LOS SEGUNDOS FINALES
No supieron cómo se habían unido sus bocas.
El frenesí de la desesperación, de la muerte, los había arrojado a uno contra el otro. Sus labios se buscaron con angustia, con dolor, con pasión, sabiendo que un segundo después ya no existirían, sabiendo que luego sus cuerpos serían solamente unos átomos aniquilados por el calor y expulsados hacia el infinito.
Cuando se separaron sus bocas, los dos se miraron quietamente a los ojos.
Había lágrimas en los de Mara.
Y en los de Key una extraña serenidad, una solemne calma.
Susurró:
—Te lo seguiré explicando, Mara.
—¿Para que no piense en nuestra muerte?
—Ésa es una de las razones, desde luego. Ojalá pudiera distraerte lo bastante para que no te dieras cuenta.
Miró al cielo ya enteramente negro y añadió:
—Como te decía, la Krabb y Larsen estuvieron de acuerdo en que él debía desaparecer. Larsen sabía que esta vez, a causa incluso de la rutina, pues se han hecho centenares de pruebas nucleares, la vigilancia sería muy floja. Incluso la bomba estaría sola, sin ninguna conexión con el exterior, pues la harían estallar por radio desde gran distancia. Y si todo se producía en las fechas calculadas, él tendría grandes facilidades para hacerse con el arma, desmontar el mecanismo de ignición, y sacarla de Estados Unidos para venderla. Ese negocio le representaría tal cantidad de millones de dólares que Irene y él podrían considerarse entre las personas más afortunadas del mundo.
—Y encima no le buscarían, porque él estaría muerto, ¿no?
—Exacto. Así sería. Como los ensayos y preparativos deberían ser premiosos y largos antes del momento de la prueba, decidieron tomarse la cosa con tiempo. De modo que Irene lo combinó todo para que se sospechase que ella había matado a Jim Larsen, pero sin que hubiera pruebas suficientes para condenarla. Y así fue. El cadáver no apareció jamás. Jim Larsen estaba en la casa de Fred Seymour, oculto en una habitación secreta donde Irene lo tenía para ella sola, mientras él preparaba cuidadosamente su plan.
—¿Pero entonces…, tío Fred lo sabía?
—Tal como han rodado las cosas, supongo que sí, que lo sabía, porque él debía conocer la existencia de la habitación secreta. También hay que pensar que, en caso de creer que el ama de llaves había asesinado a su joven socio, la habría echado a cajas destempladas, cosa que se guardó muy bien de hacer.
—Pero, entonces… ¿él era cómplice?
—No, creo que no. Dio al asunto una interpretación distinta y mucho más… sentimental. Debió pensar que Irene Krabb dominaba de tal modo a Jim que le había obligado a aquello para disponer de la exclusiva de sus pasiones. Supongo que a tu tío no debió gustarle la situación, pero se resignó a ella con tal de no perder la colaboración de su socio, que estando encerrado trabajaba además con mayor ahínco. Lo que nunca debió imaginar fue que detrás de aquello hubiese una segunda intención.
—Comprendo. Sigue, por favor… ¡Sigue!
—Olga, la vieja ama de llaves, no debía de saber nada. Sorda y distraída, ni por un momento pasó aquello por su imaginación. Además, supongo que la tenían fuera la mayor parte del tiempo. Pero a todo esto tu tío murió inesperadamente, de muerte natural, y la pobre Olga, como no podía ser menos, «metió la pata».
—¿Al llamarme a mí?
—Exacto. Ni a la Krabb ni a Jim les interesaba tu presencia. Ni la de nadie. Justamente la fecha era ideal. Disponían de un cadáver que les interesaba hacer desaparecer antes de la mañana siguiente.
—¿Por qué razón?
—El informante secreto que tenía Jim le dijo a última hora que la prueba se aplazaba. No había cadáveres. Los llegados de Vietnam se habían «tostado» en un incendio casual.
—¡Diablos! ¡Y tan casual!
—Para Jim era un desastre. Todo lo tenía preparado para esta noche. Incluso el comprador extranjero con el dinero dispuesto. Llevaba años preparando un golpe que por un caso fortuito, le estaba fallando. Entonces dijo a su informante que contara con cinco cadáveres seguros sin tener que alterar las fechas, pero que no dijese a nadie quién se los había proporcionado: O en todo caso es posible que diera el nombre de uno de esos rufianes que a veces los roban de los depósitos.
—Sí, así fue —dijo Mara, más excitada cada vez—. Yo he conocido casualmente a ese rufián. Se llama Tracy.
Key hizo crujir sus nudillos con nerviosismo. Miraba el cielo esperando el momento fatal, el momento a partir del cual el tiempo ya no existiría. Pero aun así logró que su voz fuese serena al continuar:
—He de suponer —dijo— que el informante de Jim Larsen tenía amplios poderes para realizar la prueba o aplazarla, según las circunstancias. Y de creer también que no sospechaba que el propósito de Jim fuera apoderarse del arma que habían de ensayar. Supondría que Larsen intentaba solamente un espionaje a distancia. Al oír hablar de cinco muertos, pensó que ya tenía bastantes para hacer la prueba con un mínimo de garantías. Entonces decidió seguir adelante, sin provocar un retraso que hubiera costado millones de dólares.
Mara cerró los ojos mientras decía con un soplo de voz:
—Cinco muertos…
—Uno de ellos ya lo tenían —siguió diciendo Key con voz opaca—: Era Fred Seymour. Los otros tres debían haber sido robados por Tracy en, un depósito de cadáveres cifra máxima a la cual podía llegar, dado el poco tiempo de que disponía. Les faltaba uno, que supongo iba a ser el tuyo.
Mara Seymour se estremeció al recordar los momentos vividos. Sus sienes zumbaron al recordar las veces que habían estado a punto de matarla.
—Sí —dijo—, intentaron que lo fuera.
—Pero no acabaron de conseguirlo, a lo que parece. Entonces hizo acto de presencia la pobre Olga, una mujer con la que no contaban. Debió descubrir el escondite de Jim Larsen, que era sin duda el mismo sitio donde estaba oculto el cuerpo de Fred Seymour. Inmediatamente intentó prevenirte por teléfono. Supongo que fue la última llamada que pudo recoger tu línea antes de que la cortaran. Pero Olga pagó su intromisión con la vida… y proporcionó de pasada un estimable servicio a sus asesinos. Ya tenían el quinto cadáver, que era el mínimo necesario para garantizar el resultado de la prueba.
Key dejó de hablar por unos momentos. Seguía mirando el cielo estrellado, limpio y puro del desierto. Ignoraba qué señal provocaría el cataclismo, pero lo evidente era que la señal se desencadenaría de un momento a otro y él no podría evitarla.
—Tenía la esperanza de que el estallido se produjese sin darme tiempo a contarte esto —susurró—. Pensaba que morirías sin sufrir, sin sentir miedo ni darte cuenta de nada. Al fin y al cabo, era un modo hermoso de acabar. Pero la muerte está llegando con un cierto retraso, Mara… Lo…, Io siento.
Ella se aferró febrilmente al diálogo que venían sosteniendo. Se aferró a las explicaciones que la podían hacer olvidar. A las palabras gracias a las cuales no vería llegar el terrible momento…
—Pero hay algo que aún no entiendo, Key —musitó—. Cuando tío Fred ya estaba muerto… ¡yo le vi conduciendo su coche! ¡Pasó por delante de mí al volante de su «Mercedes»!
Él seguía con los ojos perdidos en el vacío negro.
Todos sus sentidos estaban pendientes del terrible momento.
No podía evitarlo.
Pero con voz suave bisbiseó:
—Comprendo que el truco puede parecerte muy complicado, pero en realidad es sencillo. A veces se ha empleado en vehículos militares, en zona batida, cuando el conductor tiene que enterrar materialmente la cabeza bajo el volante para que no le maten. Tu tío iba al volante, con la espalda y la cabeza muy bien apoyadas en el respaldo, de manera que no cayese. Pero el que conducía era otro que estaba agachado junto a él y manejaba el volante con una mano, pulsando el gas con el pie. En una calle solitaria y durante un corto trecho, no es tan difícil.
—Pero ¿cómo podía ver?
—Con un pequeño telémetro de campaña de esos que emplean los militares. Tú sabes bien que uno puede ver con ellos estando a cubierto, gracias a los prismas de que están dotados, pues funcionan igual que los periscopios, Le bastó apoyarlo en el tablier para ver lo que pasaba en la calle sin necesidad de asomarse. Y, por descontado, ya puedes imaginar quién hizo eso: su cadáver lo tenemos a poca distancia.
Cerró un momento los ojos.
Mara le imitó. Los dos eran incapaces de seguir hablando. Sólo pensaban en la señal que aparecería en el cielo, la señal que provocaría la explosión y marcaría sus segundos finales. La explosión que lo terminaría todo: los deseos, los anhelos, el bien y el mal.
Al fin la vieron.
Eran tres hermosas bengalas que llegaban desde gran distancia. Su aspecto en el cielo negro era suave y dulce. Era casi maravilloso. Parecían los fuegos artificiales con los que se cierra una fiesta.
Pero para ellos dos no se cerraba nada.
Al contrario.
Se abría una eternidad.
Los dos unieron sus manos. Los dos miraron con ojos desencajados al vacío. Los dos supieron que era el final…
Mara dijo con un soplo de voz:
—Nooooo…
Supo que era su última palabra.