SUAVE ES LA MUERTE
Mara derribó un taburete al salir precipitadamente del bar, en su loca ansia por llegar a la calle. La alegría casi le impedía respirar. ¡Porque ahora ya no estaba sola en la ciudad! ¡Porque allí había alguien más, alguien que podría ayudarla!
Vio la hilera de coches detenidos ante las casas.
Todos eran modelos anticuados, igual que en la verdadera ciudad de Mayden. Uno de ellos, el que estaba en marcha, zumbaba un poco. Mara corrió hacia él y casi pegó la cara al cristal de la ventanilla, tan ansiosa se sentía.
Pero de pronto, la garra espantosa del miedo le arañó otra vez la piel.
Frente al volante estaba…
… ¡Estaba la pobre Olga, que nunca había sabido conducir!
¡Estaba muerta, con el lazo de seda atado al cuello, tal como ella la había visto en Mayden!
* * *
Mara retrocedió como hipnotizada. Retrocedió poco a poco, sin sentir y sin pensar, igual que no sienten ni piensan los que ya han atravesado el umbral de la muerte.
Y así le ocurría a ella.
Ella, en realidad, era ya una muerta.
La sangre no parecía circular ya por sus venas.
El corazón le dolía terriblemente, como si fuera a pararse de un momento a otro.
Sólo sus pies se movían maquinalmente. Pero eran unos pies que sólo le servían para retroceder, ya que hubieran sido incapaces de avanzar un solo paso.
Entonces unas manos le cortaron la retirada.
Entonces unas manos se posaron suavemente en su nuca.
—Quieta, nena.
Mara sintió como si le hubieran clavado en el cerebro una inyección de hielo.
Se volvió poco a poco.
Las manos no lo impidieron.
Lo único que hicieron fue ceñirse a su cuello para que ella no pudiera escapar.
Y entonces Mara vio aquel rostro. Lanzó un grito de asombro que en realidad fue un débil estertor.
Porque la cara que ahora tenía delante la había visto antes en una ficha de la policía. Se la había mostrado el teniente Hunter. Era la de un hombre muerto… ¡Era la cara de Jim Larsen!
* * *
Aquel nuevo horror fue el que terminó con las pequeñísimas reservas morales que aún quedaban en Mara Seymour. La muchacha ya fue incapaz de luchar. Dejó que aquellas manos apretaran su cuello sin hacer la menor resistencia. Sabía que iba a morir, pero extrañamente no le importó.
Las manos apretaron más y más.
Ella cayó de rodillas.
Era el fin.
Sus ojos se enturbiaron, su boca se secó terriblemente.
Pero ya no sentía dolor.
Aceptaba la muerte como una liberación, como un descanso después de todos aquellos horrores.
De la garganta del hombre que la estaba asesinando escapó una carcajada satánica.
Una carcajada que se rompió de pronto en una especie de gorgoteo, en un grito de dolor.