya mucho tiempo la carta de viaje de Asim, si el manuscrito hubiera estado realmente alguna vez en los archivos del Vaticano.
—No necesitamos necesariamente una versión completa —dice Stuart—. Toda pista, por pequeña y breve que sea, puede sernos de gran ayuda.
—¿Y esperáis encontrarla en el «Archivum Secretum Apostolicum Vaticannum»? ¿En el archivo secreto del Vaticano?
—Si nos dejan entrar.
—El archivo no es tan secreto como hace creer su nombre. Algunos piensan que la palabra secretum hace referencia a «separado» y no a «secreto». Ya en 1881 se abrió el archivo a visitas restringidas. Es cierto que hay que solicitar permiso para entrar, pero hoy en día visitan el archivo unos mil quinientos investigadores al año.
—Una misión imposible. Tanto conseguir entrar como buscar algo.
—Bueno, no está tan claro. Varios de los archivistas pertenecen, digamos, a mi gremio bibliófilo. Me deben algunos favores. Voy a conseguiros un pase y un archivista con dedicación que sabe dónde están las cosas.
Agradecido, le estrecho la mano.
—No se puede decir que el llamativo hallazgo que hizo Stuart en 1977 contribuyera a calmar el interés por los manuscritos y los mapas de Asim —dice Luigi—. Pero con la arrogancia que los caracteriza, los círculos científicos dejaron el asunto en manos de ambientes más privados.
—Se refiere a coleccionistas ilegales —dice Stuart.
—¿Has dicho mapas? —pregunto interesado.
—Sí, ¿no sabías tú eso? Al parecer existe al menos un mapa. Asim lo envió a Egipto explicando dónde están escondidos la momia y los tesoros. Es posible que haya una versión en los archivos del Vaticano, eso no lo sé, pero en todo caso no ha ayudado mucho a ninguno de los cazadores de tesoros.
—¿Entonces también comercias con mapas?
—¡Desde luego que sí! Espera, espera.
Emocionado, sale corriendo por las escaleras de caracol y vuelve con las manos llenas de rollos de papel y portafolios que deja con cuidado sobre la mesa que tenemos delante.
—Muchas veces los mapas son tan valiosos como los documentos escritos a mano. ¡Se trata de la comprensión del mundo! Del honor de los grandes descubridores: Marco Polo, Cristóbal Colón, Vasco de Gama, Hudson, Nansen, Amundsen, Heyerdahl.
Despliega una hoja:
—Esta es una copia facsímil del mapamundi de Mercator de 1569. Podéis reconocer Escandinavia, el extremo Norte de Escocia, Islandia y partes de Groenlandia, pero mucho es pura fantasía. Mercator se basó en el testimonio que dejó un monje marinero que, en el siglo XIV, escribió un libro llamado Inventio Fortunata, que desgraciadamente se ha perdido. Vinland fue descrita por primera vez, en fuentes escritas conocidas, por el geógrafo e historiador Adam de Bremen en el libro Descriptio insularum Aquilonis, en torno al año 1075. Es decir, había pasado ya un buen tiempo desde que Leiv Eiríksson avistó Vinland. El mapa del papa Urbano, de 1367, insinúa que existen algunas grandes islas, la costa americana, muy al Oeste del océano Atlántico. El controvertido mapa de Vinland, Mappa Mundi, probablemente sea un mapa de América. El pergamino está datado como del siglo XV, pero los científicos no se ponen de acuerdo sobre la antigüedad de la tinta. En la colección de sir Thomas Philip hay un mapa de 1424 que muestra detalles de la costa Este de América, y en el que aparecen incluso Georgia y Florida.
—Lo que faltaba —jadeo—. ¡América! Será mejor que nos atengamos a nuestro propio continente.
—Como quieras.
Pruebo el café, que está fortísimo, y le pregunto a Luigi si no le preocupan los ladrones de tiendas.
—Al fin y al cabo —digo—, un ladrón reuniría aquí en la librería cosas más valiosas que si robara un banco.
—¡Cierto, cierto! —Luigi se acerca a la barandilla de las escaleras. En una talla de la columna hay un botón incrustado—. Tengo quince interruptores de estos esparcidos por la tienda. La alarma conecta directamente con la policía. Tardan un par de minutos en llegar. En los libros más valiosos he escondido sensores electrónicos que hacen saltar una alarma en caso de que el ladrón se acerque a la puerta. —Golpea el cristal que da al callejón—. Cristales blindados. No se rompen ni con un martillo. Si quieres atravesar esta ventana, necesitas explosivos.
—Por lo que tengo entendido —dice Stuart tentativamente—, has estado en contacto con el jeque Ibrahim, ¿no es así?
Luigi alza la mirada como un animal que percibe el peligro.
—Todo aquel que tenga cierto peso en el mundo internacional de los libros y manuscritos antiguos ha estado en contacto con el jeque Ibrahim.
—¿Lo conoces bien?
—Nadie que diga que conoce bien al jeque lo conoce.
—¿Le has comprado o vendido algo? —pregunto.
Luigi me estudia con su único ojo.
—En mi profesión la discreción es la clave del éxito. Desvelar algo sobre los clientes, ya sean vendedores o compradores, sería una indiscreción.
—Lo que queremos saber es por qué el jeque Ibrahim se ha interesado por el sumo sacerdote Asim y el tesoro que robaron los vikingos —dice Stuart—. ¿Es el propio tesoro lo que está buscando? ¿Es la momia? ¿O son los escritos que se guardaban en las vasijas?
—El jeque siempre ha estado interesado en los objetos antiguos y en los manuscritos.
—Pero ¿cómo ha llegado a conocer la historia sobre Olav el Santo y Snorre?
—Tal vez leyera el National Geographic en 1977…
—¿Nos puedes ayudar en alguna dirección? —pregunta Stuart.
—Lo investigaré un poco.
Stuart me guiña un ojo. Tengo la impresión de que, en el lenguaje de Luigi, «lo investigaré un poco» significa «lo averiguaré».
—No vayáis a pensar que os lo hago como favor —añade con intensidad, como si hubiera visto nuestras sonrisas de autocomplacencia y quisiera bajarnos un poco los humos.
—Por supuesto que no —dice Stuart—. No se me pasaría por lo cabeza pensar que no quieres nada a cambio.
—Amico —se ríe—. Tú me conoces. Mis motivos, y lo digo abiertamente, son exclusivamente egoístas. Me parece poco probable que la caza del tesoro del jeque Ibrahim sea una torpe acción de búsqueda de un estúpido documento escrito por unos monjes en el siglo XV. El jeque Ibrahim intuye grandes cantidades de dinero. Y si están en juego grandes cantidades de dinero, no tengo nada en contra de sumarme a la danza en torno a la vaca de oro.
2
LA SALA de lectura del Archivum Secretum Apostulicum Vaticannum es larga y estrecha, y tiene en el techo una bóveda decorada con frescos, como la de una iglesia. En medio de la habitación se encuentran las mesas de lectura, con espacio para dos o tres investigadores: hay tantas que abandono el intento de contarlas. La pared interior está cubierta por libros que se extienden por una altura de dos plantas.
Un recepcionista nos conduce a través de varias estancias y salas con las paredes cubiertas de paneles hasta la altura del pecho, pinturas en los techos y librerías de madera oscura. A nuestro alrededor, investigadores con pinta de pasar muchas noches en vela están sumergidos en las nubes del polvo local.
Tomaso Rossellini es un hombre pequeño y rechoncho. Sus ojos marrones nos miran con curiosidad tras unas gafas cuadradas de montura dorada. Nos espera delante de su despacho.
—¿Así que sois amigos de Luigi? —dice en tono conspiratorio mientras nos estrecha la mano. La insinuación de una sonrisa tira de la comisura de sus labios.
—¿Y quién no lo es? —responde Stuart animado provocando en Tomaso una risa completamente silenciosa. (Se tiene que pasar varías décadas trabajando de bibliotecario o archivista para perfeccionar una risa inaudible).
Probamos con algunas frases de cortesía sobre el lugar y le hacemos saber lo agradecidos que estamos por tomarse el tiempo de ayudarnos, pero nos detiene con un gesto de impaciencia:
—Luigi me ha dicho que estáis buscando documentos y cartas relacionados con cierto sumo sacerdote egipcio, Asim, del culto a Amón Ra, vinculado con el santo noruego Olav. ¿Me permitiríais, por mera curiosidad, preguntar por qué?
—Estamos intentando documentar que hubo contacto entre las antiguas culturas nórdicas y egipcia —se apresura a responder Stuart vagamente—. Creemos que la fe de åsa, la religión de los antiguos nórdicos, tiene tantas influencias de la enseñanza egipcia sobre los dioses, como de la mitología germánica y celta.
Tomaso nos mira mientras su disco duro emplea un nanosegundo o dos en elaborar, categorizar y archivar esta información. Probablemente no seamos los primeros investigadores que acudamos a él para demostrar una hipótesis imposible.
—He reunido una serie de referencias de archivo relacionadas con las personas, la temática y las materias vinculadas. Pero por causas naturales, ¡la falta de tiempo!, no he podido revisar personalmente el material. —Nos tiende tres hojas con referencias en letras y en números—. Las referencias más antiguas tienen novecientos cincuenta años, pero hay referencias cruzadas desde el siglo XII hasta principios del siglo XVI. —Nos explica qué cosas podremos localizar nosotros mismos y cuáles nos tendrán que ayudar a encontrar los archivistas. Las últimas son la gran mayoría—. Nuestro archivo abarca las colecciones de 264 papas desde el siglo V. Y no se trata sólo de material religioso, sino que se puede encontrar de todo, desde una carta de Miguel Ángel para recordar un pago, hasta las cartas de amor de Enrique VIII. Pero hay que saber lo que se busca. ¡El archivo es enorme! Las estanterías, que están repletas, ocuparían ochenta y cinco kilómetros en línea. Tengo que advertíroslo: sólo una pequeña parte de los textos están traducidos. En el mejor de los casos están traducidos al latín.
—Yo manejo el latín, el griego, el copto, el hebreo, el arameo y el italiano antiguo —dice Stuart. Ante nuestras asombradas miradas, replica—: Fue parte de mi formación básica.
3
TOMASO nos conduce a la sala de lectura y después nos acompaña al archivo. Gran parte del material se almacena en los sótanos, donde las filas de estanterías se pierden en el infinito. Después de que un conservador ha reunido diligentemente lo que le pedimos, nos llevamos de vuelta a la sala de lectura dos cajones de cartón con cajas, archivadores, protocolos y portafolios.
Luego nos acomodamos y empezamos la búsqueda.
Stuart y yo pasamos horas y horas encorvados sobre libros reventados y documentos a punto de desintegrarse, hojeando material que roza levemente el exterior del enigma.
En un texto encuentro una referencia cruzada a una carta dirigida al «maestre general Stephanus Scannabecchi», con las palabras clave de «Noruega» y «Dollstein». Stuart hojea una bula que lanzó el papa Anastasio IV, poco antes de su muerte en 1154, en la que se decidía que Nidaros sería la sede del arzobispado de Oslo, Hamar, Bergen, Stavanger, las islas Orcadas, las Hébridas, las Feroe y Groenlandia.
Encontramos numerosas referencias al Diplomatarium Norvegicum, una obra de veintidós volúmenes con más de veinte mil cartas del medioevo noruego, algunas de las cuales se remontan al siglo XI.
En el revoltijo de información, leo una carta de noviembre de 1354 donde el rey Magnus nombra a Pal Knutsson comandante de una expedición oficial para reforzar el cristianismo en Groenlandia. Luego, en un documento de 1450, aparece una referencia al «ataque a los bárbaros de Groenlandia» y a «algunos de los salvajes que consiguieron huir».
En una pila de escritos sobre san Magnus, descubro una bula del papa Celestino III, que en 1197 declaró santo a Ragnvald Orknøyjarl, duque de las islas Orcadas.
Más sorprendente es la referencia a un pergamino de 1131 donde el caballero Clemens de’Fieschi, en una carta al cardenal obispo Benedictus Secundus que a su vez se refiere a un informe previo, argumenta que el mismo Ragnvald debió de adelantársele y vaciar la gruta de tesoros.
¿Gruta? ¿Tesoros?
De’Fieschi propone en la carta que el Vaticano establezca una alianza con una rama de la familia de Ragnvald que es desleal y se opone al duque.
La información me estimula por varios motivos.
Ragnvald Orknøyjarl es el mismo cruzado que, según Adelheid, buscó un tesoro en la gruta de Dollstein.
¿Llegaría a encontrar el tesoro?
¿Qué papel desempeñó?
¿Fue él uno de los custodios que salvó la momia, los textos y los tesoros de las garras del Vaticano, o era un cazador de tesoros?
En 1137 —pocos años después de que visitara Dollstein—, Ragnvald puso en marcha la construcción de la catedral de San Magnus, en Kirkwall, en las islas Orcadas, para honrar a su tío Magnus, que había muerto martirizado. A principios del siglo XX, cuando la catedral se restauró, los obreros encontraron los esqueletos de Ragnvald y su tío Magnus escondidos dentro de los pilares del coro.
Según las crónicas, Ragnvald Orknøyjarl fue asesinado por sus propios parientes en 1158, en Caithness, Escocia, en una lucha por el poder. La carta de De’Fieschi insinúa que fue liquidado por unos traidores en nombre de una congregatio del Vaticano.
El asesinato de Ragnvald en 1158 me hace pensar en el destino de mi amigo el clérigo Magnus.
4
HORA y media más tarde, Stuart encuentra un documento que nos deja a ambos sin respiración.
En el documento, que lleva el sello partido de la comisión de cardenales y una cinta de seda hecha jirones, se dice abiertamente que el Vaticano está informado de que «bárbaros del país de la nieve» han hecho una incursión en Egipto y se han llevado «una momia sagrada, textos en papiro invalorables y grandes tesoros».
—¿Se puede decir con mayor claridad? —Stuart tiene lágrimas en los ojos. En estos momentos creo que la esperanza de ser rehabilitado es más importante para él que la cámara mortuoria y el saqueo vikingo.
Según el documento, dos emisarios egipcios —el califa al-Mustarshid y un sumo sacerdote sin nombre— habían acudido al Vaticano para presentar su caso. La visita coincidió con la traducción de la carta en copto del egipcio Asim, que en ese momento llevaba más de un siglo acumulando polvo en los archivos del Vaticano.
El mensaje de los egipcios y la carta copta debieron de impresionar al Papa. Ese mismo año se envió a Noruega una primera delegación, por orden del papa Inocencio II y bajo el mando de Clemens de’Fieschi.
Junto al documento encontramos una carta que se envió por mensajero al maestre general Scannabecchi del Vaticano —tiene que ser la carta de la que antes encontramos una referencia—; Clemens de’Fieschi, sin humildad alguna, firma su informe como «Escudero del Señor»:
Para su Alteza Serenísima
Maestre General Stephanus Scannabecchi
Santa Sede Curia Romana
Vaticano.
Mi señor:
El cardenal obispo Benedictus Secundus, en nombre del Santo Padre, me ordenó dirigir a un grupo de hombres letrados y armados que se encaminaban a Noruega, al Norte de la civilización, para intentar rastrear un manuscrito sagrado en papiro. Entre mis hombres había representantes del Vaticano, de la Orden del Temple, de la Orden de Malta y algunos hombres de confianza del califa de Egipto. El califa envió a sus hombres para que recobraran una momia (embalsamada según la costumbre pagana egipcia) y el resto del contenido de la cámara mortuoria de la momia, al parecer oro, piedras preciosas y obras de arte.
Desgraciadamente todo indica que los noruegos sabían de nuestra expedición, aunque no he logrado averiguar cómo. Indirectamente pueden haber sido alertados por los emisarios sanjuanistas o por los exploradores que envió por delante el cardenal obispo Secundus a fin de que nos ayudaran a encontrar pistas, o tal vez por individuos de lengua suelta de los monasterios y albergues en los que nos fuimos alojando por el camino y que pueden haber transmitido información sobre nuestras inquisiciones y conversaciones.
Siguiendo el consejo que nos dieron en un pueblo de Dinamarca llamado Domus Mercatorum, o Kaupmannahafn, donde conocimos a varios comerciantes y cazadores que habían viajado mucho por Noruega, navegamos hasta Ásló, el pueblo situado sobre la llanura de los dioses, al abrigo del monte, desde donde se podía seguir a caballo hacia el Oeste, primero a través de fértiles valles y después cruzando poderosas cadenas montañosas; esto se nos recomendó frente a navegar en dirección al Norte por la peligrosa y salvaje costa pedregosa, donde podían surgir de la nada olas del tamaño de una casa y donde un monstruo marino llamado hafgufa (Kraken) podía hundir grandes naves.
A nuestra llegada a Noruega, sin embargo, nos sorprendió un severo invierno, que trajo consigo enormes cantidades de nieve y gélido frío, que nos forzó a pasar seis meses en un monasterio noruego esperando a que se retirara la nieve. Dos de nuestros hombres perdieron la vida como consecuencia de las enfermedades provocadas por el frío.
A partir de los mapas y descripciones de un siglo de antigüedad del egipcio Asim, sumo sacerdote del culto de Amón Ra, creímos poder localizar la ubicación de una gruta que llevaba el nombre de Dollstein en una isla en la costa del Noroeste. La localización concuerda bien con las descripciones de Asim.
Por consideración al valioso tiempo de mi lector, no me explayaré sobre lo que nos encontramos en los bosques tupidos y oscuros que conducían a las elevadas lagunas que debíamos forzar para encontrar nuestro destino definitivo. Me conformaré con comunicar que nos topamos con varias tribus hostiles de hombres salvajes, trolls y monstruos, y que, en los enfrentamientos con ellos, nuestro grupo perdió a cinco valerosos soldados.
Llegamos a la isla de Doll por la tarde y montamos el campamento sobre una llanura donde hicimos una fogata y asamos unas cuantas aves. Venía con nosotros un lugareño que nos prometió ayudarnos a cambio de una moneda y de la bendición del Santo Padre. Desde el campamento podíamos ver Dollstein sobre el extremo del cabo, en el flanco Oeste de la isla junto al fiordo.
Al amanecer de la mañana siguiente, galopamos a lo largo del lago hasta llegar a la montaña, donde amarramos los caballos y dejamos a dos hombres de guardia.
La montaña era escarpada, irregular y resbaladiza. Al cabo de unos doscientos pasos cuesta arriba, frente al mar abierto, está la entrada de la cueva, que recuerda a un agujero que conduce directamente al infierno. Un túnel empinado, estrecho y resbaladizo conduce hacia las profundidades.
Tuvimos que iluminar nuestro camino con antorchas y trepar con cuidado por los deslizantes bloques de piedra. El aire estaba helado. Finalmente llegamos a una gran sala, desde donde seguimos avanzando por angostos pasajes y por encima de altos muros. De este modo encontramos hasta cinco cuevas, una detrás de otra. En total, la gruta tenía muchos cientos de pasos de profundidad, pero los lugareños sostienen que el conjunto de las grutas se extiende bajo el mar hasta llegar a Escocia. Muchas leyendas hablan de un gran tesoro que se encontraría dentro de la gruta. A lo largo de la costa corría el rumor de que Ragnvald, conde de las Orcadas, había estado en la isla hacía dos años buscando un tesoro.
Nos adentramos en la gruta tanto como nos fue posible. Su Alteza Serenísima, maestre general Scannabecchi, me pesa comunicar a Su Excelencia que la gruta, a pesar de nuestra minuciosa inspección, resultó estar vacía.
Con humilde respeto,
CLEMENS DE’FIESCHI, ESCUDERO DEL SEÑOR
5
VEINTICINCO años después de la primera expedición malograda, el papa Adriano IV —que visitó Noruega y Hamar en 1153-1154 cuando aún se llamaba Nicholas Breakspear— designó una comisión para que estudiara el misterio. El documento hace entender que la misión de Breakspear en Noruega guardaba relación con la caza del tesoro. El papa Alejandro III envió un nuevo grupo de soldados hacia el Norte alrededor de 1180, coincidiendo con la construcción de la iglesia medieval de Flesberg.
Cincuenta años más tarde, en 1230, partió otro grupo enviado por el papa Gregorio IX.
1230… Recuerdo el texto de la iglesia de Garmo: «La guardia del Papa de Roma, los sanjuanistas de Varna y los templarios de Jerusalén se han confabulado. Oculta está la sagrada cámara mortuoria tal y como indicó Asim».
En un portafolios catalogado con los números romanos LXVII está la carta cuya copia me enseñó Stuart en el Instituto Schimmer. La carta que consiguió enviar el sumo sacerdote Asim desde Ruán, que iba dirigida al califa de Egipto, pero que no pasó del Vaticano.
Con los dedos temblorosos por la emoción seguimos hojeando los montones de papeles y pergaminos que los severos monjes y pulcros archivistas del pasado han rodeado de un tejido de frágiles y veladas referencias.
6
HACIA el final del segundo día, cuando la luz dorada del sol de la tarde entra oblicuamente por las altas y profundas ventanas, encuentro un portafolios de piel. Aunque al abrir el dossier no comprendo una sola palabra, entiendo intuitivamente que he encontrado dos breves fragmentos de la historia de Asim, como se insinuaba en la carta que encontramos en Egipto.
—Copto —dice Stuart. Junto al texto hay una traducción al latín y, con los dos documentos, Stuart lee el texto en voz alta:
Sagrado Osiris, ¡apestan! Como sucias bestias, como cochinos con los intestinos enfermos y tejones gangrenados, apestan el aire con el olor de sus cuerpos: los rancios olores del sudor, de eructos pestilentes, de gases intestinales fermentados, de pies encerrados y de órganos sexuales no aseados; de sus ropas emana el hedor de los restos de orín y excrementos viejos, de sudor, sangre y […].
[…] no tienen miedo y son crueles y brutales. Luchan con salvajismo contra cualquier enemigo. Incluso heridos de muerte o con miembros cortados, continúan luchando. Los hombres valientes que mueren en la batalla son conducidos por las valkirias a un paraíso que llaman Valhalla, donde los caídos se convierten en einherjer y pueden luchar, comer y beber eternamente […].
7
ANIMADO y confuso por el hallazgo de los viejísimos textos, vagabundeo por las calles de Roma. Stuart se ha quedado en el Vaticano para hacer copias.
El sol está templado. Las vespas avanzan en zigzag entre los coches que embisten contra los atascos de la tarde. A lo lejos tañen las campanas de una iglesia, claras y limpias, y reciben respuesta de otras. En las terrazas de las cafeterías, los turistas y los romanos beben diminutos cafés en torno a diminutas mesas. En la Piazza Venezia atravieso una bandada de palomas que se abre y se cierra como una cremallera.
El corazón no se me quiere calmar. ¿Es posible que el tesoro de Asim siga en la gruta de Dollstein, tal y como dijo Adelheid? ¿O se lo llevó Ragnvald Orknøyjarl y lo escondió en la catedral de San Magnus?
En la calle paralela, al otro lado de la plaza, un coche de policía se abre paso con ayuda de la sirena. En algún lugar pita un coche. Un autobús regurgita turistas.
Recuerdo la primera vez que estuve en Roma. Me llevó más de una hora encontrar la Roca Tarpeya. Pasé un montón de horas en el Coliseum imaginándome el rumor de las masas y aguanté el calor de las ruinas del Forum Romanum. Una cálida noche de terciopelo paseé solo entre las parejas de enamorados de los restaurantes de Trastevere.
Tengo que pararme en seco cuando una vespa sale disparada de un portal y es absorbida por el tráfico. Una paloma indignada, que ha encontrado un pedazo de pan, se niega a apartarse. Sin prestar atención doy un paso hacia la calzada, pero alguien me coge del brazo y me trae de vuelta en el momento en que un Alfa Romeo pega un frenazo y me pita. Me vuelvo para darle las gracias al desconocido que me ha salvado de morir atropellado, pero ya me ha dado la espalda y se aleja medio corriendo en dirección contraria.
Desde una cabina de teléfono llamo a Ragnhild, de la policía de Oslo, para averiguar si hay algo nuevo.
—Ahí estás —me dice como si fuera un criminal a la fuga. Me cuenta que han encontrado el escondite de Hassan en Oslo. Una inmobiliaria les había vendido un piso en Frogner. Cuando la policía entró en el piso encontraron armas y equipo de vigilancia, pero no había ni un alma.
Mis pensamientos son un caos. Camino de vuelta al hotel sobre el alto de Quirinal.
8
EN LA recepción del hotel me aguarda una invitación, escrita en una bella caligrafía sobre un grueso papel de tina, para una reunión del club de caballeros bibliófilos de Luigi que se celebra esa misma tarde a las 20:00 horas.
Cojo el ascensor hasta la quinta planta.
Alguien ha estado en mi cuarto.
La habitación sigue exactamente tal y como la dejamos la limpiadora y yo. La cama está hecha. La papelera, vacía. Pero los diminutos fragmentos de hilo que dejé en las cremalleras del neceser y entre la pila de libros y papeles de la mesa han desaparecido.
Alguien ha estado buscando algo que no ha encontrado.
¿Hassan? ¿Sabe que estoy en Roma? ¿Por qué no me ha cogido?
Me coloco en la ventana con vistas sobre el mosaico de tejados y cúpulas de iglesias de la gran ciudad. A través de la bruma, al otro lado del Tíber, vislumbro la basílica de San Pedro. Abajo en la calle, frente a frente con la entrada del hotel y detrás de un ejemplar del Corriere della Sera, hay un hombre apoyado en una farola. En realidad no tiene nada de especial, tal vez por eso despierte mis sospechas.