LA MUERTE ES SUAVE, MUÑECA
Mara quedó clavada en el suelo.
Rígida.
Con las manos tan agarrotadas en el cuello que con sus propias uñas se dibujó unas líneas de sangre.
Sus ojos se enturbiaron. Mara supo que iba a perder el sentido.
Y no quería perderlo estando el muerto allí. ¡No quería! ¡No quería! ¡No quería!
De pronto se produjo un cambio fantasmal.
El muerto desapareció en silencio.
Y otra vez las lucecitas rojas se encendieron y apagaron en el cerebro de Mara.
La luz cruda.
La fría luz de depósito de cadáveres.
Mara tuvo que apoyarse en la pica del lavabo para no caer.
El silencio.
Los latidos ahogados de su corazón que amenazaba con pararse.
El cerebro de la muchacha, de todos modos, funcionaba y le enviaba su mensaje. La muchacha se dio cuenta de que había visto el cadáver reflejado en el espejo de la puerta porque la puerta se había movido a causa de una leve corriente de aire. Eso significaba que tío Fred se hallaba pegado a la pared y junto a aquella puerta. Y que aquello no era simplemente un armario sino algo más profundo: quizá un pasillo.
Al cerrarse la puerta había dejado ella de ver el cadáver.
Mara tragó saliva.
Sentía más que nunca el golpeteo angustioso de su propio corazón.
Fue hacia aquella puerta… ¡y la empujó!
Ñññññññeeeeec…
La puerta crujió como crujía todo en aquella casa. La muchacha vio un pasillo tenuemente iluminado por una luz espectral. Al fondo le parecía que brillaba una lucecita.
El cadáver no estaba allí.
Pero a ella le parecía verlo aún.
Con perfecto detalle.
Incluso con la cicatriz en la mejilla, que le marcaba profundamente.
Siguió avanzando.
El aire quieto.
El silencio.
Sólo el ruido quedo de sus pasos.
La lucecita al fondo.
La lucecita que parecía moverse.
El roce de sus dedos en la pared.
El…
¡Y de pronto aquel grito! ¡Aquel grito salvaje de muerte! ¡Y el cuchillo…! ¡La hoja de acero que buscaba su garganta…!
* * *
Mara no vio más que una sombra que venía hacia ella, una sombra que no supo si era de hombre o de mujer. Vio también la hoja de acero que iba a segarle el cuello de una atroz cuchillada.
Como en otra ocasión anterior, fue su instinto lo que la salvó sin que su pensamiento interviniera. Saltó hacia atrás, resbaló sobre la pared, dio otro salto y se encontró de nuevo en el cuarto de baño, con su luz despiadada y plomiza.
Todo eso había ocurrido en unos segundos.
Mara no había llegado a pensar en nada.
Había sido como un sueño.
Cerró aquella puerta, que tenía una llave, y respiró afanosamente. Ahora, de pronto, sus rodillas vacilaron. Tuvo que hacer un esfuerzo terrible para no caer.
Supo que si caía allí estaba en peligro.
Podían derribar la puerta.
Quien fuera… ¡podía matarla aún!
Poco a poco volvió sobre sus pasos.
La casa parecía espantosamente vacía.
No se veía allí a la señorita Krabb. No se veía allí a Olga.
Lo cual significaba que cualquiera de las dos… ¡podía haberla atacado! Incluso Olga.
Pero no quiso pensar en eso.
Fue hacia el garaje, dominando su miedo. Recordó que no tenía coche. La luz amarilla le mostró el «Mercedes» silencioso, hermético, el solemne coche que ya antes le había parecido un panteón.
Se acercó temblorosamente.
Vacío. Todo en orden.
La llave de contacto.
La sensación de muerte.
Porque ella… ¡acababa de sentarse en el sitio donde vio sentado el cadáver de Fred Seymour!
El volante le produjo una impresión glacial, pero se dominó. Dio al contacto y salió poco a poco a la calle. Todo normal.
Abandonó la población.
La tensión espantosa de sus nervios se iba relajando.
Todo normal, normal…
De pronto se estremeció hasta la médula de los huesos. ¿Y si… y si llevaba el cadáver en el portamaletas?
Frenó y saltó como movida por un resorte. Abrió el capó posterior. Pero no. Todo estaba en orden. En el portamaletas no se encontraba más que la rueda de recambio y otras cosas sin importancia.
Respiró aliviada.
Al fin todo volvía a ser normal… Al fin podía pencar que no estaba loca…
Pero de repente otra vez el Más Allá se puso en contacto con ella. De repente volvió a ocurrir aquella cosa inexplicable.
Mientras estaba cerrando el capó posterior… ¡oyó aquel rugido a su espalda!
¡Un coche se estaba precipitando sobre ella!
¡Iba a aplastarla!
Otra mujer menos joven o menos ágil hubiese muerto allí mismo, sin apenas darse cuenta de lo que sucedía. Pero Mara tenía los músculos de una atleta y se movió a tiempo. Como no podía ni echarse a un lado, brincó sobre la tapa del portaequipajes, haciendo una exhibición de piernas que hubiese mareado a cualquier conductor distinto del que se le venía encima.
Lo vio confusamente. Era un «Ford Granada».
Efectivamente, iba a aplastarla contra la popa del «Mercedes». Al ver que Mara saltaba a tiempo, el conductor frenó bruscamente, pero no pudo evitar el brutal choque. En la calle solitaria se oyó un «plaaanc» estruendoso.
Pero como el «Ford Granada» es un gran coche y el «Mercedes» (¿quién lo duda?) también lo es, no ocurrió nada importante. Haciendo marcha atrás y con una profunda abolladura, el «Ford» se despegó. Como ya se había arriesgado demasiado y por la calle podía pasar alguien, no quiso insistir. Inmediatamente dio gas y se perdió entre las sombras.
Pero Mara tampoco se quedó quieta.
Por dos veces en pocos minutos habían intentado matarla, y si en la primera ocasión no vio nada, ahora sí que veía. Su frustrado asesino estaba en un «Ford Granada» que iba delante. Ella disponía de un magnífico «Mercedes». ¿Quién decía que iba a escapársele?
Con sólo las luces de posición, empezó a perseguirlo. Al principio el del «Ford» debió darse cuenta, pero cuando se metieron entre el intenso tráfico ya debió perderlo. Mara, en cambio, no lo perdió. Por el parabrisas se ve bastante mejor que por el espejo retrovisor.
Dejaron atrás el estado de Connecticut.
Entraron en el de Nueva York.
Seguían metidos en el inmenso tráfico y a poca velocidad, a unas cincuenta yardas uno de otro.
Penetraron en Manhattan.
Y en un callejón de la Calle Treinta y Nueve, junto a la Octava Avenida, el «Ford Granada» se estacionó tranquilamente. No se había dado cuenta de que le seguían, y si se había dado cuenta lo disimulaba muy bien. Los gestos del hombre que descendió eran confiados y perfectamente naturales.
A causa de la distancia y la penumbra, Mara no pudo reconocerlo. Pero sin duda era un hombre, no una mujer disfrazada. La muchacha apagó las luces de situación y se estacionó en la misma acera, a unas treinta yardas, pues en Nueva York no hay problemas de aparcamiento a partir de las nueve de la noche.
Se acercó al sitio donde el hombre había entrado.
Era un restaurante típico.
Las luces de la entrada se encendían y se apagaban incesantemente: Indonesian Meáis, Indonesian Meáis, Indonesian Meáis. En fin, allí servían comidas indonesias. Mara decidió ser valiente, reunió todas sus energías, apretó los labios y entró.
Nada tan acogedor como aquello.
Nada tan normal.
Sonaba una música suave.
Sólo había dos clientes.
Pero ni rastro del hombre que acababa de entrar.
Un respetuoso maître se acercó a la muchacha.
—¿Desea cenar, señorita?
—¿No es algo tarde?
—Oh, no… Servimos día y noche. Sea bienvenida.
Le había retirado una silla para que tomara asiento. Mara, todavía con el sabor de la muerte en la boca, susurró:
—¿No ha entrado un hombre aquí hace poco?
—Oh, no, señorita.
—¿Seguro?
—Seguro, señorita.
Mara pensó que esta vez no la engañarían. Ella no estaba loca, a pesar de que en su cráneo seguían encendiéndose y apagándose aquellas lucecitas rojas.
Iba a quedarse allí hasta averiguar lo que sucedía.
—De acuerdo —dijo—. Sírvame algo de cenar.
—Naturalmente, señorita. A sus órdenes.
Le mostraron una carta tan adornada que parecía un título nobiliario. Había allí nombres tan raros que Mara no los entendió. Pero se fijó bien porque le horrorizaba la idea de pedir carne.
—Pescado —pidió sin concretar—. Algo de pescado.
—Oh, claro, señorita… Tenemos un rodaballo que es especialidad de la casa. ¿Le gusta muy hecho?
—Sí, muy hecho. Y para beber tráigame un vino que esté acorde con el pescado. Puede elegirlo usted mismo.
Cuando el maître se hubo retirado, la muchacha se puso tensa.
Lo vigilaba todo.
Estaba atenta a los menores movimientos de los clientes, que comían con la mayor naturalidad. Por lo que pudo ver, no pagaron en el acto, al terminar, sino que firmaron una nota. Eran abonados. En uno de los platos quedó un hueso que a Mara le pareció un hueso humano. Pero estaba tan trastornada que ya no quiso ni pensar en eso.
Se impacientó.
La estaban haciendo esperar demasiado.
Nunca hubiese imaginado que la cocina indonesia fuera tan detallada, tan lenta, tan para connaisseurs.
Por fin le trajeron unos cubiertos de plata con la comida. Había una gran masa de algas, gelatina y verduras que lo tapaba todo. Debajo debía estar el rodaballo.
La muchacha comió un par de aquellas algas.
Estaban buenas.
La verdad era que ahora sentía apetito. Llevaba veinticuatro horas, sin comer; de pronto lo recordó. Apartó las verduras y las algas y se dispuso a cortar el rodaballo.
Su cuchillo resbaló por encima.
Un momento.
Un tenso y dramático momento.
Porque en seguida se dio cuenta de que… de que aquello no era pescado.
Era carne. Era un pedazo redondo de carne finamente cortado, macerado y hervido. Despedía un cierto olor a vino aromático. Estaba condimentado con hierbas.
Hubiera podido pasar por un pedazo de carne normal, hecho a la usanza indonesia.
Pero los ojos de Mara estaban posados en un solo punto.
Aquella línea profunda y larga.
La línea que hundía la carne.
Era una cicatriz.
Una cicatriz…
Una cicatriz…
Las lucecitas se encendieron y apagaron. Las lucecitas rojas en el cerebro de Mara.
La muchacha la recordaba perfectamente.
Era la del cadáver de Fred Seymour.
La había visto poco antes.
Le habían dado para comer, limpia y bien condimentada… ¡la mejilla del muerto!