LA SALVACIÓN LLEGÓ DEL CIELO
Mara no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que notó que había caído a un lado y las manos ya no le apretaban el cuello. Rodó por el polvo de la calle y, haciendo un terrible esfuerzo, miró hacia arriba. Lo que pudo ver la dejó tan trastornada como todo lo que había estado ocurriendo hasta entonces.
Vio que Jim Larsen rodaba por el suelo.
Había recibido, al parecer, un terrible gancho a la mandíbula.
Y el hombre que acababa de propinárselo era…, ¡era Key!
¡Key estaba allí!
¡Acababa de salvarla!
Por supuesto, tenía que haber llegado en otra avioneta o quién sabe si en un avión reactor. De otro modo, no podía estar allí. La salvación había llegado del cielo.
Pegada al suelo y sin fuerzas para hacer un solo movimiento, la muchacha vio aquella salvaje pelea.
Key era más fuerte y había pegado primero, derribando a su enemigo, por lo que contaba con una ventaja nada despreciable. Si le atizaba otra vez, Jim Larsen quedaría K. O. Pero las cosas empezaron a cambiar un momento después, tanto que la muchacha lanzó en contra de su voluntad un gemido de desesperanza y de miedo.
Jim Larsen acababa de sacar una pistola, mientras que Key iba desarmado. Apuntó rabiosamente y disparó.
Hubiera acabado fácilmente con cualquier hombre menos ágil que Key. Pero con Key no pudo. Éste se había dado cuenta a tiempo del peligro y se había dejado caer al suelo con una violenta contorsión, pese a estar herido. Desconcertó completamente a su enemigo, mientras la bala pasaba alta.
Ahora los dos estaban en el suelo. Key sujetó el brazo derecho de su enemigo, al final del cual estaba la pistola.
Larsen lanzó un gruñido.
Intentó arrojar tierra a los ojos de Key.
Pudo conseguirlo, pero el joven había bajado los párpados al darse cuenta de la innoble maniobra. No quedó cegado ni mucho menos. Ante la desesperación de Jim Larsen, siguió retorciéndole la mano derecha.
El otro lanzó un rugido.
Sentía que le iban a romper el brazo.
La pistola resbalaba de entre sus dedos lenta e implacablemente.
De pronto se oyó un alarido.
La pistola había caído al suelo.
Los dos hombres intentaron recogerla. Las manos volaron como zarpas hacia la culata.
Key fue más rápido.
Tenía el brazo mucho menos castigado que su enemigo.
De todos modos no le quedaba tiempo para vacilar. El otro estaba materialmente encima suyo. Todo dependía de una décima de segundo.
Apretó el gatillo.
Mara, desde el suelo, lo vio todo como en una extraña película a cámara lenta.
El chispazo en el cañón.
La mancha roja en la frente de Jim Larsen.
La violenta pirueta de éste, retorciéndose en el suelo.
La contracción de los músculos de Key…
Y de pronto aquella cara que la miraba. Aquella cara que, ¡por fin!, no representaba ni el horror ni la muerte. Aquella cara que ya no era del otro mundo.
Fue Key quien la ayudó a levantarse.
Ella ya no tenía fuerzas ni para eso.
La llevó hasta el bar vacío, iluminado por una luz irreal. A la muchacha le pareció que había vuelto a Mayden. Cayó de bruces sobre la barra, respirando afanosamente.
La mano derecha de Key acarició sus cabellos, sus mejillas, su garganta.
Intentaba tranquilizarla.
Mara Seymour no supo cuánto tiempo había transcurrido. Al fin empezó a respirar mejor. Pero sus ojos seguían estando desencajados cuando los clavó de lleno en el rostro de Key.
—Tienes… tienes millones de cosas que explicarme —balbució.
—De momento, te explicaré sólo una: Hemos de largarnos de aquí.
—¿Por qué?
—Corremos peligro de muerte.
—He estado en peligro de muerte desde que subí por las amarras de aquel barco japonés, Key. Desde aquel maldito momento…
—Ahora es distinto. Por favor, hazme caso. Vamos…
—¿Dices que hemos de huir? —balbució ella—. ¿Y cómo? ¿A pie? ¿Perdiéndonos en el desierto?
—En esos automóviles hay gasolina. La suficiente al menos para cruzar la frontera de Nevada y tratar de llegar a Currie, que es la población más próxima. Allí ya no habrá peligro porque todo está calculado.
—¿Qué es lo que está calculado, Key?
—¡Por favor, Mara! ¡No me hagas hablar ahora! ¡Ya te lo explicaré cuando hayamos salido de aquí, cuando hayamos escapado de este maldito sitio!
En eso de «maldito sitio» era lo único en que estaba de acuerdo Mara, de modo que susurró:
—Vamos.
Se introdujeron en uno de los coches.
Las llaves estaban en el contacto, y al hacerlas girar se produjo el suave runruneo del motor. Todo marchaba. Pero se dieron cuenta, al mirar el indicador de gasolina, que éste marcaba prácticamente cero, de modo que no podrían llegar ni a una milla de allí.
Key ahogó una maldición.
Probaron en otro.
Y en otro.
¡Y en otro…!
¡Todos los depósitos estaban prácticamente vacíos!
¡Ni aun reuniendo el contenido de todos para verterlo en uno, sólo llegarían a cinco millas!
Mara notó que el hombre estaba mortalmente pálido.
Era como si supiese que le habían metido en una trampa sin salida.
—Dios santo… —dijo—. ¡Creí que había más gasolina! Ahora estaban absolutamente perdidos, Mara. Nunca podremos salir de aquí.
—¿Pero por qué? ¿Qué va a ocurrimos?
—Él sonrió.
De pronto parecían haberse borrado todas sus preocupaciones. Era igual que si le hubiesen pasado un paño por la cara y se la hubiesen cambiado. Mara no lo entendía.
Pero se dio cuenta de que los ojos de Key lo miraban todo nostálgicamente. Era como si se despidiese de aquello. ¿Como si se despidiese de su propia vida también?
El único coche en que no habían probado era aquél en que se hallaba el cadáver de Olga.
No se habían atrevido a tocarlo.
Pero al fin Key fue también allí, hizo girar la llave de contacto sin tocar el cuerpo que reposaba en el asiento delantero y miró los indicadores. El depósito también estaba vacío.
Volvió junto a Mara y se sentó en el bordillo de la acera.
Era un bordillo muy bien hecho y alisado, exactamente igual que los de la ciudad de Mayden.
—¿Un cigarrillo? —ofreció él.
—Key… ¿De veras corremos peligro aquí?
—No, no te preocupes.
—Pues antes has dicho lo contrario…
—Me he equivocado. Olvídalo.
—Hay miles de cosas que no entiendo, Key. Sí, miles de cosas.
—Pues entonces, pregunta. Creo que podré contestar a alguna de ellas, y además tenemos tiempo.
—¿Podemos… empezar por el principio?
—Es lo más lógico, ¿no? Vamos, pregunta.
—¿Es cierto que aquel buque japonés había llegado a Hoboken? ¿Vi yo una cosa que existía realmente?
—Sí.
—¿Traía un cargamento de muertos?
—Exacto. Del Vietnam.
—¿Para qué?
—El Gobierno los necesitaba.
—Eso es absurdo… ¿El Gobierno de Estados Unidos? ¿Y para qué los necesitaba?
—Para un experimento.
—¿Cuál?
—Eso te lo diré al final, Mara. De momento, no tiene importancia.
Encendió un cigarrillo y se lo dio a la muchacha entre el silencio de la noche. Luego se puso él otro entre los labios mientras susurraba:
—El Gobierno necesitaba unas docenas de cadáveres, y aunque parezca mentira, eso es difícil de conseguir. Con la elevación del nivel de vida, cada vez mueren menos personas abandonadas. Apenas hay cadáveres que no sean retirados por familiares o amigos, ni siquiera en un país tan enorme como éste. Te aseguro que hasta empiezan a faltar para las prácticas en las facultades de Medicina. Aun así, el Gobierno pudo habérselos procurado caso de estar en situación de dar la cara abierta-miente, Pero no podía. Necesitaba mantener el mayor secreto y hacerse cargo simplemente de cadáveres abandonados. Como no los había, los trajo de un lugar del mundo en que los muertos cuelgan hasta de las lámparas de las casas y nadie los reclama: Vietnam.
Mara sintió que el humo quemaba su garganta.
Susurró:
—Comprendo. ¿Pero para qué?
—Ya te lo diré al final. Lo que deseo que entiendas es que la operación era absolutamente secreta.
—¿Por eso el buque no figuraba como llegado? ¿Por eso tenían una excusa preparada sobre la desaparición en el caso de que ocurriese algo?
—En efecto. Y ocurrió. Tú lo incendiaste sin querer.
Key, te aseguro que yo…
—Por Dios, no te acuso. Y además, ¿qué importancia tiene eso ahora? El caso fue que el desastre se ocultó. Incluso un agente del Gobierno, un federal, te golpeó en tu casa para quitarte las fotografías, que era la única prueba que tenías.
—¿Entonces eso me lo hicieron, por decirlo así, legalmente?
—No, legalmente, no. Obligado por el secreto, el Gobierno obraba en este caso al margen de la ley, como a veces se ven forzados a obrar sus agentes. Tal fue la razón de que cortaran la línea del teléfono de tu apartamento y la de las cabinas públicas más cercanas, desde las que hubieras podido llamar fácilmente. También fue ésa la razón de que en el Precinto de policía al que fuiste en Manhattan no te atendieran. Tenían órdenes concretas de aislarte, de no dejarte intervenir. Necesitaban que durante veinticuatro horas no hablases con nadie, en fin de que no «metieras la pata».
—¿Por qué?
Él no contestó directamente a la pregunta. Dijo:
—También a mí me golpearon por la espalda cuando fui a la policía. Me encerraron incluso aun a riesgo de que más tarde les denunciara por detención ilegal. Yo también sabía demasiado y podía destruir aquel costoso plan trazado oficialmente.
—¿Qué plan?
Tampoco él contestó de una manera directa. Lanzó al suelo los restos de su cigarrillo y musitó:
—Pude escapar de la celda, dejar sin sentido a un guardián, sacarlo del Precinto por una ventana y amenazarle de muerte si no hablaba claro. Sabía que me la jugaba, pero también se la estaban jugando ellos. Más tarde a todos nos convendría no remover la basura que íbamos dejando atrás. El caso fue que el agente se arrugó y me contó lo que sabía. No era demasiado, pero sí lo suficiente para atar cabos. La señal que tú habías dejado en el atlas en casa de Fred Seymour acabó de aclarármelo todo. Un excelente amigo mío, capitán de un ala de caza, me trajo hasta aquí en un reactor. De modo que en este caso sé al menos lo que significaba el buque japonés, lo que significa esta ciudad y para qué habían llegado todos aquellos muertos.
—¿Pero… y aquel cocinero indonesio…, y la cabeza puesta a hervir…, y…, y…?
—Ya te dije que ése era un asunto marginal. Serno tenía miedo de que le delataras y por eso intentó matarte. La carne humana se la preparaba para él solo. Y quién sabe si también pensaba facilitar algunas libras de la más elegida a su hermanito, el del restaurante de Manhattan, sólo para «especialistas». Si intentó matarte fue por miedo, repito, pero él estaba al margen del asunto principal, aunque al hacer inevitable el incendio del Kosi-Maru, se ligó a él irremediablemente.
—¿Pero… y lo de tío Fred? ¿Y lo otro?
—Verás… Empezaré por explicarte lo de Jim Larsen y esa mujer llamada Irene Krabb.
—Explícamelo si…, si puedes.
—Claro que puedo. En el fondo, el asunto empezó con una cosa muy sencilla: la pasión de una mujer. Irene Krabb, una hembra ya madura y llena de sensualidad, se enamoró de Jim Larsen, el socio del hombre a quien servía. Se enamoró de tal modo que hubiera llegado a matarle si él la llega a abandonar. Su obsesión era encerrarlo y tenerlo para ella sola. Mantenerlo, incluso, con tal de poder disponer de sus caricias cuando quisiera. Curiosamente, en eso estuvieron de acuerdo los dos. A Jim también le interesaba «desaparecer».
—¿Por qué razón?
—Él era un notable químico, pese a su juventud. Había hecho trabajos de química nuclear. Conocía a eminentes especialistas y hurgaba en sus secretos.
—Comprendo. Sigue.
Llegó a descubrir así que iba a ensayarse un arma nueva con un punto de fisión nuclear distinto, y que uno de los ensayos constituiría en la destrucción de una ciudad artificial, mejor dicho, de la calle de una ciudad, que, eso sí, sería exacta copia de otra que existiera realmente a fin de que el ensayo se hiciera en condiciones lo más naturales posibles. Como el secreto de esa arma está en la concentración de calor, pero sin apenas radiactividad, se tenían que estudiar los efectos en numerosos cuerpos humanos. Para eso hacían falta los muertos.
Y Key dejó entonces de mirar a la muchacha. Su expresión era quieta, nostálgica. Parecía despedirse de todo lo que le rodeaba en aquel pedazo de desierto, bajo la luz de las estrellas.
Mara hundió la cabeza.
Una calle de una ciudad…
Un arma nueva…
Unos muertos…
Una explosión nuclear…
¡Y ellos dos allí! ¡Ellos solos! ¡Ellos condenados a la más irremediable de las muertes!
De su garganta escapó un gemido.
Sus ojos desencajados miraron al vacío.
Ahora comprendía por qué Key no había querido hablarle al principio de la verdadera situación. No quería asustarla. Esperaba que la explosión se produjese y Mara se desintegrara sin sentirlo, sin darse cuenta. Al fin y al cabo, era un medio dulce de morir. Morir los dos juntos sin que ella sufriera, sin que lo supiese tan sólo… Ésa había sido la razón de su silencio.
Su voz fue apenas audible. Susurró dulcemente:
—Era lo único que podía hacer por ti, Mara, la mujer a la que he amado siempre. Evitar que sufrieras al morir, ya que no tenemos posibilidad de escapar de aquí. Decirte que te quiero, unos segundos antes de que nuestros cuerpos se conviertan en cenizas.
Y aplastó los restos del cigarrillo.
Ni eso quedaría de ellos.
Ni una miserable brasita después de que la luz más brillante que mil soles «estallase en aquel rincón del Desierto Salado.