CAPÍTULO VIII

ESPECIALIDADES INDONESIAS

Mara dejó caer el cuchillo.

Sintió que las algas que había comido le subían hasta los ojos. Alzó la servilleta para cubrirse la boca, tuvo una terrible arcada y escupió. Hasta el fondo de sus vísceras le quemó como si en ellas hubieran derramado ácido sulfúrico.

Todo su cuerpo estaba tenso.

Sentía una agonía que llegaba desde sus mismas células. Algo la estaba destruyendo por dentro.

Pero, como la otra vez, sacó fuerzas de flaqueza en aquella situación desesperada. Con paso maquinal se dirigió a la cocina.

El maître estaba en la puerta.

No impidió que entrara.

Más bien se diría que lo estaba esperando.

La muchacha atravesó aquel umbral. Vio las cocinas limpias y espantosamente vacías. Sobre una bandeja había un pobre can despellejado. Y entonces recordó Mara con un espasmo que en ciertos sitios de Oceanía son muy aficionados a la carne de perro.

Pero no fue eso lo que la dejó helada.

Fue el ver al único hombre que había aparecido allí.

Sus facciones se tensaron.

Lo había visto una vez.

Era el indonesio que había tratado de matarla ya…

¡El que había tratado de degollarla en las bodegas del Kosi-Maru!

* * *

Hay veces en que los pensamientos son tan rápidos que llegan a producir un verdadero shock. Hay momentos en que uno piensa las cosas con una velocidad de vértigo: cosas que quizá antes no se le hubieran ocurrido. Y eso fue lo que pasó entonces con Mara.

Se le ocurrió que aquel cargamento de muertos que iban en el barco japonés estaban destinados a las cocinas del restaurante indonesio. Sus clientes, todos abonados, ya debían estar en el secreto y apreciaban la carne humana finamente cortada y condimentada con vinos olorosos y con suaves hierbas. Y habían robado el cadáver de tío Fred… ¡para comérselo! ¡Para servirlo como una fina especialidad indonesia!

Todos esos pensamientos le produjeron un vértigo atroz.

La hundieron en una sima sin nombre, en la sima inacabable del Más Allá y de la nada.

El hombre de la chaquetilla blanca, que ahora iba vestido de calle (con las ropas del conductor del «Ford Granada», según recordó ahora ella) la miró, pero no como se mira a una mujer. Contempló sus curvas como si apreciara la cantidad de carne de primera calidad que había en ellas. Miró sus nalgas como si pensara en lo blandas que podían ser una vez partidas en finas lonjas. Y hasta paseó la mirada por sus pechos, no para admirar su armoniosa línea, sino quizá pensando en el jugo que podían dar una vez ingresados en el horno.

Mara sintió aquella mirada como una auténtica quemadura.

Nunca la habían contemplado así. Nunca la habían medido como se mide a una res. Nunca había pensado que sus curvas fueran simplemente eso: quilos de buena carne.

Se imaginó a sí misma en los platos de los indonesios.

De los clientes abonados.

Y no pudo ni gritar. Acorralada en la pared, sintió el frío del cuchillo en sus entrañas. Sintió que ya no podía escapar, que iban a abrirla en canal como a un cordero.

El indonesio emitió una risita suave.

Y movió el cuchillo hacia su vientre.

Con un golpe de delicado matarife, con un golpe de carnicero fino que sabe que según qué piezas (las preferidas por los clientes gourmets) no deben estropearse al cortarlas.