NO VUELVAS A AQUELLA CASA
Habían subido con el «Corvette» hasta el punto de Manhattan en que se encuentra el mausoleo del general Grant y de su esposa Julia. No se daban cuenta de nada. Por lo menos Mara Seymour no sabía ni dónde estaba. Vela las luces, los faros, los semáforos, los anuncios luminosos como si pertenecieran a otro planeta. La voz de Key también pareció llegarle desde muy lejos cuando él susurró:
—Ese hombre, si es en efecto el cocinero del barco japonés, como creo, se llamaba Serno. Conozco el nombre porque llevo en mi coche un registro completísimo de todos los mercantes que han tocado alguna vez los puertos de Estados Unidos, con la lista de sus tripulantes fijos. El restaurante donde tú has entrado también está a nombre de un tal Serno, por lo que deduzco que eran hermanos.
—¿Y cómo sabes que… que es un experto en carne humana?
—He visto al pasar el plato que tú habías dejado sobre la mesa, muchacha. Me he fijado bien en él.
—¿Y… y qué?
—No me gusta decírtelo, Mara.
—Ya me lo puedes decir. Supongo que los dos estamos pensando lo mismo: se trataba de una mejilla humana.
—Pues… pues sí —confirmó él—. Y es algo tan monstruoso que no entra en mi cabeza.
—Entonces haz que entre. Haz que entre, Key, porque aún te falta saber lo peor: esa mejilla humana pertenecía a mi tío Fred.
Y la muchacha, con voz trémula, explicó todo lo que había sucedido. Contó con detalle que había visto un barco con las bodegas repletas de muertos. Contó que Serno ya había tratado de matarla allí, al descubrir ella que cocinaba con restos humanos. Contó la desaparición del cuerpo de Fred Seymour y todo lo que había ocurrido, en fin, hasta que él vio cómo estaban a punto de aplastarla contra el «Mercedes».
Cuando terminó de hablar, su voz era apenas un susurro.
La muchacha tenía los nervios completamente destrozados.
Pero, después de aquellas palabras, no podía decirse que Key se sintiera mucho mejor. Había tenido que parar el coche porque sus movimientos eran inseguros. También a él debía parecerle que los faros, los semáforos y las luces eran algo de otro planeta.
Había palidecido.
—¿Es posible todo eso? —susurró.
—Y tan posible… Ya has visto que, de no ser por ti, en estos momentos ya estaría muerta.
Él encendió un cigarrillo.
Intentaba tranquilizarse, pero al parecer le era difícil. A la luz del fósforo, sus facciones adquirieron un matiz espectral.
—Ese tal Serno —musitó— debe ser un maníaco. Quiero decir que «debía serlo», puesto que ya está muerto. Aunque tal vez no sea un maníaco, después de todo. En Nueva Guinea y también en algunas pequeñas islas de Indonesia era costumbre hasta hace muy pocos años comer carne humana. Cuando los japoneses invadieron esos lugares durante la Segunda Guerra Mundial, tal costumbre ya estaba casi eliminada, pero las hambres que ocasionan todas las guerras volvieron a reproducirla. Y casi estoy por asegurar que en la actualidad las cosas no deben ir mucho mejor. Los actuales gobernantes de Indonesia han matado entre doscientas y cuatrocientas mil personas para reprimir lo que ellos creían una revuelta de tipo comunista. Supongo que en muchas comarcas hay gente refugiada, hay hambre y por tanto se consume carne humana. Estoy convencido de que los gourmets especializados de ese restaurante en que estuviste, no sólo se deleitan con la carne de perro, sino que de vez en cuando consumen ciertas partes del cuerpo humano que les deben parecer deliciosas. Serno, el cocinero del barco japonés, debía tener los mismos gustos. Es muy probable que la sopa que se estaba preparando con una cabeza de hombre fuera para su consumo personal, pero al darse cuenta de que le habías descubierto temió que le acusaran de algo muy grave e intentó matarte. Hoy ha repetido la jugada. Estaba seguro de que acabarías entrando en las cocinas.
—Pero… ¿cómo cortó aquel pedazo de la mejilla del cadáver? —Susurró la muchacha con un estremecimiento.
—Eso es lo que necesito saber, Mara. Necesito saber también qué es lo que pasó con el cadáver de Fred Seymour y qué es lo que se esconde detrás de tantas cosas inexplicables. Para ello es necesario que me dejes actuar a mí y no vuelvas a aquella casa.
—Olga, la antigua ama de llaves, ha convenido conmigo en que me llamaría a mi apartamento en cuanto averiguase algo —protestó la muchacha—. Por lo tanto, según lo que ella me diga, deberé volver.
—Antes déjame actuar a mí. Vamos, vuelve a casa.
—¿Vas a presentarte a la policía?
—Sí.
—¿A qué crees que se debe la existencia de aquel barco lleno de cadáveres?
—Te juro que no Io sé, pero esta misma noche trataré de averiguarlo.
—¿Y si no te entregases, Key? ¿Y si dejaras pasar in tiempo?
—Imagino que sería peor. Entonces me buscarían y no creerían que maté en legítima defensa, como sin duda creerán ahora.
Había vuelto a poner en marcha el «Corvette» y se dirigían ambos al domicilio de Mara Seymour. Cuando la muchacha llegó allí, tuvo otra vez una brusca sensación de irrealidad. Le parecía que todo había sido un sueño y que otra vez la mano misteriosa que la golpeó para robarle la máquina fotográfica volvería a atacarla. En contra de su costumbre, volvió a beber un fuerte trago de whisky y ofreció otro a Key.
—¿Qué vas a hacer ahora? —musitó.
—Lo primero de todo, presentarme a la policía. Una vez les haya convencido de que es verdad lo que ocurre, iré a Mayden con un par de agentes especializados. Verás cómo en seguida averiguamos lo que pasa.
Mara no se sentía muy convencida. Estaba más bien pesimista.
Pero comprendía que, después de todo, aquel pían era el más razonable.
Cuando quedó sola, sintió otra vez el frío de la muerte en los huesos.
Cerró la puerta con el seguro. Cerró las ventanas. Lo cerró todo.
Y aun así notó la presencia insidiosa de la noche entrando en sus habitaciones. Notó el peso del silencio. Y le pareció que aquel silencio era roto por pasos furtivos que se acercaban a ella.
Siguió bebiendo whisky hasta que se derrumbó sobre la cama. Después de todo, pillar una pequeña borrachera no era en aquellos momentos lo peor que podía ocurrirle.
* * *
Al salir de allí, Key se dirigió directamente en su «Corvette» a la jefatura de la policía portuaria. Eran ellos quienes debían saber todo lo referente al misterioso buque japonés, punto del cual deberían partir todas las restantes investigaciones. Por el momento no ligaba nada, pero estaba seguro de que aquella misma noche los cabos empezarían a unirse.
El jefe de la Brigada Portuaria estaba a aquella hora en su despacho. No era normal. Tampoco era normal la sonrisa de perro hambriento con que saludó a Key.
Le conocía bien. Demasiado bien.
No en vano Key era el informador que más conocimiento tenía sobre los asuntos del mayor puerto del mundo.
—¿Qué le trae por aquí, chupatintas? —masculló—. ¿No había tenido un accidente? ¿No estaba herido? ¿No iba a diñarla? ¿No íbamos a tener el gusto de ir a sus funerales la semana que viene? ¡Pues no nos deje con la miel en los labios, cuerno! ¡Muérase!
Key se encogió de hombros ante la andanada, mientras se sentaba tranquilamente al otro lado de la mesa. Encendió un cigarrillo y murmuró:
—Vengo a hablarles de un buque japonés. Vengo a hablarles de un buque que, según ustedes, no existe.
—¿Qué tontería es esa?
—El Kosi-Maru se incendió anoche en los muelles de Hoboken. Quiero saber por qué se guardó en secreto.
—Porque no se produjo. Ésa es la única razón: No sé de qué diablos de buque me está hablando, Key.
El periodista se arrancó el cigarrillo de los labios y apuntó con él al jefe de la policía portuaria.
—Oiga, amigo, con todos los respetos le aseguro que este asunto va a traer cola. Yo le juro que…
No llegó a decir nada más.
No se dio cuenta de lo que había sucedido.
Cuando aquel impacto brutal se abatió sobre su nuca y le hizo deslizarse hasta el suelo, Key no había oído nada. No se había dado cuenta de que una figura alta, silenciosa, fornida, se le acercaba por la espalda.
Mara hubiera podido recordarlo. Hubiera podido atar cabos. Mara hubiese podido decir: «¡Éste fue el que me golpeó a mí también!».
Pero la muchacha no estaba allí para decirlo. No estaba allí tampoco para enterarse de que Key ya no podría ayudarle, de que Key, en cierto modo, ya no existía.