EL VENDEDOR DE MUERTOS
Mara Seymour sintió una contracción en el estómago, patinó como si fuera a caer y se estrelló contra una de las paredes. Sus ojos desencajados por el miedo se enfrentaron a aquel misterio que nunca comprendería.
A la vieja Olga la habían estrangulado sin duda cuando se encontraba en el interior de la cabina telefónica, lo cual debía haber sido relativamente fácil porque a aquellas horas no debía pasar nadie por las calles de la ciudad provinciana. Sin duda la habían matado para que no hablase, para que no pudiese decir lo que había descubierto. ¿Pero por qué la habían traído luego allí? ¿Qué pretendían?
La muchacha se sintió terriblemente desamparada en la soledad de aquella casa. Supo que ella iba a ser la próxima víctima.
Pero la verdad fue que tampoco tuvo demasiado tiempo para pensar.
Inmediatamente oyó aquel leve crujido a su espalda.
El chasquido del pie de alguien que se movía tras ella.
* * *
No pudo ni volverse.
El lazo de seda cayó sobre su cuello como sin duda había caído horas antes sobre el cuello de la pobre Olga. Alguien apretó. Mara se dio cuenta inmediatamente de que iba a morir estrangulada.
Sus músculos temblaron de horror.
Se vio a sí misma como la pobre Olga, con las facciones amoratadas y la lengua fuera.
Sus ojos se nublaron.
La sangre se le agolpó en la cabeza.
Escupió saliva mientras notaba que la lengua sobresalía por entre sus labios, igual que si una mano gigantesca que se la estuviera empujando desde dentro.
Sus rodillas se doblaron.
En el interior de su cerebro sonó un espantoso pitido.
Lo último que pensó Mara Seymour fue que aquello debía ser la muerte, esa gran desconocida a la que todos nos enfrentamos alguna vez. La muerte, que seguirá siendo para todos el gran misterio hasta el último minuto.
Sus manos arañaban el aire.
Se movían maquinalmente.
No supo exactamente qué era lo que sus dedos habían sujetado. De una forma confusa creyó darse cuenta de que era el cigarro holandés que había visto arder poco antes en el cenicero.
Lo sujetó por un extremo y empujó atrás la punta incandescente.
Apretó con todas sus fuerzas, con toda su alma con toda su desesperación. Y se dio cuenta vagamente de que estaba abrasando uno de los párpados de la persona que se encontraba tras ella.
Oyó un gemido.
Las manos que apretaban el lazo de seda aflojaron instantáneamente. Fue una reacción maquinal que permitió a Mara emplear la otra mano y desembarazarse del lazo.
Tuvo una violenta arcada mientras se inclinaba sobre la cama.
Y se dio cuenta confusamente de que había vomitado.
Pero aún seguía el peligro. Aún notaba la respiración jadeante a su espalda.
De una forma maquinal sujetó la botella de vodka.
Apenas veía.
Sus movimientos tenían esa ansia frenética de la que sólo somos capaces cuando sabemos que vamos a morir.
La sombra que distinguió al girar sobre sí misma fue sólo una masa gris. Le pareció como si la cabeza oscilara en el aire y disparó contra ella la botella de vodka.
Ésta se hizo añicos.
Oyó un nuevo gemido.
La persona que había tratado de matar a Mara vaciló y rodó por el pasillo, ya fuera de la habitación.
Mara intentó saltar por la ventana para huir de todo aquel horror, pero le fallaron las fuerzas. Cayó sobre la cama, y estuvo así, gimiendo espasmódicamente, hasta que se recobró poco a poco.
Durante todo ese tiempo estuvo expuesta a un nuevo ataque, pero no podía evitarlo. También tuvo la suerte de no saberlo, porque se encontraba al borde de la inconsciencia.
Al fin, cuando las piernas la sostuvieron un poco, salió de la habitación. Vio sobre la alfombra del pasillo una mancha de sangre, lo cual indicaba que había herido a la persona que la atacó. Pero de ésta no se veía ni rastro.
Mara descendió a la planta baja.
Y vio de nuevo a Irene Krabb. Pero ésta ya parecía por completo otra persona. Vestía de nuevo sus ropas austeras de ama de llaves y usaba zapatos bajos. De la cortesana excitante que poco antes había visto, no quedaba ni rastro.
Tampoco podía ser la persona que la atacó.
Los ojos entrecerrados de Mara se fijaron en los detalles.
Ni tenía un párpado quemado ni presentaba la menor herida en la cabeza.
La señorita Krabb, como si fuera lo más natural del mundo, preguntó:
—Parece que tiene mala cara. ¿Quiere beber algo?
—Oiga… He… he encontrado a Olga.
—¿Sí?
—Está en su habitación… muerta.
Los ojos de Irene Krabb apenas pestañearon. No demostró ni demasiada sorpresa ni demasiado interés.
—¿Está segura? —preguntó.
—Naturalmente. Y una vez que la haya visto, usted y yo iremos a la policía. Por muy bestia que sea el teniente Hunter, esta vez no se negará a investigar.
Durante unos instantes, la señorita Krabb vaciló. Era tan diferente de la que poco antes había atacado a Mara, que ésta incluso llegó a pensar si no se trataría de dos hermanas gemelas que en realidad eran distintas. Pero al fin el ama de llaves hizo un gesto de asentimiento y subió con ella a la habitación.
En ésta aún había huellas de lucha: el cigarro apagado, la botella rota, una butaca volcada y la cama medio deshecha. Pero… ¡pero no quedaba ni rastro del cadáver de Olga!
Mara había estado sintiendo aquello desde que la diabólica aventura empezó: que se le contraía la garganta y que no podía hablar. Pero haciendo un esfuerzo supremo balbució esta vez:
—No… no puede ser…
—¿De qué cadáver me ha hablado? —preguntó burlonamente a su espalda la señorita Krabb.
—Estaba aquí…
—Pues en ese caso debiera estar aún. Los cadáveres no se mueren. Hala, vaya corriendo a avisar al teniente Hunter.
Su voz era burlona.
La muchacha apretó los dientes y dijo con un gesto de decisión:
—¡Naturalmente que iré! ¡Ya estoy harta de jugarme la piel! ¡Y esta vez el teniente Hunter tendrá que meterme en la cárcel o vendrá aquí hasta remover los cimientos de la casa!
Salió dando un portazo.
La luz lívida del amanecer se proyectó sobre su cara.
La calle vacía tenía un irreal aspecto bajo aquella luz. Los magnolios parecían tiritar bajo el viento frío. En el bar, donde eran muy madrugadores, estaban abriendo. Los semáforos enviaban solamente unos rápidos destellos color ámbar.
Mara fue a cruzar la calle.
Y en ese momento un automóvil se detuvo ante la casa. Le cortó el paso totalmente.
Mara se detuvo en seco mientras hacía un gesto de defensa. Pensó que iban a tirotearla desde la ventanilla.
Pero nada ocurrió. El hombre que asomó un poco la cabeza para hablar con ella, tenía un cierto aspecto de truhán. Sus ojos cansados hablaban de noches en vela, de excesos de toda clase y quizá también de la familiaridad con las drogas. Pero, sin embargo, le dirigió una sonrisa simpática.
—Hola —dijo—, ¿de qué se ha asustado?
Mara intentó recobrar la serenidad. Logró sonreír también mientras alzaba un poco las manos.
—No me he asustado de nada —dijo—. ¡Es que el coche se ha detenido tan de repente!
—Sí, ya sé… En este maldito país, cuando un automóvil se detiene en seco delante de una chica sola, generalmente hay peligro. Pero conmigo no tiene nada que temer. Soy Tracy.
—Ah…
Aquel nombre no le decía a la muchacha absolutamente nada. Sin embargo intentó comportarse con la mayor naturalidad, como si lo conociera.
—Usted debe ser Irene Krabb —dijo el hombre—. La he visto salir de la casa.
Otra vez Mara vaciló un instante, pero al fin dijo con voz firme:
—Sí, soy Irene Krabb.
—Está bien… Celebro verla aquí, sin testigos. Ya tengo tres más. En total son cinco muertos, y por lo tanto creo que bastará. ¿Usted qué opina?
Mara Seymour era incapaz de opinar. Lo único que sentía era que la sangre se le había helado en las venas.
—Pues claro que sí… —dijo—. Bastarán.
—Saldré con la avioneta en seguida —dijo Tracy—. Es mejor que el camión frigorífico, ¿no?
—Pues… pues claro, Es mucho mejor la avioneta que el camión frigorífico.
—Celebro que esté usted de acuerdo conmigo, pero en todo caso debería consultarlo.
La muchacha no sabía con quién debía consultar, y tampoco se atrevió a preguntarlo porque eso lo hubiera puesto al descubierto todo. De modo que con la mayor naturalidad murmuró:
—Sí, es cierto. Lo consultaré.
—Diga que, en todo caso, el frigorífico también lo tengo preparado, pero que la avioneta me parece mucho mejor, Y menos expuesta a revisiones molestas.
—¿La espero aquí?
—Oh, claro…
Mara pensó que la señorita Krabb podía ver el coche en la puerta e interesarse por él, de modo que señaló el bar que ya estaba abierto.
—No —dijo—. Espéreme allí. Yo vuelvo en seguida.
Mientras el coche arrancaba, ella entró en la casa. Vio que la señorita Krabb no estaba en la parte delantera del edificio, o sea que no podía haber distinguido el vehículo. Simplemente ordenaba unos vasos en el mueble bar como si nada hubiera ocurrido.
—Hola —dijo burlonamente—. ¿Ha hablado ya con la policía? ¡Qué pronto!
—No, no he hablado con la policía.
—¿Lo ha pensado mejor?
—Efectivamente. Me ha bastado ver la cara de burro del teniente Hunter para comprender que de allí no sacaría nada en limpio.
—¿Pues entonces qué piensa hacer?
—De momento voy al bar a tomar algo que me reconforte. Luego lo pensaré.
Irene Krabb la miró recelosamente.
Temía alguna mala jugada.
Por eso la acompañó hasta la puerta y miró antes de cerrar hacia donde se dirigía. Al comprobar que Mara no había mentido y que iba hacia el bar, cerró y suspiró con cansancio.
Porque también Irene Krabb estaba sintiendo el cansancio hasta el fondo de sus huesos.
Porque también a ella aquella aventura maldita se le estaba haciendo insoportable.
* * *
Cuando la muchacha entró en el local, Tracy ya estaba encaramado en un taburete. Sorbía una limonada, ya que a aquella hora no servían bebidas alcohólicas. Dirigió una apreciativa mirada a Mara y luego hizo un gesto de complicidad.
—¿Qué? ¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que muy bien: la avioneta.
—De todos modos los gastos aumentarán: serán mil dólares más.
—Se los pagará. Está de acuerdo.
Mara no sabía qué persona era la que «estaba de acuerdo», pero siguió la corriente con la mayor tranquilidad.
Tracy le puso una mano encima con la mayor confianza.
—Buena «mercancía», nena —susurró.
—Déjeme.
—¿Pero qué te pasa? Me habían dicho que eras muy ardiente.
—Quizá la gente se haya equivocado. Quizá no soy tan ardiente como todos piensan.
—De acuerdo, de acuerdo… —la mano se retiró poco a poco y con desgana—, no quiero comprometerlo todo por una simple cuestión de «tacto». Pero te has debido adelgazar, ¿eh? También me habían dicho que estabas más llenita.
Mara pensó que el otro estaba haciendo demasiadas comparaciones entre lo que sabía y la realidad que estaba ante sus ojos, de modo que quizá llegaría a averiguar que ella no era Irene Krabb. Se puso en guardia.
—Abreviemos —dijo—. No tengo mucho tiempo para perder.
—Ni yo tampoco, claro. Tengo los fiambres en un sitio donde no quiero que la policía meta las narices, y por lo tanto he de darme prisa. Entonces estamos de acuerdo en que serán mil dólares más, ¿eh?
—De acuerdo.
—Je, je… En realidad salgo muy barato —murmuró Tracy—. Un hombre como yo, que sabe realizar cualquier trabajo y que encima pilota una avioneta, no se encuentra en todas partes. Pienso salir inmediatamente de un club aéreo de Long Island, donde tengo el aparato. El problema estará en cargarlo, pero antes de las ocho no hay nunca nadie allí, de modo que tengo hora y media aún. Por las noche pienso estar sobrevolando ya Skull y en una hora más llegaré a Dutch.
Skull… Dutch… Mara Seymour no había oído nombrar aquellas poblaciones jamás.
—Me parece muy bien —dijo de todos modos—. Estoy conforme.
—Que conste que yo me largaré en seguida, ¿eh? Mi trabajo termina después de descargar.
—Me parece muy lógico.
—Adiós, preciosa.
Otra vez la mano en el muslo.
Otra vez la mirada viciosa.
Pero Mara aguantó con una contracción de sus labios. Simuló ser una mujer a la que aquello no le importaba demasiado.
—Adiós —repitió al fin Tracy.
—Adiós.
Sólo cuando el hombre estaba más allá de la puerta, dijo el camarero.
—Eh… Se ha ido sin pagar. Lo abona usted, señorita, supongo.
—Sí, claro. ¿Cuánto es?
—Treinta centavos.
La muchacha dio cuarenta.
Paseó una última mirada por el bar, que tenía ese aspecto descarnado que todos los establecimientos suelen tener en las horas de la amanecida. Vio las banquetas tapizadas de rojo, la barra ovalada, los anaqueles pintados de un brillante color azul… El camarero pensó que ella era una señorita de media virtud que se retiraba después de una noche de mala suerte.
—No hay que desesperar, nena.
—Claro que no —dijo tranquilamente Mara.
—Lástima que yo haya entrado de servicio ahora.
—Sí, lástima.
—¡Ay, si yo tuviera cincuenta dólares de más…!
—Y yo una vergüenza de menos. Adiós, pichón.
Mara salió del bar.
Volvió de nuevo a la casa, sintiendo que el miedo se desvanecía. Ahora, al menos, ya sabía un poco el terreno que empezaba a pisar. Entró en la biblioteca que había sido de tío Fred y tomó el atlas más completo que había en ella.
Recordaba perfectamente los nombres mencionados por Tracy: «Skull», «Dutch».
Le parecía que eran nombres holandeses, pero en una avioneta no se podía llegar a Holanda. Eso estaba claro. Tampoco se podía llegar a la Guayana holandesa en un día, puesto que la Guayana holandesa está en Sudamérica.
La muchacha siguió reflexionando.
No había ningún territorio al este de Nueva York. Sólo el mar.
Por lo tanto la avioneta tenía que volar al oeste, al norte o al sur. En una de esas tres direcciones estaban las dos ciudades que Tracy había mencionado.
Mara buscó en la guía de nombres que había al final del atlas.
Pero inútilmente.
Ninguna ciudad de Estados Unidos, ni de Canadá i ni de México se llamaba de esa manera.
Empezó a desanimarse. Incluso temió haber oído mal. Y entonces inició una búsqueda desesperada a través del atlas, ciudad por ciudad, río por río y monte por monte. Estaba segura de que Irene Krabb la observaba, pero el ama de llaves no se metió con ella. Ni siquiera llegó a oírla.
Había amanecido ya del todo.
Un sol radiante se derramaba sobre los tejados del las casas.
Al fin los esfuerzos de Mara se vieron recompensados. Encontró lo que buscaba en el estado de Utah, junto a la frontera de Nevada.
Skull era en realidad el Skull Vallev, donde existe una reserva india. Y Dutch era el monte Dutch, de casi ocho mil pies de altitud, situado en la misma frontera, un poco al sur de Salt Springs.
Entre ambos puntos geográficos se extendía una enorme superficie desierta, el llamado Gran Desierto del Lago Salado. SI sur aquella superficie terminaba en los montes Granite, y al norte en los lagos de sal cristalizada de Bonneville, donde se prueban los enormes bólidos como el «Pájaro Azul», capaces de alcanzar en aquella superficie desierta y fantásticamente lisa los ochocientos kilómetros por hora.
La muchacha suspiró.
Ya había conseguido más de lo que pensaba.
Tenía delimitada una zona a la cual iban a ser llevados los muertos.
¿Pero qué significaba eso? ¿Qué infiernos iba a ocurrir allí?
Mara consultó su reloj. Las ocho.
Faltaba una hora para el entierro de tío Fred. ¡El entierro de un cadáver que no existía! Por lo tanto eso significaba que tenía que huir o detenerse a dar explicaciones que seguramente terminarían en la policía. Y eso equivalía a perder su libertad de movimientos durante las últimas horas.
Una libertad de movimientos que ahora necesitaba como nunca.
Cerró el atlas y salió de la biblioteca.
—¡Señorita Krabb! —llamó—. ¡Señorita Krabb!
Quería dar alguna explicación acerca de su marcha. Quería contarle una mentira para que la otra no sospechara. Pero nadie contestó a sus llamadas.
La casa parecía espantosamente vacía otra vez.
No se oía ni un susurro.
Mara sintió que sus músculos se paralizaban. Comprendió que era absolutamente incapaz de dar un paso para registrar la casa.
Tratarían de matarla en cuanto ella entrara en una de las habitaciones del piso superior.
Estaba segura de que la aguardaban para eso.
Haciendo acopio de valor, volvió a la biblioteca, abrió el atlas por la página consultada y trazó con bolígrafo un amplio círculo que rodeaba la zona del Gran Desierto del Lago Salado. Lo dejó abierto sobre la mesa y volvió a salir. Quería que aquella pista quedara visible por si Key venía a buscarla.
Una vez hecho esto, tomó su coche y se dirigió de nuevo a Manhattan, Sabía que media hora después, cuando se presentaran los de la funeraria para el entierro, aquello iba a degenerar en un escándalo sin nombre.
Pero a ella, al menos, ya no la encontrarían. E iba a ser muy difícil capturarla, a menos que enviaran tras sus huellas un avión de caza. Porque las siguientes averiguaciones iba a comenzarlas ahora y pensaba hacerlas desde el aire.