LA MISIÓN

Inglaterra

1

ALGUNAS veces, involuntariamente y sin previo aviso, te vuelven a atrapar las experiencias del pasado.

Cual fantasmas, se visten de carne y hueso para resurgir iguales a las que has intentado olvidar.

Se dice que nunca se puede huir del propio pasado. Puedes intentar olvidarlo, puedes tratar de esconderte, pero siempre te encontrará. Siempre.

2

COMO un templo griego o un palacio imperial de la antigua Roma, el cuartel general cubierto de mármol de la SIS (Society of International Sciences) se yergue en el honorable Whitehall de Westminster, en el corazón de Londres. Unas anchas escalinatas de granito color ámbar conducen a una puerta doble de haya rojo incendiario, oculta tras siete enormes columnas.

La SIS es una fundación que se estableció en 1900 para coordinar toda la investigación en un banco de conocimiento común. Es una especie de CIA de la investigación científica. Mantienen relaciones con todas las universidades y círculos de investigación del mundo.

La recepción de la SIS parece un museo para invitados especiales. Todo el mundo habla en voz baja. Sobre la baranda de reluciente caoba penden enormes óleos con imágenes de la Antigüedad y la Edad Media: Druidas en Stonehenge, Moisés dividiendo las aguas, el asesinato del César, la crucifixión de Jesús, María Magdalena amamantando a un bebé, los templarios en el Templo de Salomón y los caballeros del rey Arturo que alzan el Santo Grial bajo la luna llena.

Diane y el profesor Llyleworth me están esperando tras un mostrador de meranti rojo oscuro.

—Bjørn —dice Diane calladamente. Me da un breve abrazo—. Ha pasado mucho tiempo.

Hace algunos años fuimos novios, o tal vez sea «amantes» la palabra que estoy buscando. Durante algunas semanas de felicidad pensé que por fin había encontrado a la mujer de mi vida. Recuerdo la noche que pasamos en su apartamento del rascacielos de Londres y nuestro dulce idilio veraniego en la casa de campo de la abuela, en el fiordo de Oslo. De pronto me sacó de su vida con un chasquido de dedos, como a un molesto moscón. Me he percatado inmediatamente del lujoso anillo de oro que lleva en el meñique izquierdo. Ninguno de los dos menciona el hecho de que hace algún tiempo me susurrara Bjørn al oído mientras me acariciaba la piel y el alma con sus largas y afiladas uñas de color púrpura.

El profesor Llyleworth me tiende la mano.

—Me alegro de volver a verte —dice formalmente, machacándome la mano al estrecharla.

Aquello fue una historia que he intentado dejar atrás. Habíamos encontrado un cofre de oro en las ruinas de un octógono en el monasterio sanjuanista de Værne. El cofre de los secretos sagrados. El profesor Llyleworth fue enviado por la SIS para excavar y confiscar el cofre de oro, y además para ponerme zancadillas. Llyleworth se ríe forzadamente cuando le recuerdo cómo le quité el cofre de oro en nombre de las autoridades del patrimonio cultural noruego. En aquellos momentos, Diane era una servicial secretaria de la SIS con muy buenas intenciones. Más tarde resultó ser la hija de Michael MacMullin, el gran maestre de la atávica orden que me persiguió mientras yo intentaba proteger el valioso contenido del cofre. Diane, el profesor y yo nos fuimos enredando en una trama cada vez más tensa de desconfianza recíproca. Cuando acabó todo, hubo cierto revuelo. El cofre contenía un evangelio desconocido, pero consiguieron ocultar incluso eso.

Yo me derrumbé en un pantano de depresión y paranoias. Volvieron a enviarme a la clínica para los nervios, donde me encerré en mi cascarón y me consagré a una existencia de oscuridad y autocompasión.

Al cabo de algunos meses me cepillé el polvo de la ropa y del alma y retorné vacilante a la realidad.

3

FUE AL profesor Llyleworth a quien llamé cuando, hace varias semanas, ayudé a Thrainn a ocultar los rollos de Thingvellir. La SIS mandó un avión a Islandia y ahora los traductores y científicos de Thrainn colaboran con los especialistas de la SIS en una casa de seguridad secreta en algún lugar de Londres… No sé dónde. Por seguridad.

El profesor Llyleworth me localizó esa misma tarde llamando a la policía local de Ringebu. El incendio en la iglesia ya había sido sofocado. El sistema de extinción y los bomberos consiguieron que el conato de incendio no causara daños irreparables.

—¿Cómo sabe la SIS dónde estoy? —pregunté.

—Bjørn —dijo el profesor—, nosotros siempre sabemos.

—¿Qué queréis? —pregunté.

—Tenemos que hablar —dijo el profesor.

—¿Por qué? —pregunté.

—Lo discutiremos cuando llegues —dijo.

—¿Cuándo llegue? —pregunté.

—Un avión te irá a buscar al aeropuerto Gardermoen de Oslo —dijo el profesor.

Así trabaja la SIS.

Cuando acabé con las formalidades en la comisaría de Ringebu, volví en coche a Oslo. Una patrulla de la policía me acompañó a casa, donde me duché y empaqueté el pasaporte y la ropa en una maleta. Cogí la tabla rúnica de la iglesia de Urnes y la metí en una funda de terciopelo. Necesitaba que me ayudaran a datarla.

Ragnhild me llevó al aeropuerto. Por el camino le conté todo lo que había pasado. Le pareció una buena idea que me fuera unos días al extranjero.

Volé de Gardermoen a Londres en el Gulfstream de la SIS. Cuando aterrizamos era de noche. Una limusina me llevó de Heathrow hasta Whitehall.

4

—¿Q CONSIGUIERON llevarse de Ringebu? —pregunta el profesor Llyleworth.

—Una talla de madera de san Lorenzo.

Tras la recepción, han colocado en una sala de reuniones tres cómodas sillas ante una pantalla que Diane controla con un mando a distancia.

—¿Podéis contarme qué son los rollos de Thingvellir? —pregunto.

El profesor Llyleworth junta las manos:

—Una copia de un manuscrito bíblico.

—¿Qué hace que sea tan singular?

—Eso es lo que estamos intentando averiguar.

—¿Cómo acabó en manos de Snorre en Islandia?

—No lo sabemos —dice Diane.

—Me cuesta creeros.

—Tenemos algunas hipótesis —dice el profesor Llyleworth.

—¡Adelante!

—Será mejor que empecemos por el principio.

Un buen lugar para empezar…

Diane enciende el proyector del techo. Un retrato aparece sobre la pantalla, en una cascada de luz.

—Stuart Dunhill —dice Diane—. Un destacado arqueólogo de la década de los setenta.

Continúa el profesor Llyleworth:

—En 1977 encontró una cámara mortuoria, desconocida hasta ese momento, en los peñascos tras el templo de Amón Ra, en las proximidades de Luxor, la antigua Tebas de Egipto. La entrada a la cámara estaba cerrada con un muro, camuflado y oculto tras un altar.

En la pantalla, el retrato es sustituido por una pintura egipcia rodeada de jeroglíficos.

—La fotografía está tomada en la cámara que encontró Stuart Dunhill —dice Diane.

—Las decoraciones se remontan aproximadamente al año 1015 —dice el profesor Llyleworth.

—En aquella época los egipcios ya no escribían con jeroglíficos —les digo—. Escribían en copto o en árabe. O incluso en griego.

—Correcto —dice el profesor Llyleworth—. Pero aquí se trataba de textos sagrados, no destinados a ojos humanos. Era un rezo a los dioses. En tales contextos, al parecer, los jeroglíficos tienen más fuerza.

Intuyo una sonrisa.

—Por eso escribieron con los signos antiguos —continúa Llyleworth.

—La cámara mortuoria —dice Diane mostrando una serie de fotografías de la cripta—, es miles de años más antigua. En realidad, el sepulcro está compuesto por tres cámaras. Una cámara exterior que al parecer servía exclusivamente para camuflar la cámara interior. Pero, y esto es lo más curioso, detrás de la oculta cámara interior, había aún otra cámara mortuoria, todavía mejor camuflada que la exterior y la media.

—¿Quién estaba enterrado allí?

—No lo sabemos —responde el profesor—. Los jeroglíficos, y ahora estamos hablando de textos de varios miles de años de antigüedad, hablaban del difunto como El Caído, El Condenado o El Divino, alternativamente.

—Da la impresión —dice Diane—, de que la momia era de estirpe real, condenado por su contemporaneidad, pero adorado por la posteridad. —Va haciendo aparecer imágenes de estatuas y relieves—. Los jeroglíficos más modernos son, por tanto, dos mil quinientos años más recientes que los más antiguos.

—¿Qué dicen?

Diane hace un zoom sobre los jeroglíficos.

—Nos llevó cierto tiempo interpretarlos. El problema es que no parecen tener mucho sentido.

El profesor dice:

—La cámara mortuoria la descubrió Stuart Dunhill en 1977, pero, dado que ladrones de tumbas se habían llevado ya el tesoro y la momia, el hallazgo no despertó gran interés internacional.

—La cámara se encuentra a cierta altura, en los peñascos junto al Nilo, al Norte del Valle de los Reyes. —Diane muestra una fotografía tomada a orillas del Nilo.

Bajo el cielo azul, veo los peñascos dorados y, sobre un llano, aparece un templo-palacio.

—Hace mil años, salía un canal del Nilo y pasaba por el templo —dice.

—Lo curioso son los incomprensibles mensajes de los jeroglíficos —dice el profesor Llyleworth—. Informan de que el sepulcro fue atacado unos mil años después del nacimiento de Cristo, según el calendario egipcio. Fue atacado, y ahora cito literalmente las inscripciones de la pared, «por los bárbaros de las tierras salvajes del Norte».

—¿Te recuerda a algo? —pregunta Diane.

—¿Vikingos?

—Esa fue la conclusión que sacó Stuart Dunhill —dice el profesor Llyleworth—. Desgraciadamente, no sólo tuvo que enfrentarse a duras críticas, sino que fue incluso ridiculizado, desacreditado y desprestigiado. El establishment de los setenta lo destrozó como persona y como profesional.

—Naturalmente sabemos que no hay pruebas de que los vikingos remontaran el Nilo —dice Diane—. Ni siquiera Snorre (que realmente tenía mucha imaginación cuando quería adornar las sagas de los reyes) cuenta nada sobre ninguna expedición vikinga a Egipto. Uno pensaría que el arqueólogo que encuentra una cámara mortuoria como esa tendrá que ser admirado y respetado, pero para Dunhill ese descubrimiento fue el principio del fin. En lugar de anunciar el hallazgo en una revista especializada y documentar sus tesis de un modo que se pudiera comprobar a posteriori, decidió vender su historia al National Geographic Magazine. Con grandes aspavientos anunció que los vikingos noruegos habían invadido Egipto.

—Stuart lo hizo todo mal —dice el profesor Llyleworth—. Creyó que sería aclamado como el Howard Carter de nuestros tiempos, pero sacó demasiadas conclusiones precipitadas basándose en un material algo especulativo. Los arqueólogos que estudiaron más tarde los jeroglíficos llegaron a conclusiones muy distintas a las suyas. Eso de «los bárbaros de las tierras salvajes del Norte» lo interpretaron como los soldados del emperador de Bizancio.

—La decepción lo llevó a buscar consuelo en el alcohol —dice Diane—. Empezó a ir cuesta abajo.

—¿Está muerto?

—Esa es una cuestión de definición.

—Bebe —dice el profesor Llyleworth—. Desde 1979 vive y, hasta cierto punto, trabaja en el Instituto Schimmer.

—Paradójicamente, durante los últimos veinticinco años han aparecido constantemente indicios que tornan más plausible, y hasta cierto punto confirman, la tesis de Stuart de que los vikingos remontaron el Nilo. Tus propios hallazgos confirman la hipótesis —añade Diane mostrando una imagen de la cámara mortuoria del monasterio de Lyse.

Las fotografías me producen escalofríos. No tenía ni idea de que la SIS tuviera representantes entre los investigadores que estuvieron presentes en la cámara mortuoria, pero evidentemente también estaban allí. La SIS está en todas partes.

—¿Quién es responsable de los asesinatos del clérigo Magnus y del párroco de Ringebu? —pregunto.

—No lo sabemos, pero tenemos nuestras sospechas —dice el profesor Llyleworth.

—Tras el hallazgo de la cámara mortuoria en 1977, corrieron rumores sobre lo que revelaban las inscripciones de sus muros —dice Diane—. Muchos coleccionistas internacionales lucharon por hacerse con la mayor cantidad posible de información, cosas como copias exactas de los textos o reproducciones de las paredes.

—Cuando dice «lucharon» quiere decir «compraron» —apostilla el profesor Llyleworth—. Por sumas formidables.

—Uno de los coleccionistas más devotos que aparecieron en aquel momento era un jeque desconocido. Un misterioso multimillonario. El jeque Ibrahim al-Jamil ibn Zakiyi ibn Abdulaziz al-Filastini. No conozco a nadie que lo haya visto nunca. Ni siquiera tenemos ninguna fotografía de él. Tiene una de las colecciones privadas de reliquias de la Antigüedad más importantes del mundo. Muchos piensan que tiene en su poder una versión completa del Codex Sinaiticus, la colección de manuscritos de la Biblia griega. Se trata de una versión de la Biblia dispersa a los cuatro vientos: hay 347 páginas en el Museo Británico, doce hojas en una biblioteca universitaria de Leipzig y tres hojas en la biblioteca nacional rusa de San Petersburgo.

—Y probablemente una copia completa y no deteriorada esté en manos del jeque Ibrahim —dice el profesor Llyleworth.

—El jeque ha contratado a coleccionistas, anticuarios, bibliotecarios e investigadores de todo el mundo para que le informen sobre cualquier noticia que pueda vincularse con una expedición vikinga a Egipto —dice Diane—. ¿Por qué? No lo sabemos. ¿Son los hombres del jeque Ibrahim quienes están detrás de los asesinatos de Reikiavik y Ringebu? Tampoco lo sabemos.

—Pero no es descabellado pensarlo —dice el profesor Llyleworth—. Sospechamos que la organización del jeque fue responsable de un asesinato en la década de 1980. De ese modo se hizo con una copia alejandrina contemporánea del Codex Vaticanus, que se considera uno de los manuscritos bíblicos más antiguos que se conservan.

—¿Una copia? No tenía la menor idea de que hubiera una copia.

—Son muchas las cosas que no sabemos los investigadores.

—¿Conoces las teorías sobre los universos paralelos? —dice Diane.

La miro con los ojos abiertos de par en par.

Se echa a reír.

—También hay dos mundos cuando se trata de los artefactos históricos. Uno de ellos es aquel en que nos movemos los investigadores, pero luego hay un mundo comercial de coleccionistas, ladrones, contrabandistas, mediadores y vendedores. Esa gente no tiene escrúpulos a la hora de asegurarse los objetos más valiosos: los manuscritos, los cuadros y las obras de arte, las primeras ediciones, los hallazgos arqueológicos.

—¿Y el jeque es uno de esos hombres?

—Es el peor de todos.

—Es un personaje misterioso que trabaja por medio de una red de operadores, agentes y representantes —dice el profesor Llyleworth—. Él mismo es un eremita que se ha retirado a su palacio del desierto, donde cultiva su colección, su riqueza y su fe.

—Pero ¿cómo se enteró él de la existencia del pergamino del clérigo Magnus? ¿Y de mis hallazgos?

—Él lo sabe todo —dice Diane.

—Tiene recursos del calibre de los de un servicio de inteligencia —dice el profesor Llyleworth—. Y carece de escrúpulos.

—¿Por qué busca los rollos de Thingvellir tan desesperadamente?

—Las labores de traducción aún no han avanzado lo suficiente —responde Diane—. Pero suponemos que los rollos de Thingvellir son una copia hebrea y una traducción copta de un manuscrito original de la Biblia mucho más antiguo. Probablemente más antiguo que el Codex Vaticanus, y sin duda más antiguo que la Septuaginta.

—¿Y para qué quiere el jeque el texto?

—Tal vez simplemente quiera tenerlo —propone Diane.

—Para poseerlo —añade el profesor Llyleworth.

La suposición no me parece nada plausible.

—Quizá contenga información nueva, conocimiento nuevo —insinúa el profesor.

—Realmente no lo sabemos, Bjørn —dice Diane.

Nunca aprendió a pronunciar mi nombre. Hubo un tiempo en que su acento me parecía encantador. Bjørn…

—¿Y qué hacemos ahora? ¿Por qué me habéis pedido que venga?

Diane y Llyleworth agachan la mirada.

—La SIS quiere contratarte —dice Diane—. ¡Te necesitamos!

Me mira a los ojos. We need you

Cuando la SIS encontró el cofre de los secretos sagrados, yo era lo último que necesitaban. Era el inspector noruego. Un pálido y testarudo dolor en el trasero para los impolutos británicos. Iban por el cofre de oro con el manuscrito milenario y yo entorpecía su camino. No quiero excluir que mi ilimitada testarudez les impresionara. Si eres lo suficientemente testarudo, acabas encontrando la solución que no se le ha ocurrido a nadie. Me he granjeado cierto renombre en los círculos académicos. En los congresos y los seminarios, los investigadores extranjeros me saludan como si me reconocieran. Bjørn Beltø. El arqueólogo noruego. El albino que doblegó al mismísimo Michael MacMullin. Pero todo eso es otra historia.

—Te conocemos, Bjørn —dice Diane—. Eres tenaz, decidido, valiente y testarudo.

Además de, como ella sabe bien, fácil de engañar, ingenuo y crédulo.

—El dinero no es problema —dice el profesor Llyleworth—. Se te concederá un presupuesto ilimitado. Te ingresaríamos en tu cuenta todos los medios que pudieras necesitar. Además de unos honorarios holgadamente generosos.

—Ni siquiera sé por dónde empezar.

—Empieza por Stuart Dunhill —dice Diane—. Ve al Instituto Schimmer y habla con él. Luego puedes seguir en Egipto. Puedes viajar a donde quieras.

—Pero ¿qué es lo que queréis que haga?

—Averigua lo que pasó aquella vez en Egipto —dice el profesor Llyleworth.

—Averígualo antes que el jeque Ibrahim —dice Diane.