EL INVESTIGADOR CAÍDO
Oriente Próximo
1
STUART Dunhill tiene la piel macilenta y la mirada acuosa y evasiva de los hombres que duermen demasiado y se quedan todo el día en casa bebiendo, esperando que llegue la noche.
Está sentado en una silla en el último rincón de la biblioteca del Instituto Schimmer, como si hubiera encontrado el punto del universo más alejado de las incomodidades y los pesados. En el regazo tiene un ejemplar de The Times que ni siquiera ha abierto.
En algún momento debió de ser un hombre guapo y distinguido. Tiene el pelo canoso y lo lleva peinado hacia atrás. Sus facciones son limpias y armónicas. Me hace pensar en un aristócrata caído que ha perdido toda la herencia en la ruleta y ahora vive de la caridad con algún compañero de juergas. Primero me echa una mirada rápida. Me resulta ligeramente familiar, como si alguna vez nos hubiéramos ido juntos de fiesta y nos hubiéramos emborrachado hasta tal punto que nos olvidamos el uno al otro inmediatamente después.
Me siento en la silla libre que hay a su lado. No digo ni una palabra. Respira con dificultad. Mi simple presencia le inquieta.
—Sé quién eres —dice, con una voz levemente gangosa.
Estoy demasiado perplejo como para contestar.
—Y sé por qué has venido.
Sin mediar palabra, le tiendo la mano. La mía apenas es más pálida que la suya. Me la estrecha con sorprendente firmeza.
—Te pido disculpas por estar bebido… Bjørn Beltø. —Pronuncia mi nombre casi a la perfección—. El mismísimo Bjørn Beltø. El arqueólogo que encontró el cofre de los secretos sagrados.
—Fue la SIS la que encontró el cofre. Mi misión consistía en protegerlo.
—Y lo hiciste.
—Estaba haciendo mi trabajo.
—Y ahora… El códice de Snorre. Los rollos de Thingvellir. Un sepulcro bajo el monasterio de Lyse… ¿Te atreves a correr el riesgo de acompañarme al bar?
—Será un placer.
2
THE SCHIMMER Institute está situado, como adormilado, en el fondo de un valle en un inhóspito desierto de piedras, rodeado de olivares e higueras. La carretera que conduce hasta allí desde la civilización es una línea de asfalto recta y abrasadora que se extiende de horizonte en horizonte. Los montes que rodean el edificio están cubiertos de adelfas, arbustos de incienso y sándalos. Hace setecientos años unos monjes construyeron un monasterio en este oasis de paz y, a principios de la década de los setenta, el torrado monasterio fue ampliado con varios miles de metros cuadrados de aluminio, cristal y espejos. Bibliotecas, archivos, salas de conferencias e investigación, y un ala que hace las veces de hotel. Entre semejante y monstruosa mezcla de lo nuevo y lo viejo, colaboran teólogos y filólogos, lingüistas y paleógrafos, etnólogos, historiadores y arqueólogos. Todos y cada uno de ellos se encuentran entre los expertos más destacados del mundo en sus peculiares campos. En sus archivos, el instituto tiene pergaminos, papiros y documentos que se remontan a la era precristiana. Algunos se dedican a la restauración de los documentos del pasado, otros los traducen y otros los interpretan.
Otros se quedan bebiendo en el bar.
—Lo que diferencia a un arqueólogo eminente de los mediocres —dice Stuart Dunhill contemplándome a través de un vaso de gin-tonic—, es la capacidad de ver patrones lógicos allí donde los demás no ven más que caos. Un buen arqueólogo es un detective. Consigue penetrar el ánimo, el modo de pensar, de aquellos a quienes está investigando. Tenemos que entender cómo pensaban esas personas cuyas huellas estamos buscando. Tú tienes esa capacidad.
Se inclina hacia delante y amortigua la voz:
—¿Por qué crees que los hombres del jeque te dejan seguir buscando? Te voy a decir por qué. ¡Saben que es más probable que encuentres tú lo que están buscando que ellos! Eres un eminente arqueólogo. ¡Tienes olfato! Tienes una cualidad única, Bjørn: eres metódico, obstinado y talentoso. Por eso consigues cumplir las misiones que te propones.
—¿Cómo sabes tú quiénes son?
—¿Qué trabajan para el jeque? Es evidente. Es la única persona lo suficientemente loca y lo suficientemente rica como para organizar una operación como esta.
3
CUANDO nos volvemos a encontrar más tarde, esa misma noche, Stuart Dunhill me habla de su infancia en un hogar de clase alta de Windsor. Me confiesa su fascinación por la historia antigua y que fue la búsqueda de huellas de los tiempos de Moisés lo que lo condujo hasta la cámara mortuoria de Luxor en 1977. Las burlas de sus colegas lo destrozaron cuando publicó sus teorías sobre las expediciones vikingas a Egipto en el National Geographic Magazine.
—Pero me lo gané yo solo —dice desde las profundidades de su noveno o décimo gin-tonic.
—¿Qué pasó?
—Fui tonto. Estaba tan enardecido por mis hallazgos que quise compartirlos inmediatamente con todo el mundo. Me parecía que no tenía tiempo que perder. Era joven y no me importaba que la ciencia tuviera sus métodos, sus tradiciones. Ha de ser así. Ahora lo veo. Tendría que haber publicado mis hallazgos en revistas reconocidas. Tendría que haber documentado, razonado y expuesto todo mi material de modo que mis colegas pudieran examinarlo hasta el último detalle. Al fin y al cabo estaba lanzando una teoría nueva. Vikingos en Egipto… Tenía una serie de indicios fiables, pero precisaban una interpretación bien predispuesta. Para poder ganarse a los expertos, no basta con argumentar convincentemente contra el conocimiento existente, sino que es necesario documentar la sostenibilidad de la hipótesis alternativa. Es difícil, difícil… Convencer a todo un campo de la investigación de una nueva teoría lleva muchos años. Aunque tengas razón.
—¿Qué dijeron los expertos?
—Cuando amainaron las carcajadas, argumentaron correcta y fundamentadamente contra mis teorías. Decían que yo interpretaba los jeroglíficos de un modo demasiado literal. Opinaban que «las salvajes tierras del Norte» representaban el Imperio bizantino, que reflorecían en constante conflicto con Egipto. Sostenían que la denominación «bárbaro» significaba «no-egipcio». Decían que la mayoría de los europeos son «pálidos y de piel clara» en comparación con los egipcios y que las «cabelleras hasta los hombros y barbas» estaban de moda en gran parte de Europa. Catedráticos desde Egipto hasta Londres documentaron que los egipcios habían dibujado naves estilizadas inspiradas en las representaciones de las naves comerciales y de guerra de los fenicios. Consiguieron encontrar respuestas alternativas hasta para mis interpretaciones más evidentes. Nadie creyó en mis teorías.
—¿Cómo acabaste aquí?
—Primero me entregué a la bebida. Afortunadamente la SIS consiguió encontrarme y me ayudaron a controlarla. Financian mi investigación… —eleva su gin-tonic—, aquí en el instituto.
—¿La SIS? —exclamo.
Ni el profesor Llyleworth ni Diane me han contado que Stuart fuera empleado suyo. Típico de ellos. Nunca te cuentan más que lo imprescindible.
—¿Conoces a Diane?
Digo que conozco a Diane.
—Una buena chica. Se ha hecho cargo de mí los últimos años.
—Ya veo…
—¿Tal vez creas que me he dedicado a vaguear y a beber?
—No, no.
—No me cuentes historias, te lo veo. Pero la verdad es que también he investigado. Una parte considerable de lo que sabe la SIS sobre estos asuntos me la debe a mí.
—¿Cómo qué?
—He rastreado documentos y cartas, tanto conocidos como olvidados. Llevo treinta años investigando sobre estas cosas.
—¿Estas cosas?
—Hace más de diez años que sabemos de la existencia de los documentos que ahora se conocen como el códice de Snorre y los rollos de Thingvellir. Sólo que no sabíamos dónde estaban. No hasta que tu amigo, el clérigo Magnus, encontró el códice por casualidad.
—Creía que las dos cosas eran desconocidas para los historiadores.
—Para la mayoría de los historiadores, sí. Hemos trabajado con discreción. En el proyecto han estado implicados arqueólogos, historiadores, lingüistas y egiptólogos. Hemos estudiado documentos que el Vaticano ha puesto a disposición del público en las últimas décadas. Hemos tenido acceso a textos conservados en museos y archivos egipcios. Hemos buscado en archivos nórdicos, en Noruega y en Islandia. Pero nunca hemos revelado lo que estábamos buscando.
—¿Podría ver algo de lo que has encontrado?
—Por supuesto. Mañana. Porque ahora, querido Bjørn, estoy como una cuba.
Tengo guardada la tabla rúnica de Urnes en la funda de terciopelo, en mi habitación. Los cuatro pelos que coloqué en la funda al cerrarla siguen en su sitio. Mañana entregaré la tabla al departamento técnico.
Me quedo viendo la televisión en mi habitación. Intento reprimir el pensamiento de que seguramente estén también aquí. Mis perseguidores. Hassan y sus hombres. Son invisibles. Me observan por medio de una cámara microscópica que no detecto. Escucharán mi respiración cuando me vaya a dormir.
4
EN EL SÓTANO, bajo la biblioteca del Instituto Schimmer, está el archivo. No es ni oscuro ni polvoriento: al contrario, está impoluto e iluminado. En largas filas de armarios metálicos sobre ruedas, se conservan documentos que traen a la memoria la antigua biblioteca de Alejandría.
El archivo del Instituto Schimmer alberga tablas de barro milenarias con escritura cuneiforme, escritos en papiro, tiesos pergaminos y manuscritos sobre amarillentos papeles de tina. Aquí puedes encontrar fragmentos de textos bíblicos originales u órdenes firmadas por emperadores como Tiberio, Vespasiano, Adriano y César. Puedes tropezarte con textos en papiro que posiblemente fueron leídos por Cleopatra e informes político-militares de la provincia romana de Judea sobre una incipiente revuelta judía liderada por un agitador llamado Jesús. Hay aquí manuscritos del historiador romano Flavio Josefo e incluso el original de la primera carta de Pablo a los corintios.
A mi alrededor pululan investigadores que parecen una versión adulta de aquellos que siempre se sentaban en los pupitres más cercanos a la pizarra y en las sillas pegadas a la pared en las fiestas del colegio. Hombres pequeños con poco pelo y gafas redondas. Mujeres altas y flacas con el pelo recogido en una coleta y miradas enfrascadas en los más sutiles razonamientos de la metafísica. En un rincón está un viejo que ha consagrado su vida a documentar que una olvidada tribu judía mantenía relaciones cercanas con un grupo gnóstico que todo el mundo creía que había sido masacrado cien años antes. Talentosas jóvenes con chales, estuches y becas de las instituciones de enseñanza más destacadas de sus países de origen buscan las últimas noticias sobre la persecución de los cátaros. Abundan los teólogos cristianos, que trabajan codo con codo con judíos ortodoxos y musulmanes. Y hay investigadores como Stuart y como yo.
El alcohólico y el albino.
Nos hemos sentado en una mesa junto a un acuario con peces de todos los colores que nos miran con la boca medio abierta. Así me siento yo también de vez en cuando.
Stuart Dunhill ha cogido una pila de cajas chatas de cartón y un rollo con asas en ambos extremos. Lo despliega sobre una gran mesa.
—¡La Tora! La denominación judía del Pentateuco, los cinco libros del Antiguo Testamento atribuidos a Moisés. Esta es una copia de cuatrocientos años de antigüedad. Originalmente los textos se escribían en rollos como este, que podían llegar a tener varios metros de largo. Hasta más tarde no se les ocurrió que los libros eran más manejables y más fáciles de producir. El Antiguo Testamento originalmente fue una colección hebraica de leyes y textos religiosos e históricos que fueron reunidos en un canon hace alrededor de dos mil quinientos años. La versión más antigua que se conserva del Antiguo Testamento se denomina la Septuaginta. Se trata de una traducción greco-alejandrina de la Biblia, de más de dos mil quinientos años de antigüedad, que fue reunida por letrados judíos grecoparlantes.
—¿El original existe?
—La Septuaginta se encuentra en el Vaticano, pero muchos de los textos originales del Antiguo Testamento se han perdido, y, con ellos, hemos perdido también la posibilidad de controlar, corroborar y desmentir su contenido, al igual que de datar importantes acontecimientos bíblicos.
Abre una caja y saca una copia y una traducción de un pergamino copto.
—Encontramos esta carta cuando nos permitieron acceder a unas cajas polvorientas del Vaticano. En realidad estábamos buscando una copia de la Septuaginta que al parecer existía en tiempos del papa Inocencio III. El Instituto Schimmer había recibido el encargo de la comisión de cardenales del Papa, pero lo que encontramos fue esta carta. Fue enviada desde Ruán al califa fatimí de Egipto en el año 1013. Los fatimíes eran una dinastía musulmana que reinó sobre el Norte de África desde el siglo X hasta el año 1171. Pero la carta nunca llegó a su destino. Los servicios de inteligencia del Papa la confiscaron —me tiende una hoja de la caja—. Aquí tienes una traducción al inglés.
Para Su Alteza, el califa Al-Hakim bi-Amr Allah,
Soberano por la gracia de Dios, califa absoluto de Egipto.
Con el más humilde respeto, yo, el sumo sacerdote Asim, gran visir del culto de Amón Ra, envío estas palabras desde mi cautiverio en el extranjero. Por fe en Alá y por lealtad a mi misión en la vida, estoy con el divino y lo custodio a Él y Sus tesoros con mis pobres recursos. Desconozco adónde me conducirá este viaje. Escribo estas palabras en el scriptorium de un cierto duque Ricardo II, en la ciudad de Ruán, en el ducado de Normandía, en Francia. Aquí descansamos antes de proseguir viaje hacia la barbarie allende la civilización y espero que mis palabras lleguen a Su Alteza Soberano por la gracia de Dios, califa absoluto de Egipto, califa Al-Hakim bi-Amr Allah, de modo que pueda acudir a socorrer a EL DIVINO.
Sea saludado,
ASIM,
GRAN VISIR DEL CULTO DE AMÓN RA
—¡Asim! —exclamo, el nombre que encontré en el texto de la iglesia medieval de Garmo.
—El receptor, el califa Al-Hakim bi-Amr Allah, gobernaba en aquel momento en Egipto. Todo un personaje —dice Stuart—. Fue por puro miedo que Asim se refirió sólo a Alá y no a todos los demás dioses a los que adoraba. El califa era considerado un loco, no sin motivos. Entre otras cosas prohibió a los egipcios comer uvas y jugar al ajedrez. Se había propuesto destruir el mayor número de iglesias posibles en el mundo y fue él quien destruyó la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. 1013 fue un año crítico para él. No sólo porque los vikingos invadieran su país, sino porque aquella humillación tuvo lugar al mismo tiempo que culminaba su persecución de los cristianos.
—¿Sobre qué habla el tal Asim en la carta?
—Asim estaba cautivo en manos de los vikingos, pero evidentemente esto no puedo decirlo oficialmente.
Me tiende otra traducción:
Seguimos camino hasta el fin del mundo, al gélido frío del reino de la muerte. Partimos del reino del sol y las fértiles riberas del Nilo y llegamos a las estériles costas de piedra de la tierra de la nieve. Abandonamos la protección de Amón Ra, dejamos atrás el cálido aliento de Osiris y nos sometimos a los dioses de los bárbaros. ¡Oh, dioses de los antepasados, concededme fuerza! Cuando de niño las pesadillas de la noche me mostraban las puertas del reino de la muerte, siempre me imaginaba un paisaje tan frío, estéril y salvaje como este, más allá de la bruma y la niebla de la muerte. Durante varios días navegamos[…].
—Suponemos que esto es una copia de un fragmento de un manuscrito que probablemente escribió Asim. La copia del fragmento se encontró, por avatares de la vida, en una pila de cartas y manuscritos que dejó la familia de Cristóbal Colón. —Eleva las manos en el aire—: Y no te molestes en preguntarme, porque no tengo la menor idea.
Va colocando sobre la mesa nuevos pergaminos y copias de manuscritos, entre otras cosas una copia de la Saga de la Santa Cruz de Snorre. Leo traducciones inglesas de empalidecidos documentos sobre la competición entre el Vaticano, los templarios y los sanjuanistas para hacerse con un objeto sagrado. Leo sobre expediciones papales a Noruega en los siglos XII y XIII y pienso en las palabras de la tabla de la pared de la iglesia de Garmo: «La guardia del Papa de Roma, los sanjuanistas de Varna y los templarios de Jerusalén se han confabulado. Oculta está la sagrada cámara mortuoria tal y como indicó Asim».
—Y entonces, ¿qué podemos concluir de todo esto?
—¿No te parece evidente?
—¿Qué los vikingos viajaron a Egipto?
—Más aún, que llegaron hasta el templo del culto de Amón Ra, saquearon una cámara mortuoria y secuestraron a un visir, al que luego se llevaron a Noruega.
—¿Sin que nadie haya oído una sola palabra sobre el asunto?
—En el curso del tiempo han pasado muchas cosas que desconocemos.
—¿Una expedición vikinga por el Nilo? ¡La habrían mencionado en todas partes, desde las sagas de los reyes de Snorre hasta los anales egipcios!
Stuart Dunhill alza la cabeza:
—No necesariamente. Si el rey Olav decidió que la expedición por el Nilo debía mantenerse en secreto, ni los poetas skald ni Snorre habrían tenido fuentes a las que atenerse. Recuerda que Snorre vivió varios siglos después de los sucesos que relató. La época de los vikingos fue la era de los trovadores: se ponían muy pocas cosas por escrito. Snorre se atuvo a transmisiones orales y a fuentes escritas de diversa fiabilidad. A partir de estos escasos materiales, Snorre escribió mezclando la realidad con la ficción.
—¿Cómo pudieron mantener algo así en secreto? ¿Una flota de guerra en el Nilo?
—Los vikingos normales no dejaban nada escrito. No escribían cartas. A veces contaban sus aventuras en las posadas o en Navidad, en torno al fuego, tal vez algún poeta local componía un emocionante relato sobre sus proezas, pero de eso a los libros de historia queda todavía un buen trecho. Recuerda que los vikingos no mantenían relaciones con Egipto. Tal vez no fuera para ellos más que un país exótico y caluroso muy alejado de su tierra, como la Tierra de los Judíos o Bizancio. El Nilo era un río como otro cualquiera, como el Sena o el Volga. Hasta el siglo XIX no despertó en Occidente la fascinación por el Egipto de la Antigüedad. A los vikingos no les interesaba una mierda.
—Pero ¿a pesar de eso estuvieron en Egipto?
—Algunas expediciones vikingas seguían la ruta comercial que recorría la costa del Norte de África, desde Gibraltar hasta Alejandría, en Egipto. Otra importante ruta comercial pasaba por Bizancio y seguía hacia el sur, a Jerusalén y luego a África. Piensa en los saqueos de Harald Hardråde —Harald el Despiadado— en el Norte de África. Muchos vikingos visitaron Egipto, de eso no cabe duda, pero se los tomaba por militares bizantinos o por comerciantes del Norte. Se sabe que los vikingos comerciaron con los árabes. En los centros de comercio noruegos y en las tumbas vikingas se han encontrado grandes cantidades de monedas árabes. Los halcones blancos que se cazaban en Groenlandia, por ejemplo, eran muy populares entre los jeques árabes.
—¿Qué dicen las fuentes egipcias? ¿Un ataque vikingo a Luxor?
—Nunca atacaron Luxor. El templo del culto a Amón Ra estaba al Norte de Luxor, en la orilla de los muertos del río, e, incluso para la población local, se trataba de un templo rodeado de misterios e historias de miedo. Un ataque militar a este templo tenía mucha menos importancia que si hubieran seguido hacia el sur y atacado el templo de Karnak o el monumento funerario de Hatshepsut.
—Para el ejército tiene que haber sido una dolorosa derrota.
—La humillación fue total. Los vikingos encontraron mayor resistencia en el Norte, en las guarniciones de las ciudades gemelas Fustat y al-Qahira, lo que hoy es El Cairo. Para el califa loco Al-Hakim bi-Amr Allah, la derrota debió de ser tan humillante que probablemente ordenó que no se mencionara nunca. Los egipcios siempre han eliminado de la historia los sucesos desagradables y a los gobernantes poco populares. En todo momento, quienes estaban en el poder manipularon la escritura de la historia. El nombre de los reyes que caían en desgracia, incluso de los más respetados, era borrado, lo hacían desaparecer. Se destruía todo aquello que pudiera recordarlos. Se arrasaban templos y estatuas, o se transferían a otros soberanos. El mejor ejemplo es el mayor profeta de la Biblia.
—¿Moisés?
—Si la descripción de Moisés que aparece en la Biblia es correcta, debió de tener muchísima influencia sobre su tiempo. A los egipcios no pudo resultarles indiferente, ya le consideraran profeta, hechicero, libertador, agitador o traidor. Pero ¿cómo habla de él su tiempo o la posteridad?
—No lo mencionan.
—Exacto. Moisés fue borrado de la historia.
—¿Qué concluyes tú de eso?
—O bien no existió nunca o bien cayó en desgracia entre sus coetáneos.
—¿Adónde conducen todas estas premisas e hipótesis?
—¿Qué cosa podía tener tanta importancia como para que el sumo sacerdote Asim, que había consagrado su vida a la protección de un objeto sagrado, escribiera una carta al califa de su país?
—¿Una astilla de la cruz de Jesús, por ejemplo? —le digo en broma.
—O algo aún más sagrado.
—¿Más sagrado? —Entonces lo entiendo—. ¡Por favor, Stuart, no me vengas con otro mito del Santo Grial!
Para mi sorpresa, se echa a reír.
—¿El Grial? Bjørn, Bjørn, Bjørn… El Santo Grial es un mito de la Edad Media. No, hombre, piensa. La secta de Asim tenía una misión sagrada: proteger una cámara mortuoria y su contenido. Los tesoros, la momia y los escritos. Todo lo que hubiera en la cámara. Asim, según las fuentes egipcias, fue sumo sacerdote desde el año 999 hasta que desapareció de la historia catorce años más tarde. Era un sumo sacerdote culto y respetado, que dominaba varias lenguas y ciencias. Era astrólogo y adivino, mago e interpretador de sueños. Ya en aquel momento el culto de Amón Ra era una religión de dos mil años de antigüedad en la que, con el tiempo, la doctrina de los dioses egipcios se había ido entretejiendo con la fe mosaica, el cristianismo y el islam. Pero, aunque tenían muchos dioses, en el siglo XI, la secta seguía adorando principalmente a los viejos dioses egipcios. Yahvé no era más que uno entre muchos otros. Los sacerdotes se pasaban toda la vida en un templo-palacio que ocultaba la entrada a la cámara mortuoria. Como he dicho, en ese momento el califa de Egipto era Al-Hakim bi-Amr Allah. En 1021 desapareció misteriosamente, pero la secta medio musulmana de los drusos aún adora a Al-Hakim bi-Amr Allah como su mahdi, que retornará como libertador del mundo y del islam.
Dunhill hace una pausa antes de continuar:
—¿Qué te dice todo esto?
—No gran cosa.
—Voy a confesarte una cosa. ¿Sabes qué estaba yo buscando cuando encontré la cámara mortuoria en 1977?
Niego con la cabeza.
—Estaba buscando algo de un valor religioso inconcebible, algo que estaba escondido con una momia y valiosos tesoros. —Cierra los ojos—. Algo que los vikingos también usurparon, sin darse cuenta, simplemente porque estaba junto a todo el oro y las piedras preciosas.
—¿Qué era?
—Probablemente algo que arroje una nueva luz sobre la historia bíblica. Si hacemos caso de los escritos judíos, como la Mishná, se ocultó un objeto sagrado en una cámara mortuoria precisamente en «un desértico valle bajo la espalda de un monte». Como el Valle de los Reyes…
—¿No podrías contarme lo que estabas buscando?
—Bjørn, no vayas a reírte tú también de mí.
—No me río.
—¡Me gusta juguetear con la idea de que los vikingos robaron el Arca de la Alianza!
Su mirada se humedece.
(Lo que faltaba. El Arca de la Alianza. Todo el que ha soñado con encontrar el Arca de la Alianza hace mucho que se ha entregado a la bebida y la locura).
El Arca de la Alianza era un objeto sagrado transportable. La Biblia lo describe como un cofre de dos metros y medio de largo, cubierto de oro por dentro y por fuera, y adornado con dos querubines. Era transportado por los servidores del templo por medio de dos varas de madera que atravesaban una serie de aros de oro. El cofre contenía, entre otras cosas, las tablas de piedra con los Diez Mandamientos y acompañó al tabernáculo durante el éxodo por el desierto. Más tarde el arca fue trasladada al templo de Salomón en Jerusalén, pero desapareció de la historia cuando el templo fue destruido en el año 586 antes de Cristo. Algunos creen que Nabucodonosor robó el arca, otros que fue escondida bajo el templo de Salomón y que era esa arca —y no el Santo Grial— lo que protegían los templarios con su vida. Hay quien está convencido de que el Arca de la Alianza fue trasladada a Etiopía, donde se encontraría hoy por hoy.
Algunos, como Stuart, piensan que el arca fue escondida en el Valle de los Reyes o en sus proximidades.
Y los más escépticos creemos que nunca existió.
5
EL BAR del Instituto Schimmer parece robado del Waldorf-Astoria. El pianista toca un popurrí de los grandes éxitos de Elton John. Stuart Dunhill ha pedido que nos traigan dos gin-tonics helados. Brindamos. Nos pasamos un par de horas discutiendo las antiguas leyendas egipcias sobre los dioses y la mitología precristiana y, una vez achispados, nos apetece salir a tomar un poco de aire fresco.
En el silencio del desierto, las notas del pianista resuenan en mi cabeza como un eco musical. Goodbye Yellow Brick Road… Hace fresco y está oscuro. Atravesamos el aparcamiento asfaltado y ascendemos entre las higueras y los olivos. Recuerdo la última vez que estuve aquí, cuando la luna brillaba en la hojarasca como una linterna de papel japonesa. Ahora la luna y las estrellas están ocultas tras una fina capa de nubes y, entre los árboles arañados por las garras de los siglos, la voz de Stuart suena frágil.
—Apenas percibimos el contorno de un enigma histórico. Han sido muchos los que, cada uno por su lado, han tenido acceso a una pequeña parte del misterio. Los templarios, los sanjuanistas, los cruzados, el Vaticano. Todas esas misteriosas órdenes, hermandades y organizaciones sobre las que nos encanta escuchar historias. ¿Qué sabían ellos? ¿Qué ocultaban? ¿Qué se esforzaban por encontrar? Probablemente cada uno sabía una pequeña parte de la verdad, pero al parecer les bastaba con eso.
—¿Encontraron alguna vez lo que buscaban?
Stuart Dunhill cierra los ojos antes de contestar:
—Dudo que tuvieran la menor idea de lo que estaban buscando. Cada uno administraba una pequeña porción de la verdad. Sólo reuniendo todos estos conocimientos fragmentarios se podría empezar a entrever la totalidad. Y ese ha sido el problema.
Todo el mundo se ha aferrado a su pequeña pieza. Nadie la ha compartido.
Contemplamos la oscuridad en el silencio y pensamos las mismas cosas.
—Pero, basta ya de mi y lo mío —dice Stuart—, ¿y tú qué? Cuéntame lo que has encontrado en Noruega.
Le cuento toda la historia. Empiezo por el asesinato del clérigo Magnus y el códice de Snorre robado. Le hablo de los rollos de Thingvellir de la gruta en Islandia, de Hassan y sus hombres, que me persiguen y que probablemente trabajen para el jeque Ibrahim, del código de runas del clérigo Magnus que me condujo a una dirección de correo electrónico donde había una copia del documento robado. Le hablo sobre los códigos ocultos en el texto de Snorre y de cómo conseguí descifrarlos gracias a una buena dosis de imaginación y buenos amigos, de cómo trabajamos Øyvind y yo para encontrar la cámara funeraria bajo el monasterio de Lyse, de la piedra rúnica que tengo en mi poder, de mi escondite, del código de la piedra rúnica que me condujo hasta la iglesia de Urnes y de allí hasta Flesberg, Lom, Garmo y Ringebu. En el bolsillo llevo una copia de los textos que he conseguido descifrar hasta ahora. Se la enseño. Lo lee bajo la pálida luz que emite el Instituto y, por su respiración, me doy cuenta de hasta qué punto le altera lo que lee. Le hablo del asesinato del párroco de la iglesia de Ringebu, de la talla de madera que robaron y de mi viaje a la SIS y al Instituto Schimmer.
—Menuda historia —dice—. Y ese manuscrito que encontrasteis en Islandia, los rollos de Thingvellir, estarán en buenas manos, ¿no?
—Por supuesto.
—¿En Noruega? ¿En Islandia?
—Estamos intentando traducirlos.
—¿Cuentas con el apoyo de gente cualificada?
—Con los mejores.
—En sentido estricto, los mejores se encuentran aquí en el Instituto Schimmer.
—Está bien. ¡Con los segundos mejores!
—Realmente deberías traer aquí el pergamino. Para su conservación, tratamiento y traducción.
—Se están ocupando muy bien de él. Por ahora no sé si es seguro traerlo aquí. No me sorprendería que el jeque fuera el dueño del Instituto Schimmer. Fue aquí donde llamó el clérigo Magnus cuando encontró el códice.
Stuart Dunhill se queda un momento callado antes de retomar el hilo:
—Tú y tus amigos habéis llegado más lejos que ningún otro. Habéis descubierto códigos allí donde los demás sólo vieron texto. ¡Y además habéis conseguido descifrar los códigos!
—Pero no hemos encontrado la cámara mortuoria más importante y, además, hemos perdido el último hilo conductor. Se hallaba en la talla de san Lorenzo.
En la oscuridad intuyo la vaga sonrisa de Stuart Dunhill.
—Estás compitiendo con los investigadores más destacados del mundo y con un multimillonario, pero tienes un olfato, una intuición y una endemoniada tenacidad de la que carecen todos los demás. Te admiro, Bjørn. De verdad. Te admiro.
Se me acaloran las mejillas.
Stuart dice:
—Si alguna vez se llega a encontrar esa cámara, y a resolver el enigma, serás tú quien lo haga. Y no soy el único que lo piensa.
6
ME PASO todo el día siguiente en el archivo del Instituto Schimmer, donde cojo prestadas varias cajas de documentos, pergaminos, rollos y pedazos de papiros. El archivista registra concienzudamente todo lo que me llevo al escritorio.
Con la delicadeza de un cirujano, paso las hojas de los textos y busco hacia atrás en la historia. Encuentro un astuto tratado del siglo XIX que saca paralelismos entre el misterioso manuscrito Voynich del siglo XVI —un documento de 272 páginas escrito en caracteres desconocidos y en un lenguaje codificado incomprensible— y otro manuscrito igualmente críptico, de Leonardo da Vinci, que se conserva en la Biblioteca Ambrosiana de Milán. Encuentro cartas, relatos y credenciales, certificados y anexos, indicaciones, tratados y anotaciones, escrituras y circulares. Anexo a la mayoría de los documentos hay una traducción al inglés. Me he traído unos guantes de seda y, cada poco tiempo, alguno de los conservadores se acerca a mi mesa para comprobar que no estoy haciendo cartón piedra con sus insustituibles tesoros.
Pero no encuentro nada que indique que alguien —más allá del sumo sacerdote Asim— haya escrito algo que pueda confirmar que los vikingos saquearon Egipto en 1013. Y si tal documentación se hubiera escrito, probablemente Stuart la habría encontrado hace años.
7
STUART Dunhill y yo hemos acordado cenar juntos a las seis. Mientras le espero, me acerco al departamento técnico del Instituto Schimmer para averiguar si han descubierto algo sobre la tabla rúnica. Qué antigüedad tiene, el tipo de madera de la que está hecha y si contiene algo en su interior.
El departamento técnico se encuentra en un ala separada, construida en 1985, con todo tipo de herramientas y equipos especializados. Aquí hacen de todo, desde datar artefactos con la técnica C-14 hasta restaurar objetos y recomponer documentos que les llegan hechos pedazos. Los investigadores, con batas blancas y monos de trabajo, algunos con mascarillas y gafas de seguridad, se inclinan sobre sus bancos de trabajo y sus máquinas.
Una trabajadora vestida con un mono de plástico verde me conduce hasta el «Departamento Histórico-Técnico de Artefactos de Madera, Papel y Papiro». Me asomo a un taller donde dos investigadores judíos con kipá trabajan con una Tora extendida sobre una mesa de aluminio de varios metros de largo. En el siguiente taller, un grupo de investigadores están restaurando un elaborado ataúd. Luego abro la puerta de un trastero y después la de un despacho donde una indignada mujer con la mesa llena de archivadores y papeles me pregunta si no tengo por costumbre llamar a las puertas.
El tercer taller está vacío.
Esto es… si no contamos a Lars.
A san Lorenzo.
La talla de madera que robaron en la iglesia medieval de Ringebu.
San Lorenzo está amarrado a un banco de carpintero con correas y gatos, como si quisieran impedir que echara a correr por el desierto.
Me quedo helado, y no sólo por el aire acondicionado: no concibo qué hace la talla aquí, en el Instituto Schimmer. El jeque Ibrahim debe de tener el instituto bajo su control, lo que significa que en el mejor de los casos me están vigilando y, en el peor, corro peligro de muerte.
Me quedo unos segundos en la puerta mirando fijamente a san Lorenzo antes de entrar vacilante en el taller. La talla tiene un aspecto extraño sobre la mesa de trabajo, rodeado de sierras eléctricas, berbiquíes y taladros. A pesar del arsenal de amenazadoras herramientas, es evidente que tratan la escultura de madera con delicadeza. Bajo las correas y los gatos han puesto trozos de fieltro para protegerla. Las hojas de las sierras y las brocas del taladro son del tipo más fino y delgado.
En la pared cuelga una radiografía. Asombrado, me quedo estudiándola, porque en el interior de san Lorenzo no parece haber ninguna cavidad que pueda contener un mensaje. Da la impresión de que los investigadores detuvieron el trabajo y dejaron a un lado las herramientas cuando vieron la radiografía.
San Lorenzo está hecho de madera maciza.
No tiene nada dentro.
Sorprendido, vuelvo a mirar la radiografía y la escultura. El texto de la «Biblia de Lars» no daba lugar a equívocos. «Del mismo modo que María llevó a Jesús en su seno, el vientre alberga el cofre. ¡Loado sea Tomás!».
Entonces ¿por qué no hay nada dentro?
En lo alto, bajo la pared, descubro una cámara de vigilancia. ¿Estará alguien mirando en este mismo instante la cara boquiabierta del albino miope Bjørn?
Salgo del taller, cierro la puerta y me quedo parado un instante para sobreponerme. En ese momento aparecen dos investigadores, un hombre y una mujer.
Los dos se detienen.
—¿Sí? —dice la mujer.
—¿Te podemos ayudar? —dice el hombre.
Los técnicos prefieren que los académicos nos quedemos en la sala de lectura.
Con la boca seca, les digo que estoy buscando el taller donde están investigando la tabla rúnica de Noruega.
—¿La tabla rúnica? Taller 14.
Les doy las gracias y prosigo pasillo abajo.
La tabla rúnica está metida en una bolsa de plástico, en un armario de cristal de un taller vacío señalizado como Woodwork Laboratory XIV. Rompo el cristal con el codo y me meto la tabla rúnica en el bolsillo.
En lo alto de la pared parpadea la bombilla roja de una cámara de vigilancia.
Con la respiración entrecortada, regreso por el mismo camino que llegué. La alarma se va a disparar en cualquier momento. Una de las sirenas empezará a aullar y una voz gritará por los altavoces: «¡Detengan al ladrón!».
Pero no pasa nada.
Cada vez que me cruzo con alguien ralentizo la velocidad. Miro atrás cuando salgo por las puertas dobles del departamento técnico, luego atravieso medio corriendo el ala de conferencias y salgo al gran vestíbulo abierto de la recepción.
Me imagino a Hassan y a un pelotón arrodillado apuntándome al pecho con sus rifles.
Pero nadie se fija en mí. La vida en recepción sigue su curso. Unos miran la televisión, otros charlan, algunos hablan por teléfono, otros leen el periódico.
Nadie levanta la vista.
Nadie grita: «¡Ahí está!».
8
STUART Dunhill vive en una suite en el ala de alojamiento. Llamo contundentemente a la puerta. Al abrir alza las cejas sorprendido:
—¿Ya?
Se está preparando para la cena: tiene la cara cubierta de espuma de afeitar y lleva la camisa blanca abierta.
Me abro paso y cierro la puerta.
—Están aquí.
—¿Quién está dónde?
—El jeque. Hassan. Yo qué sé. ¡He visto el san Lorenzo! En uno de los talleres.
—¿San qué?
—¡San Lorenzo! ¡La talla de madera!
—¿Aquí?
—¡Vengo ahora mismo de los talleres! Estaba buscando la tabla rúnica.
—¿Has preguntado a alguien si…?
—¿Estás loco? Está claro que el Instituto Schimmer forma parte del asunto.
—¿El instituto? Hombre, por favor… Este es un instituto serio y respetable. Nunca robarían artefactos históricos. Y mucho menos matarían a alguien.
—Entonces ¿qué hace aquí el san Lorenzo?
—Seguramente hay una explicación natural. Lo mejor es que informemos a la dirección. Inmediatamente.
—¡No!
—Piensa. Tal vez se trata simplemente de un servidor desleal. Quizá les hayan engañado. Puede que alguien haya traído aquí la talla sin informar al instituto sobre su origen o el modo en que se ha conseguido.
—No me atrevo a confiar en ellos.
—Aquí trabajan cientos de investigadores. El instituto no se confabula con criminales. Tú mismo trajiste la tabla rúnica. El instituto no sería responsable si la hubieras robado de un museo.
—Tengo que largarme de aquí.
—Bjørn, ¡estás en medio del desierto!
—No me puedo quedar. Lo siento.
—Bjørn…
En ese mismo momento suena el teléfono. Stuart lo coge, escucha y luego cuelga. El auricular se ha llenado de espuma.
—¡Me voy contigo!
—¿Te vienes conmigo?
Saca una maleta de debajo de la cama.
—¿Stuart? ¿Qué está pasando?
Rápidamente traslada unos puñados de ropa interior, calcetines y camisas de la cómoda a la maleta.
—¿Quién ha llamado? ¿Qué han dicho?
Stuart se detiene.
—Era de la SIS.
—¿El profesor Llyleworth?
—Me han pedido que te cuide.
—¿Qué me cuides?
—Haré lo que esté en mi mano.
—¿Ha pasado algo? ¿Sabe la SIS que he encontrado la talla?
—Lo dudo, pero el jeque Ibrahim sabe que estás aquí. La SIS se ha enterado de que los hombres del jeque están en camino. Se dirigen al instituto. Y en este caso no se trata de investigadores corruptos. —Stuart me mira—. Ha enviado a Hassan.
Antes de salir, introduzco mi móvil en un sobre forrado y lo dirijo a la dirección de mi oficina en la universidad. No sé si será mi tarjeta GSM o algún servidor desleal quien revela dónde me encuentro en todo momento.
En todo caso, Hassan no es ingenuo, no seguirá al coche de correos. Todo lo que puedo hacer para asegurarme cierta ventaja es esparcir una pizca de confusión en la red de espionaje de tecnología avanzada del jeque.
9
ATRAVESAMOS el desierto a toda velocidad en un Mitsubishi Outlander que no sé si Stuart ha cogido prestado o ha robado.
El cielo está oscuro y estrellado. El desierto parece infinito. Los faros delanteros iluminan dos hondonadas que con buena intención se pueden llamar un camino de carretas. La voz de mujer del navegador de satélite del salpicadero nos indica que giremos a la derecha después de three hundred yards. Da la impresión de que la mujer cree que estamos en una autopista.
—¿Adónde vamos? —pregunto.
—¡Nos largamos de aquí!
—¿Adónde?
—Puesto que ha tenido que acabar de este modo, me gustaría enseñarte de qué estoy hablando.
—¿Y eso qué significa?
—Nos vamos al único sitio donde tenemos algo que hacer.
—¿Y ese qué sitio es?
—Dios, ¡para lo listo que eres, eres muy lento!
—¿Adónde?
—¡A Egipto!
10
HORA TRAS hora, conducimos a través de la enorme oscuridad del desierto hasta que la noche se extingue por el horizonte.
Por el camino, Stuart me va hablando con el entusiasmo de un profesor que por fin ha conseguido un estudiante que no se le puede escapar, o tal vez sólo sea su manera de mantenerse despierto. Con una mano en el volante y la otra gesticulando en el aire, me habla de los patriarcas del Antiguo Testamento y de cómo afectó a su cultura tribal el surgimiento del estado egipcio.
—Los patriarcas eran un pueblo nómada de pastores —dice mirando fijamente el incipiente día—. Los judíos, los cristianos y los musulmanes, todos adoran al mismo patriarca: Abraham. Abraham tuvo un hijo con la criada Hagar: Ismael, que es uno de los grandes profetas de los musulmanes. Con su mujer Sara tuvo al hijo Isaac, uno de los antepasados de Moisés y los judíos. Al morir Abraham, Sara rechazó a su hijastro Ismael y de ese modo la raza semítica se dividió entre árabes y judíos. Y desde entonces se han estado peleando.
Mientras el sol va saliendo y la fuerte luz se extiende por el desértico paisaje, Stuart me habla de la fusión de las culturas tribales y las civilizaciones incipientes. Las ruedas van chocando contra las irregularidades del terreno.
—El Antiguo Testamento surgió en un tiempo en el que las tribus de la Antigüedad se estaban organizando en culturas estatales. Quienes escribieron el Antiguo Testamento tomaron gran parte de su material de las culturas que mejor funcionaban de la región, como la babilónica o la egipcia. Los textos de enseñanza egipcia fueron copiados directamente en los proverbios de Salomón. No hay más que ver la administración del rey David, con sus ministros y sus pomposos títulos: es claramente una copia de la jerarquía estatal egipcia.
Enciendo el ventilador de aire frío. El calor ha empezado a pegar contra el techo del coche. En el asiento trasero hay una bolsa térmica con botellas de agua. Cojo dos botellas y le doy una a Stuart. El agua está templada, pero aun así me bebo la mitad de la botella de un trago.
Stuart tiene problemas para abrir la botella.
—En la cultura de tribus de los patriarcas, los relatos eran centrales, las cosas se transmitían oralmente. En Egipto, en cambio, se había convertido en una costumbre poner las mejores historias por escrito. —Se lleva la botella a la boca y bebe con avidez. Luego eructa y murmura—: ¡Perdón!
Por la ventanilla veo un desierto de piedra que continúa hasta el infinito.
—¿Estás cansado? —pregunto.
Pero no lo está.
—Cuando el arqueólogo británico Layard, a mediados del siglo XIX, encontró en Irak las ruinas del palacio del rey asirio Asurnasirpal II, también descubrieron unas tablas con escritura cuneiforme de la ocupación asiria de Babilonia. En su relato de la creación (el precedente de lo que nosotros conocemos como Pentateuco), el primer ser humano, un hombre, fue creado en un jardín paradisíaco. Se creó a una mujer a partir de su costilla.
Stuart carraspea y le pega otro trago al agua.
—Más tarde el hombre y la mujer fueron expulsados del paraíso. Desobedecieron a su dios… —Se traga el resto del agua—. Incluso el diluvio universal tiene su origen en la mitología babilónica: la epopeya de Gilgamesh, de tres mil seiscientos años de antigüedad, habla de un dios que ordena a un hombre que se prepare para una inundación. El hombre se salva a sí mismo, a su familia y a un montón de especies de animales a bordo de un arca que encalla en una gran montaña.
Pongo el ventilador de aire frío al máximo.
—¿La torre de Babel? —continúa Stuart—. En Babilonia, el rey asirio Esarhaddon construyó una torre, en honor al dios Marduk, que debía llegar hasta el cielo. ¿Qué crees que pasó? Ganó la fuerza de la gravedad. La torre se derrumbó.
—Pero Stuart, ¿todo esto no confirma los relatos de la Biblia?
—Esa es una manera bondadosa de interpretarlo. También se puede ser más malo y decir que los creadores del Antiguo Testamento no tenían la imaginación suficiente como para inventar sus propias historias.
—En el Tanaj aparecen muchas cosas aparte de tus ejemplos.
Mis objeciones le están provocando:
—Grandes partes de los textos sagrados son un refrito de mitos y relatos de culturas aún más antiguas…
—¡Está bien!
—… Inteligentemente entretejidos con la creación de una nueva religión centrada en torno a un dios nuevo y todopoderoso.
Ninguno de los dos dice nada en un rato.
Al final el silencio le resulta a Stuart demasiado pesado:
—Aun la historia de la vida de Moisés tiene un precedente. En los mitos babilónicos, el rey Sargón de Acad fue enviado río abajo en un barco de juncos cuando su madre intentó ocultarlo. Por suerte fue encontrado y adoptado. —Stuart hace tamborilear los dedos sobre el volante—. Así de original es el relato más importante del Antiguo Testamento.
Incluso en el infierno en llamas del desierto hay quien está a gusto: las larvas peludas y de muchos colores, los burros y la rosa de Jericó. Cuando el tiempo es húmedo, la rosa es verde y achatada, pero en cuanto se seca, se enrosca como un puño cerrado contra los elementos. (Me reconozco en ella). Si la sequía dura, se desprende de sus raíces y rueda por el desierto hasta que el viento la lleva a un lugar húmedo donde poder establecerse.
Muy pocos la encuentran bonita, pero a la mayoría les hace gracia.
Un poco como yo.
11
MÁS TARDE llegamos a una ciudad fronteriza donde compramos un visado para Egipto. Cruzamos la frontera y nos dirigimos hacia el sur, por la península del Sinaí, a lo largo de la bahía de Aqaba, hasta Sharm el-Sheikh. Desde allí cogemos un ferry para atravesar el mar Rojo hasta Hurghada y seguimos en dirección al sur, hasta Port Safaga, donde nos incorporamos a una caravana de turistas escoltada que atraviesa el desierto hasta llegar a Luxor.
Por el camino, Stuart me confiesa que tiene la esperanza de que nuestra investigación pueda relanzar la suya.
—¡Rehabilitación! ¡Llámalo como quieras! ¡Venganza! ¡Revancha! ¡Restitución profesional! No te imaginas lo que significaría para mí que, con tu ayuda, consiguiera demostrar que mi teoría es correcta. Que los vikingos estuvieron en Egipto.
Para mi espanto, le cae una lágrima por la mejilla. Incómodo, me quedo mirando por la ventanilla del coche.
—Creo que los rollos de Thingvellir contienen algo que confirma que tengo razón —dice Stuart—. Que he tenido razón durante todos estos años.
En la Tebas de la Antigüedad, una avenida empedrada unía el templo de Karnak con el de Luxor. Por aquí pasearon los faraones con sus polvorientas sandalias elaborando planes de guerra antes de volver al palacio para comerse unos dátiles y mancillar a sus hermanas.
A día de hoy, los dos grandes templos, con sus casas de dioses, sus obeliscos, sus esfinges y sus estatuas gigantes, arrojan grandes sombras sobre el terreno.
Nos alojamos en The Winter Palace, en la calle principal Corniche el Nile. Por el Oeste, al otro lado del Nilo, el sol se está poniendo. La luz de la penumbra tiñe de rojo los peñascos cubiertos con templos y sepulcros dedicados a los faraones, las reinas y los príncipes muertos.
Un poco más exótico que llegar a Brandbu un día gris cualquiera.