CAPÍTULO IX

RIÑONES AL JEREZ

En cambio no fue nada suave, no fue nada fino, no fue de gourmet el golpe que recibió aquel tipo en plena cara antes de que pudiera hundir el cuchillo en la delicada carne de Mara Seymour.

Fue, al contrario, un golpe salvaje.

Un golpe barriobajero.

Un golpe de esos que le ponen a uno el estómago dentro de las botas.

El indonesio cayó sobre la bandeja del perro desollado. Sus facciones se habían teñido de sangre.

Mara volvió violentamente la cabeza.

No podía creerlo.

Gimió:

—¡Key!

En efecto, era Key el que había entrado de pronto en las cocinas. Key, el herido que se había fugado sin duda de la clínica para seguirla. El periodista que poco antes le había dicho por teléfono unas cosas que ella no hubiese querido oír.

El indonesio trató de atacar con el cuchillo.

Sus dientes chirriaban.

En sus ojos había una mirada desesperada y salvaje.

Pero Key no era un novato. Si bien tenía una pierna herida, conservaba en cambio el juego de cintura y la fuerza demoledora de sus brazos. Esquivó a su enemigo, le largó un terrible directo y luego, comprendiendo que tal vez no podría esquivar la próxima acometida, tomó un cuchillo de los que había en la cocina.

El indonesio volvía en ese momento.

Atacaba desesperadamente otra vez.

Key le dio un salvaje golpe con la izquierda, le hizo girar brutalmente y luego, sin dudarlo, le apuñaló.

El gesto de agonía del indonesio no lo olvidaría Mara jamás. El tipejo se retorció mientras se llevaba la mano a la herida. Key miró al caído, que se debatía en los últimos espasmos, y dijo a Mara tomándola por un brazo:

—Vamos.

El maître seguía en la puerta.

Pero doblado sobre una silla.

Sin sentido.

Sin duda Key le había dado sus recuerdos antes de entrar.

Salieron los dos.

Mara era como su propia sombra.

No sabía ni dónde estaba.

Key la introdujo en su pequeño «Corvette» deportivo y se alejaron de allí a gran velocidad dejando abandonado por el momento el «Mercedes». Rodaron hasta la Avenida Doce sin que Mara se atreviese a hablar. Al fin, con un soplo de voz, preguntó:

—¿Cómo… estás aquí?

—Me fugué de la clínica. Me di cuenta de que ya podía moverme y eso bastó.

—¿Me has seguido?

—Sí.

—¿Por qué?

—Me supo mal lo que te dije anoche. No pude dormir de arrepentido que estaba. Me parecía imposible que tú hubieras mentido para meterme en un lío, de modo que me desvelé y me puse a hacer averiguaciones.

—¿Qué has sabido?

—Tengo amigos en los muelles. Rateros, gandules, prostitutas, borrachos y gentecita así. He telefoneado a unos cuantos y todos me han dicho lo mismo. La policía y los bomberos, así como las casas de seguros, no sueltan prenda, y niegan sistemáticamente lo del Kosi-Maru, pero mis informantes me han dicho que, en efecto, hubo un incendio en los muelles y que las llamas se tragaron a un barco. No dejaron acercarse a nadie. Ni dieron una nota a la Prensa. Al contrario. Estoy seguro de que si un periodista se hubiese acercado le habrían echado a escupitajos y a tiros de revólver. Tantas precauciones me escaman, y en este momento estoy dispuesto a apostar la piel a que me dijiste la verdad. Ese buque existe. Estuvo en Nueva York.

Rodaban ahora a poca velocidad para poder hablar más tranquilamente. Mara susurró:

—Tengo millones de preguntas para ti, Key. Pero empezaré con ésta: ¿Qué hiciste luego?

—Una vez sabido esto, decidí largarme de la clínica, pero antes te llamé a ti. Como no contestabas, llamé al conserje de la casa. Me dijo que habían venido a buscarte por algo de una defunción. Como yo sabía que no tenías más pariente que tu tío Fred Seymour, pregunté al periódico por la relación de difuntos del día. Y en efecto, allí estaba: Fred Seymour. Tuve que perder bastante tiempo para largarme de la clínica sin que los médicos lo notaran, y entonces fui a la ciudad de Mayden. Cuando llegué, tú te largabas en un «Mercedes». Te seguí.

—¿Te diste cuenta de que… intentaban matarme?

—Sí, pero desgraciadamente yo estaba algo lejos y no podía ya hacer nada, para evitarlo. Cuando te salvaste sentí como si yo mismo hubiera vuelto a nacer. No puedes imaginarlo. Entonces te seguí hasta el restaurante y me quedé en la puerta.

—¿Qué esperabas?

—Me mantenía vigilante porque estaba seguro de que correrías más peligros. Cuando vi tu gesto de espanto y que te dirigías a las cocinas, decidí intervenir.

—Pero… has matado a un hombre. ¡Has matado a un hombre, Key! ¡Y lo has hecho por mí!

La muchacha temblaba. Prorrumpió en un sollozo.

De pronto, ahora que no corría peligro, las fuerzas la abandonaron y quedó postrada en el asiento.

—Lo explicaré en la policía —dijo Key—. No creas que vayan a enchironarme por eso. Y menos sabiendo quién era ese tipo.

—¿Quién… era?

—El hermano del dueño de ese restaurante. Por eso todos le han obedecido y le han dejado trajinar a su gusto.

—Bien, pero no has contestado del todo a mi pregunta. ¿Quién era?

—Sin duda el cocinero del barco japonés —dijo Key lentamente—. Y un auténtico experto en carne humana.