LA CIUDAD OLVIDADA

Egipto

1

EL VALLE de los Reyes dormita en un sueño eterno entre los peñascos de la orilla de los muertos del Nilo.

El genius loci de la eternidad —la peculiar atmósfera de un lugar— descansa sobre el estéril valle. En el Foro Romano de Roma y en la Acrópolis de Atenas se tiene la misma sensación de inmortalidad, de palpabilidad de la fugacidad del tiempo y el lento oleaje de la historia. Entre las gargantas, poderosos reyes descansaban en sus cámaras mortuorias: Ramsés, Seti, Thutmosis, Amenhotep, Tut Ankh Amón. En un período de quinientos años, se excavaron en la montaña más de sesenta tumbas.

Una ráfaga de viento atraviesa el desfiladero.

Junto con cientos de turistas más, Stuart y yo nos dirigimos al valle en un trenecillo arrastrado por un quejumbroso tractor. El polvo de la arena se pega a la piel y los riscos se elevan hacia el cielo.

La cámara mortuoria que me quiere enseñar Stuart se encuentra en lo alto de una estrecha garganta. La entrada da hacia el Norte y la cámara interior señala hacia el Este. El patrón simbolizaba el mundo subterráneo.

Faltos de aliento, subimos unas escaleras estrechas y empinadas que conducen a la humilde entrada que, en su tiempo, estuvo perfectamente camuflada. Un guarda coge las entradas y nos permite entrar en el túnel. El aire es tan caliente que empiezo a tirarme del cuello de la camiseta.

—Una de las primeras cosas que hacía un rey era poner en marcha las obras de su cámara mortuoria —dice Stuart—. Cientos de trabajadores empleaban décadas en construir estas cámaras mortuorias. Primero se hacía el trabajo más burdo, picar la piedra. Luego se dejaba pasar a los decoradores y sus pinceles, y a los sacerdotes con sus bendiciones.

Al bajar las estrechas escaleras tenemos que andar de costado para dejar pasar a los turistas que se dirigen a la salida. Reprimo las aguijonadas de la claustrofobia. El aire es increíblemente denso. De hecho, en el momento en que los ladrones y los arqueólogos abrían las tumbas, el aire encerrado podía ser peligroso. El creador de Sherlock Holmes, el escritor Arthur Conan Doyle, llegó a proponer la teoría de que esparcían esporas de hongos y mohos venenosos en las cámaras para castigar a los intrusos.

Inconscientemente, o tal vez no tanto, respiro por la nariz.

Paso a paso, retrocedemos cientos, incluso miles, de años en el tiempo. Para evitar el desgaste de los zapatos de millones de turistas, las autoridades han instalado pasillos de madera sobre los que nos adentramos en la montaña en una larga fila india. Tengo dificultades para respirar, pero no quiero decirle nada a Stuart. No quisiera parecer melindroso.

El techo está pintado de azul con estrellas amarillas. La antesala está dominada por dos enormes columnas y decorada con las imágenes de 741 divinidades. Un tramo de escalera de varios pisos de altura conduce a una cámara mortuoria ovalada con dos columnas y cuatro cámaras laterales.

Escucho el murmullo entusiasmado de los turistas. Siendo tantos, ¿no deberíamos usar máscaras de oxígeno? Alguien me pega un empujón y acabo molestando a un turista que está fotografiando las decoraciones de las paredes. Le sonrío a modo de disculpa y tiro del estrecho cuello de la camiseta.

—¿Te pasa algo, Bjørn? —pregunta Stuart.

—Qué va —respondo con un jadeo.

Las paredes de la cámara mortuoria están decoradas como un rollo de papiro y contienen el texto del sagrado Libro del Amduat sobre el más allá. En las dos columnas rectangulares hay extractos de las letanías de Ra y un dibujo del difunto en compañía de una diosa. Fue esta la cámara mortuoria donde, hace casi tres mil quinientos años, se dejó a la momia de Thutmosis III para que descansara. Era el sexto faraón de la decimoctava dinastía y está considerado como uno de los mayores reyes de Egipto. Gobernó durante medio siglo, hasta su muerte en torno al año 1425 antes de Cristo. La cámara mortuoria fue descubierta en 1898 por el egiptólogo francés Victor Loret. La momia de Thutmosis III había sido encontrada diecisiete años antes, amontonada junto a otras cincuenta momias, en la gruta de Deir el-Bahari, en los peñascos detrás del templo de Hatshepsut.

Cojo a Stuart del brazo.

—El aire no es muy bueno —le digo—, ¿hemos visto ya bastante?

2

ABANDONAMOS el Valle de los Reyes y nos dirigimos en coche hacia el Norte, a lo largo de los peñascos y el Nilo. Bajo la ventanilla e intento llenar los pulmones de aire con ávidas bocanadas. Stuart me pregunta si estoy intentando cazar moscas y yo le recuerdo que soy vegetariano.

Al poco rato, toma el desvío que conduce a una majestuosa construcción en una pared de peñascos, detrás de un muro y una valla de alambre de espino.

—Este es el templo-palacio del culto a Amón Ra —dice Stuart—. Hasta aquí navegaron los vikingos.

Abre una verja que no está cerrada con candados y aparca el coche a la sombra de un árbol.

—Ahí abajo —me dice señalando en dirección a los peñascos y el Nilo—, hubo en su tiempo un canal lateral que los campesinos rellenaron de tierra.

Se vuelve hacia el templo.

—Y aquí regía el sumo sacerdote Asim.

Dos enormes estatuas de los dioses Amón Ra y Osiris custodian una amplia escalinata que conduce a la explanada que hay ante el templo. Nosotros subimos por el arenoso sendero que lleva al templo-palacio.

—La secta se denominaba a sí misma «Los humildes servidores de su divinidad, el dios Amón Ra, y custodios del pacto divino», pero se les conoce por el culto a Amón Ra. La secta se mantuvo viva hasta el siglo XIII, cuando hacía ya doscientos años que había desaparecido el objeto divino que tenían que custodiar, y que robaron los vikingos. Incluso los sacerdotes más testarudos debían de sentir que era una pérdida de tiempo custodiar algo que hacía tanto que se había perdido.

—¿El Arca de la Alianza?

—Eso habría estado bien —dice con sorprendente resignación—. Pero tal vez fuera algo completamente distinto.

Contemplamos las estatuas de piedra y el palacio. Intento imaginarme cómo era la vida en este lugar hace mil años, o dos mil, o tres mil.

Luego me vuelvo hacia el Nilo e intento imaginarme la flota vikinga.

—¿Verdad? —dice Stuart, el lector de mentes.

Ni el templo ni la cámara mortuoria están abiertas al público, pero Stuart tiene un permiso de paso de las autoridades egipcias y un billete de cincuenta libras que contenta al guarda que dormita junto a la verja. Entramos en el palacio y Stuart me enseña la sala del templo. Detrás de lo que en su momento había sido un altar, veo la irregular apertura que conduce a las cámaras mortuorias.

Inspiro profundamente antes de entrar.

En la oscuridad, tanto Stuart como yo encendemos las linternas. Tenemos que bajar por unas largas escaleras y recorrer un túnel antes de llegar a la primera cámara. Los haces de luz pasan por encima de frescos e inscripciones.

—Aquí fue donde encontré las pinturas y los jeroglíficos más recientes, los que describen el ataque de hace mil años —dice Stuart.

Me muestra los dibujos en las paredes.

Naves largas.

Hombres salvajes de largas melenas y barbas, con los ojos azules.

Espadas, hachas y escudos.

Cabezas de dragón.

—Vikingos… —murmuro.

—Eso mismo pensé yo. ¡Vikingos! ¡No soldados ni naves de la maldita Bizancio! Y esos ineptos se rieron de mí.

Seguimos bajando por otra escalera hasta la segunda cámara mortuoria. Estamos solos en el túnel y sé que puedo salir corriendo hacia el aire fresco, así que consigo mantener a raya la claustrofobia. A duras penas.

Al fondo de la segunda cámara mortuoria vemos los restos de lo que debía parecer la pared final. Atravesamos el agujero en la pared, bajamos por unas empinadas escaleras y seguimos por otro túnel.

Al fondo encontramos la última cámara.

Lo más sagrado de lo sagrado.

Cámaras vacías, vasijas vacías.

Un sarcófago vacío…

Aquí dentro, en la última cámara, pusieron a descansar a un soberano desterrado, a alguien a quien más tarde llamaron EL DIVINO.

¿Quién era? ¿Por qué lo escondieron tan concienzudamente?

¿Qué tesoros le acompañaban en la cámara?

¿Qué escritos?

¿Qué objetos sagrados?

¿Y por qué lo custodiaron durante dos mil quinientos años?

—Creemos —dice Stuart—, que el texto que encontraste en la gruta de Thingvellir es una copia y una traducción del original que estaba aquí.

En la cámara mortuoria vacía, Stuart me muestra frescos, inscripciones y cartuchos cuyo significado no entiendo hasta que él me lo va explicando pacientemente. Al final empiezan a fallarnos las linternas y nos dirigimos hacia la salida.

El aire fresco es como una caricia.

Pasamos por delante del guarda, que se ha dormido, y regresamos callados y pensativos hacia el coche.

Antes de ponerlo en marcha, Stuart me dice que quiere llevarme a una ciudad que no existe para hablar con un hombre que tampoco existe.

3

LA IGLESIA del monasterio copto del Descanso de San Marcos está construida en arenisca en torno a un frondoso jardín con agua corriente y alegres plantas. Tiene exactamente el mismo aspecto que debió de tener cuando los monjes colocaron la última piedra y se cepillaron la arena de las manos hace mil novecientos años.

Corona el techo un ankh dorado.

Stuart detiene el coche entre una nube de polvo que continúa su camino por el aparcamiento como una alocada y tenaz tormenta del desierto.

La iglesia del monasterio se encuentra en «La ciudad olvidada», en una hondonada en el desierto, a pocos kilómetros de Luxor. No encontrarás «La ciudad olvidada» en ningún mapa y sólo excepcionalmente en algún folleto turístico, en cuyo caso se menciona con curiosas expresiones como «las ruinas de un pueblo del desierto que se niega a morir». Oficialmente el pueblo no existe. Las autoridades egipcias se niegan a reconocer su existencia desde el siglo XV. Todo surgió a causa de un conflicto entre los monjes, una tribu de beduinos y las autoridades centrales; sobre la propiedad del manantial de agua que da vida al pueblo. Cuando, en 1481, las autoridades abandonaron la lucha contra los obstinados habitantes del desierto —al fin y al cabo el maldito pueblo y el monasterio se encontraban en el quinto infierno, en un tórrido hoyo de calor, arena y dromedarios— eliminaron el pueblo de todos sus papeles y registros. Hasta el día de hoy a nadie se le ha ocurrido reintroducir el pueblo en la realidad. El carácter vengativo del poder en Egipto es longevo. El pueblo, que originalmente tenía un nombre que nadie recuerda ya, carece de colegio, de ayuntamiento, de policía, y de todo tipo de servicios médicos. A los niños que se crían allí los llevan en autobús hasta Qena y en el colegio los registran como si no tuvieran lugar de residencia. El médico del pueblo, en el mejor de los casos, puede considerarse un curandero. En raros casos de duda lleva a los enfermos al hospital, en el camión del pueblo, porque los médicos colegiados, como los denomina él despectivamente fumando su pipa de agua en el café, tienen mejores equipos que los suyos para llevar a cabo cirugía cerebral o trasplantes de córnea. Y, hasta cierto punto, porque padece de un triste temblor en las manos.

A las afueras de este oasis, de este puñado de casas de piedra y barro que no existen, olvidado por la administración local, las autoridades centrales y el resto del mundo, se encuentra el Descanso de San Marcos.

4

LA PUERTA del monasterio se abre.

Y sale un hombre que tiene pinta de haber vivido y trabajado en el Descanso de San Marcos desde que se construyó el monasterio. Su cara me recuerda a una pasa arrugada y reseca, y, en la cabeza, lleva algo que recuerda vagamente a un turbante. Viene a nuestro encuentro calzando sandalias de rafia y nos estrecha la mano con una sonrisa sin dientes. Tiene tatuada una pequeña cruz en la parte baja del brazo derecho. Cuando dice su nombre en árabe, me parece que recita un montón de consonantes arbitrarias y, aunque Stuart me las repite varias veces en el coche, no consigo retenerlas. Así que lo llamo «el monje».

Nos invita a entrar en el monasterio del desierto y nos muestra los dormitorios, los refectorios, la sala de estudio, la iglesia y el cuidado jardín del atrio del monasterio. Para mi sorpresa habla inglés perfectamente. Estudió en Cambridge, donde más tarde impartió clases durante algunos años.

—A pesar de ser muy distintos —dice el monje con una distante ternura en la voz—, Stuart y yo tenemos una historia común. Yo era su tutor en egiptología en la Universidad de Cambridge.

Contemplo sorprendido su rostro abrasado y ventoso y me cuesta imaginarme al monje como catedrático en Cambridge. Claro que a muchos les cuesta imaginarme a mí de profesor adjunto en la Universidad de Oslo.

Nos cuenta que el apóstol Marcos estableció el cristianismo copto en Egipto algunos años después de la crucifixión de Cristo. Los primeros cristianos organizados fueron los coptos. Los monjes del Descanso de San Marcos sostienen firmemente que el propio Marcos participó en la construcción de la iglesia del monasterio. La cabeza suprema de la iglesia copta sigue denominándose «Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede Sagrada de San Marcos», y la iglesia copta temprana utilizaba el símbolo ankh, la cruz ansata, como cruz.

Cuando, en el siglo III, los cristianos egipcios fueron expulsados de las ciudades, huyeron al desierto y allí construyeron sus monasterios. Se fundaron varios cientos de monasterios por los pedregosos desiertos egipcios, en el interior de frágiles construcciones o sombreadas cuevas. Desde estos lugares, el movimiento de los monasterios se fue extendiendo por todo el mundo cristiano.

El monje me confiesa que la reliquia más sagrada de la iglesia descansa sobre un paño de seda roja en una cofre de oro: se trata de una espina de la corona de espinas de Jesús. Y, en un cofre de plata labrada, conservan ocho páginas que supuestamente son parte del texto original del Evangelio de San Marcos y un fragmento copto del Evangelio de San Juan.

5

DIOS ha muerto.

Sobre un banco de madera, sentados a la sombra de las arcadas en torno al jardín, bebemos agua fría en botellas de plástico.

El monje pega una patada al suelo y un gesto de dolor le cruza su cara.

—¿Muerto? —pregunto.

—Osiris —dice alzando un dedo en el aire,

»Odín —añade alzando otro dedo—, Zeus, Ptah, Baco, Thor, Pan, Poseidón, Cupido, Ashtoreth.

Se le han terminado los dedos, pero eso no le impide seguir:

—Belona, Isis, Júpiter, Anubis, Balder, Nebo, Loke, Amón Ra, Afrodita, Baal, Ahiyah, Froya, Hades, Muluhursang, Njord, Llaw Gyffes, Mu-ul-lil, Frigg, Venus, Sutekh, el supremo soberano del valle del Nilo. Podría seguir durante diez minutos más. ¿Qué caracteriza a todos estos dioses? Que rigieron las vidas de millones de personas temerosas de Dios. Estos nombres hacían temblar de miedo a los hombres y agachar respetuosamente la cabeza a las mujeres. Las masas los adoraron. Levantamos templos en su honor. Los siervos trabajaron como esclavos para construir edificios donde pudiéramos honrarlos. En su nombre surgieron y cayeron civilizaciones y se libraron numerosas guerras. Generaciones de sacerdotes y monjes dedicaron sus vidas a entenderlos, interpretarlos, hacer sacrificios en su nombre y adorarlos.

Una ráfaga de viento arrastra una bola de paja por el jardín.

—¿Y ahora? —pregunta—. Ya no creemos en ellos. Ahora están todos muertos. No todos han sido olvidados, pero ya nadie cree en ellos, nadie los adora. Si alguna vez existieron, pasan sus vidas divinas en tedioso olvido. En tanto que como dioses están muertos.

La brisa que sopla por el jardín del templo suena como un suspiro.

—Yo creo —continúa el monje—, que Dios también está muerto, el dios al que llamábamos Yahvé, Jehová, Elohim, el Señor. Tenía muchos nombres, del mismo modo que son muchos los signos de su muerte. Las profecías de la Biblia se han cumplido. Dios ha muerto. Nietzsche tenía razón.

—¿Cómo lo sabes?

Sonríe con tristeza y sin dientes.

—¡Mira a tu alrededor! ¿Te parece que el mundo da muestras de tener un dios vivo y activo? ¿Hay algo en nuestra existencia que indique que un Dios cariñoso nos cuida?

—No soy creyente.

—¿Cómo puedes vivir en esta tierra sin creer?

—¿Por qué tendría que creer en un dios?

—Jesús es el camino, la verdad y la vida.

—Palabras vacías. —Le respondo—. ¿Por qué tu fe es más verdadera que la de los budistas o los hinduistas? Los judíos y los cristianos, los musulmanes y los sijs, todos creen con la misma intensidad en su dios, su interpretación, su verdad. ¿Tienen todos razón? ¿No la tiene ninguno? Tu dios condena a los otros. Así que dime: ¿quién tiene razón? ¿Cuál de las religiones del mundo es más verdadera que las otras? ¿Y qué línea de fe cristiana agradaría a tu dios y a Jesús? ¿Los católicos? ¿Los mormones? ¿Los testigos de Jehová? ¿Los protestantes? ¿Los baptistas? ¿Los pentecostalistas? ¿Los adventistas?

—Bjørn…

—Las elecciones de Dios son inescrutables.

—Las elecciones de Dios son completamente irracionales. Que los israelitas creyeran en él hace dos mil o tres mil años, puedo entenderlo. Que las personas sigan aún aferradas a esta superstición me resulta inconcebible.

—Así habla el ignorante.

—Tú mismo dices que el corazón de tu dios ha dejado de latir.

—Un dios muere con lentitud, Bjørn. No muere de un día para otro. Basándonos en diversas interpretaciones de la Biblia, signos, profecías y rezos, nuestra conclusión (que se podría admitir que es una suposición) es que Dios empezó a agonizar en algún momento del siglo XII y que murió a finales del siglo XIX. Dios lleva muerto más de cien años. No conseguimos asumirlo.

—Tú eres monje. ¿A quién adoras tú, si tu dios ha muerto?

—¿Dejas de amar a tu padre y a tu madre cuando mueren? Adoramos el recuerdo de Dios, de Jesús, de los valores que representaron y nos enseñaron.

—Y entonces ¿qué quiere decir todo esto, si es que tienes razón? ¿Quién lo ha sustituido? ¿Hay otros dioses a la espera de tomar el relevo allí donde Dios se retiró?

—No lo sabemos. Aún no. Los gnósticos (la secta cristiana que fue tildada de herética por los padres de la Iglesia católica que salieron triunfantes de las disputas sobre la doctrina) nunca aceptaron que nuestro Dios fuera todopoderoso y único. Al contrario, muchos pensaban que Yahvé era un dios menor con delirios de grandeza cuya creación, la tierra y los seres humanos, probaba su inutilidad. Por encima de Yahvé y los demás dioses menores y rivales, regía una divinidad más poderosa, el verdadero Dios, que estaba muy por encima de las trivialidades de esta tierra. Ni los rabinos judíos ni los padres de la iglesia cristiana podían aceptar tal doctrina. Al fin y al cabo el dios del Antiguo Testamento nos había ordenado adorarlo a él y a nadie más. Mmm. Pero ¿y si los gnósticos hubieran tenido razón? ¿Qué pasaría si el Yahvé del Antiguo Testamento no fuera más que un dios con hambre de poder, un aeon que estaba histéricamente preocupado por bagatelas como, por ejemplo, el modo en que los hombres teníamos que adorarlo? ¿Y si Yahvé no fuera más que un dios entre muchos otros? ¿Qué pasaría si existiera una fuerza creadora, un Dios verdadero que no ha conseguido aprehender ninguna religión con su espejismo sagrado? Pueden pasar cientos de años antes de que el nuevo dios adquiera la fuerza necesaria como para aparecerse ante nosotros los hombres y escoger nuevos profetas a los que pueda escuchar y adorar la humanidad. Tú eres hijo de la falta de Dios, de la secularidad, de la indiferencia hacia la eternidad y todo lo sagrado. Visto así, tu ateísmo es el resultado de la ausencia de Dios en la existencia.

Nos quedamos un rato callados en la sombra del desierto. Una vez nos hemos bebido el agua y hemos eructado discretamente en la palma de la mano, el monje nos conduce a un fresco sótano de tierra bajo el monasterio. Atravesamos varias cámaras antes de llegar a una puerta de hierro que conduce a una habitación iluminada por vacilantes tubos de neón.

El monje abre un armario de metal y saca un cajón repleto de monedas. Me tiende un puñado. Les echo un vistazo. Sorprendido constato que son monedas de plata con un sello real noruego que no conozco.

—¿Cómo ha llegado esto hasta aquí?

—Las hicieron aquí.

—Estudié algo de numismática en la universidad. Por lo que recuerdo, Olav Tryggvason mandó fabricar las primeras monedas noruegas en torno al año 995. En las monedas ponía ONLAF REX NORMANNORUM, que significa «Olav rey de los noruegos». En una cara aparecía un retrato del rey con cetro, en la otra, una cruz con las letras CRVX, «cruz» en latín. Se cree que quien fabricó las monedas venía de Inglaterra.

—Los comerciantes de los países nórdicos también fabricaron monedas aquí en Egipto, más exactamente en el pueblo de Misr, al sur de Alejandría, junto a la orilla del Nilo.

—Los arqueólogos han creído que las monedas árabes que se han encontrado en Noruega llegaron hasta allí con los comerciantes que habían viajado al Imperio bizantino. Además, las monedas árabes se usaban con frecuencia como divisa internacional. No sabía que los vikingos fabricaran moneda aquí.

—Durante un breve período.

—Hay más —dice Stuart dándole al monje un codazo mientras señala con la cabeza un armario aún más sólido—. A cambio tengo la esperanza de que me muestres los rollos de Thingvellir.

—Pronto…

El monje abre el armario y saca un cofre de madera. Dentro hay un collar de oro. Me tiende la cadena, que es muy pesada. El colgante representa una ty.

—Una joya vikinga —dice Stuart—. ¿Adivinas dónde la hallaron?

No se me ocurre.

—Este collar lo encontraron en el sarcófago vacío de la última cámara del templo del culto a Amón Ra —dice el monje.

6

AQUELLA noche, justo después de cenar, llamo a la SIS desde una cabina telefónica situada a varias manzanas del hotel para hablar con el profesor Llyleworth.

La conexión es malísima y el ruido de la calle me impide mantener una conversación, pero consigo contarle que logré escapar del Instituto Schimmer y que estoy más o menos entero. Sus preguntas desaparecen en la cacofonía de las motocicletas, los autobuses, los verduleros que ofrecen sus sandías y los rezos desacompasados de los muecines que cantan desde los minaretes.

Camino de vuelta, me pierdo por un laberinto de bazares y pequeñas tiendas donde, por una serie de malentendidos culturales y lingüísticos, consiguen encasquetarme una considerable colección de escarabajos de piedra, figuras de gato, relieves de momias, Anubises fundidos y sarcófagos en miniatura, además de un cartel de papiro con la esfinge al atardecer y la esencia de perfume Nubian Nights, que al parecer resulta irresistible a las mujeres hermosas.

Delante del hotel descubro al turista que hacía fotografías en la cámara mortuoria de Thutmosis. Está buscando a alguien, tal vez a su bella esposa que lleva una tarjeta de crédito que no tiene miedo de usar. Al verme, sonríe algo turbado. O bien porque me reconoce sin saber exactamente de qué, o bien porque pretendía que no lo viera.

7

A LA mañana siguiente, temprano, Stuart y yo recorremos paseando las pocas manzanas que separan el hotel del Museo de Luxor.

Stuart llamó al museo ayer por la noche y concertó una cita con el director, un colega al que ya conocía y con el que ha mantenido contacto a lo largo de los años.

Por el camino, Stuart vuelve a intentar convencerme de que le enseñe los rollos de Thingvellir. Le digo que, como comprenderá, no los llevo encima.

—Pero sabrás dónde están, ¿no? —replica—. ¿No podríamos viajar hasta allí?

Aunque entiendo que su interés profesional es difícil de controlar, la lata que me está dando empieza a ponerme nervioso.

El director del museo parece un gorila de buen talante. Tiene la barba tupida y las cejas espesas, y el pelo le asoma por encima del cuello de la camisa.

—¡Stuart! —exclama y abraza a su viejo colega. Se miran el uno al otro entre risas e incredulidad, como dos compañeros de guerra que han salido con vida de las trincheras.

—Fue mi ayudante cuando excavé la cámara mortuoria de Amón Ra —explica Stuart.

—¿Ayudante? —se ríe el director—. ¡Era tu esclavo!

El museo está ya medio lleno. Miro a mi alrededor buscando al turista que hacía fotografías en la cámara mortuoria, pero no está. Evidentemente lo han sustituido por otro.

—Lo que conoce muy poca gente (y le importa a casi nadie) es la colección de textos en papiro, pergaminos y papel que guardamos en nuestro sótano —dice el director para Stuart, y añade—: Ahí tengo los documentos.

Stuart me guiña un ojo.

—¿Los documentos? —pregunto.

En ese momento pasamos por delante de una vitrina de cristal con una figura que me hace parar en seco.

La escultura de madera tiene unos cuarenta centímetros de alto y representa a un hombre o un dios que se atusa sus largas barbas con ambas manos. Según el cartel de la vitrina, la estatua, de tres mil quinientos años de antigüedad, originalmente estaba cubierta de brea negra, el color del dios Osiris, y fue encontrada en una tumba en el Valle de los Reyes. La figura se parece muchísimo a la que aparecía en la fotografía que Thrainn tenía en su despacho en Reikiavik —la figura de bronce de mil años de antigüedad que se encontró junto a Eyjafjördur, en el Norte de Islandia, en 1815—. ¿De dónde venía la figura de Eyjafjördur? ¿Provenía de Egipto? Y si fue un vikingo quien esculpió la escultura en el siglo XI, ¿se inspiró en algo que vio aquí en Egipto? ¿Pudo haber viajado en alguna de las naves de Olav?

Me apresuro a seguir a Stuart y al director del museo escaleras abajo.

—Según la leyenda, al sumo sacerdote del culto a Amón Ra, Asim, se lo llevaron los dioses del cielo una mañana de 1013 —dice el director del museo con una risotada haciéndole un gesto a Stuart—. ¿A qué viene este renovado interés por Asim? ¿Después de treinta años?

—Estamos trabajando con una teoría. Hemos encontrado unos fragmentos de manuscritos que pueden provenir de él.

—¿Fragmentos de manuscritos? ¿De Asim? ¡Qué emocionante! ¡Me interesaría muchísimo verlos!

—Te enviaré unas copias.

—Gracias, amigo mío. Te lo agradezco.

El director nos abre la puerta del sótano y apaga la alarma. De un armario de acero saca dos láminas DIN A4. Una de ellas es la traducción al egipcio y al inglés del texto original que estaba escrito en papiro. La otra muestra una fotografía del documento original, que se encuentra en el museo de El Cairo.

—Este documento lo escribió nuestro amigo mister Asim. Es un fragmento de la descripción del entierro de un faraón: es más un reportaje periodístico que un himno religioso, y está basado en una copia en papiro del Reino Nuevo, además de estar en jeroglíficos y frescos. Desgraciadamente faltan el comienzo y el final.

[…] desde el amanecer la gente se congregaba a lo largo de la ruta del cortejo fúnebre hasta el río. La muchedumbre recitaba una loa en honor a Amón Ra. Al otro lado del Nilo, en la orilla de los muertos, la cámara mortuoria estaba acabada desde hacía casi una década. Sólo los enterradores sabían dónde. El faraón llevaba ya setenta días muerto. Osiris le estaba esperando. Los plañideros profesionales gemían y arrojaban polvo sobre sí mismos y sobre los espectadores, al tiempo que agitaban los brazos. Los danzantes Mu, ataviados con taparrabos y sombreros de plumas, se movían al ritmo de los tambores. Junto a la orilla del río, a los pies del palacio, aguardaba el barco fúnebre con la momia en el ataúd de oro. Un suspiro recorrió la muchedumbre cuando el barco de los familiares, desconsolados y sollozantes, dejó el muelle. Inmediatamente después salió el barco fúnebre. Un techo ornamentado y sostenido por cuatro columnas talladas protegía el cofre cubierto de oro. Remeros en pie hacían avanzar la nave. Por último el séquito de barcos con los sacerdotes, los oficiales, los cortesanos, los representantes oficiales, los bailarines y los criados que portaban todos los tesoros. Los objetos de valor serían depositados en la tumba para acompañar al difunto en su viaje al más allá, donde seguiría viviendo en forma de dios. La muchedumbre bajó en dirección al río y se congregó delante de las filas de guardianes para contemplar como los barcos cruzaban el río. Sólo a los más allegados se les permitía cruzar al lado de los muertos con el cortejo. El último lugar de descanso de los reyes era secreto. En la orilla Oeste, pasaron el ataúd a un soporte, también con forma de barco, que a su vez fue colocado sobre un deslizador. Los funcionarios del palacio tenían el honor de arrastrar el deslizador con el faraón, y detrás iba otro deslizador con las vasijas que contenían los órganos internos del rey. Los más cercanos al difundo caminaban junto al féretro. Detrás del segundo deslizador iban los criados con los tesoros que el faraón llevaría consigo a su nueva existencia, además del Libro de los Muertos con las formulaciones mágicas y las indicaciones que orientarían al muerto en su viaje a través del mundo subterráneo. A causa del calor y el peso, los carros fueron arrastrados lentamente por la llanura y la colina hasta alcanzar la cámara mortuoria. El monótono sonido de los tambores resonaba contra los peñascos […].

—No hay más —dice el director del museo cuando ve que mi mirada ha llegado al final.

Luego se vuelve hacia Stuart:

—El otro documento es una carta del siglo XIV que el visir egipcio escribió al prefecto de los archivos del Vaticano.

Coloca ante nosotros un documento envuelto en plástico blanco.

—Al parecer el visir había inquirido al Vaticano sobre la existencia de alguna carta o documento de Asim. El visir debía de tener buenos contactos porque el prefecto del Vaticano (que normalmente ignoraría cualquier intento de conocer lo que al fin y al cabo son los archivos del Papa, sobre todo si provenía del visir de un país musulmán) le envió una detallada respuesta. Intento entender el texto en latín.

—A grandes rasgos, el prefecto intenta confirmar la existencia de tres documentos escritos por Asim —dice el director—. El documento más antiguo es una carta del sumo sacerdote a «Su Alteza, el califa Al-Hakim bi-Amr Allah, Regente de la piedad de Dios, califa absoluto de Egipto…».

—La copia que tenemos en el instituto —apostilla Stuart.

—El otro documento es una copia de un original desconocido que describe el ataque al templo y la cámara mortuoria por parte de hombres salvajes y paganos, y el tercero es la copia de un fragmento de una carta de viaje (procedente probablemente del mismo texto que el anterior) que describe un viaje al «puesto avanzado de la civilización».

Stuart se vuelve hacia mí con una sonrisa en los labios.

—El puesto avanzado de la civilización…

—Tiene que referirse a Noruega.

—Salvajes paganos… —A Stuart se le endulza la voz—. No hablarían así de los soldados bizantinos. ¡Estaba describiendo a los vikingos!

—Eso significa que en los archivos del Vaticano hay tres documentos de Asim.

—Pues entonces —dice Stuart—, ¡tendremos que ir a buscarlos!