CAPÍTULO XIV

LOS FANTASMAS Y MARA SEYMOUR

El piloto de la avioneta «Piper Comanche», que había repostado gasolina ya dos veces —la última en Salt Lake City—, miró la inmensa extensión ocre que iban dejando atrás las alas y murmuró:

—¿Para qué me ha alquilado con tanta urgencia, señorita? Llevo cuatro años haciendo el aero-taxi y nunca me había encontrado con una cosa igual. ¿Sabe de verdad adónde vamos?

Mara no lo sabía, ni mucho menos.

Pero dijo con el mayor aplomo:

—Claro que sí. De lo contrario no le hubiese alquilado.

—¿Qué espera encontrar?

—Yo lo sé.

—¿De verdad Io sabe?

—¡Claro!

—¡Dios santo! ¡Pero si ahí abajo no hay más que escorpiones, algún coche destrozado y alguna serpiente de cascabel! ¡Ni los primeros pioneros del Oeste se atrevieron a meterse en ese sitio! ¿Y usted se gasta una pequeña fortuna en venir aquí?

—Aunque me quede sin un dólar, amigo. Y haga el favor de volar un poco más bajo. No veo lo que busco.

El piloto refunfuñó algo, pero descendió suavemente hasta sobrevolar el desierto a una altura mínima de unas quinientas yardas.

Estaba anocheciendo ya.

Llevaba todo el día en vuelo desde Nueva York, habiendo atravesado la mayor parte de Estados Unidos.

Mara empezaba a desesperarse, aunque procuraba que su aspecto fuese tranquilo, como el de una mujer muy segura de sí misma.

Los ojos le dolían de tanto mirar el desierto.

No veía nada notable.

Ni una caravana.

Ni un edificio aislado.

Ni mucho menos una ciudad.

Si no fuese porque había entendido muy bien a Tracy, creería que todo aquello había sido un sueño.

El piloto murmuró:

Ya estamos en la frontera de Nevada. Lo conozco por los montes Dutch y Ochbe. ¿Qué hacemos ahora?

—Vuelva atrás.

—Está bien. Como quiera. A lo mejor encontramos petróleo…

Y el piloto inclinó la avioneta para volver.

El sol poniente tenía sobre el desierto una majestuosidad única. De no ser por el dramatismo de la situación, Mara se habría dejado seducir por tanta belleza. Pero sus ojos miraban aterrorizados hacia el suelo cada vez más oscuro, sabiendo que no encontraría nada y que habría emprendido aquella aventura loca para perder un tiempo que luego ya no podría recuperar.

De pronto sus pupilas se dilataron.

—¿Qué es aquello?

—Si no llega a ser porque el avión, al inclinarse, le había dado mejor visibilidad, aquellos relieves en el desierto le habrían pasado desapercibidos. Eran apenas como una calle. ¿Pero una calle en el desierto? ¿Por qué?

El piloto voló más bajo.

—No sé —dijo—, no me lo explico. Esto está alejado de las líneas de vuelos regulares. Pero yo había pasado un par de veces por aquí y es la primera vez que lo veo.

—Descienda.

—¿Es eso lo que buscaba?

—Sí.

La avioneta se posó suavemente en el suelo, a unas mil yardas de aquella extraña calle. El piloto murmuró:

—Seguro que es un decorado de cine.

—¿Usted cree?

—Hum…

—Bueno, déjeme aquí —dijo Mara—. Como ya le he pagado por anticipado, puede largarse.

El otro la miró con asombro.

—Oiga…, ¿de verdad va a quedarse usted aquí, en este condenado sitio? ¿Sabe que no hay un alma?

—No importa.

—Pues si yo me quedara aquí tendría miedo…

—¿Miedo? ¿De qué?

—De mil cosas. ¿Qué voy a decirle? Por ejemplo lo tendría de los muertos…

Mara también lo tenía. De los muertos y de los vivos. Tenía el miedo metido hasta el fondo de los huesos. Pero ya que había llegado hasta allí, hasta lo que parecía el último rincón del mundo, no iba a desanimarse ahora.

—No diga tonterías —susurró, como si ella ya estuviera de vuelta de todo.

El piloto se encogió de hombros.

—Bueno… —dijo—. Como quiera, señorita. Cuando sea viejo y me haya vuelto piadoso rezaré por usted.

Tomó posiciones para despegar y reemprendió el vuelo pausadamente.

Mara cerró los ojos.

Había pagado con un cheque, quedándose sin un dólar en su cuenta corriente.

Y ahora estaba sola allí.

Sin un arma.

Expuesta a cualquier cosa que le pudiera ocurrir.

Poco a poco avanzó hacia aquella extraña calle situada en el centro del desierto. La luz todavía le permitía distinguir los destellos con cierta perfección. Llegó a unas cincuenta yardas del primer edificio de la calle.

Y entonces lanzó un grito.

Un grito de asombro y de horror que se perdió en el vacío del desierto.

Porque veía las casas bajas.

Los magnolios perfumados.

Los anticuados coches.

Los tres comercios: el bar, la corsetería, la funeraria.

Y el cementerio al fondo.

Las cruces…