CAPÍTULO VI

UN SOPLO DEL MÁS ALLÁ

Lo único que Mara recordaría más tarde fue que la calzada se acercó vertiginosamente a ella sin que se diera cuenta. En realidad, no supo que caía hasta que aquel golpe brutal en la frente la aturdió por un momento, haciendo que perdiera el sentido de la realidad. Confusamente sintió que la arrastraban y recobró del todo el conocimiento cuando estaba en uno de los sillones de la planta baja.

Era Olga la que la atendía.

Por lo visto, la había arrastrado ayudada por la señorita Krabb.

Esto la tranquilizó. De Olga podía fiarse. Después de beber un poco del licor que le daban, Mara susurró:

—¿No es cierto que el cadáver de tío Fred ha desaparecido?

—Sí, Mara, ha desaparecido —musitó la vieja.

—Entonces no estoy loca…

—¿Quién ha dicho que lo estás? ¿Has avisado a la policía?

—Sí.

—¿Y por qué no vienen aún?

—Hay un teniente que es una mula. Cree que soy yo quien ha ocultado el cadáver.

—Ese bestia… También cree que Irene Krabb mató a Jim Larsen, cuando lo cierto es que ella lo quería realmente. Hubiera sido incapaz de hacerle una cosa así.

La muchacha miró por encima del hombro de la anciana. La señorita Krabb estaba al otro lado de la habitación. No las oía.

—Olga… ¿qué puedo hacer?

—Márchate a Nueva York, Mara… Siento haber sido yo la que te trajo aquí. Vete.

—Te juro que no lo entiendo.

—Pero… ¿qué piensas tú de esa desaparición?

—Desgraciadamente no puedo irme, Olga… Soy la única pariente y debo afrontar las consecuencias.

—No lo interpretes así. El entierro no es hasta mañana a las nueve, de modo que tienes toda la noche. Más vale que te vayas a un hotel y descanses. O que te vayas a tu casa. Yo te llamaré.

—¿Tú…, tú te harás cargo de lo que suceda esta noche?

—Claro que sí. Mara.

—¿No tienes miedo?

—¡Pobre de mí! Te juro que no entiendo nada, pero a mi edad, ¿de qué voy a tener miedo ya?

Mara suspiró con infinito cansancio.

Estaba dispuesta a aceptar aquel ofrecimiento que la libraba de la terrible responsabilidad. Por lo menos la libraba por unas horas. Hundió la cabeza y musitó:

—Nunca te lo agradeceré lo bastante, Olga. Pero para mí sería terrible que corrieras algún peligro.

—Los peligros ya no me asustan a mi edad, y si los corro en tu lugar mucho menos. Anda, vete. Ya te telefonearé… Vete a tu casa y piensa sólo en descansar. Péinate un poco en el cuarto de baño… Lo tienes al final del pasillo.

La muchacha se levantó como un autómata.

Echó a andar.

El pasillo oscuro.

La puerta.

El cuarto de baño.

En seguida se dio cuenta de que la luz era cruda y metálica. Era una luz despiadada de depósito de cadáveres. Su imagen reflejada en el espejo estaba tan blanca que la muchacha sintió horror de sí misma. Sencillamente tenía el color de una muerta.

Se mojó la cara.

Y volvió a mirarse en el espejo.

Fue entonces cuando lo vio.

El muerto.

El muerto estaba allí, de pie tras ella. Se reflejaba en la luna del espejo que tenía a su espalda.