CAPÍTULO V

EL OSCURO MUNDO DE LOS MUERTOS

Lo que acababan de ver los ojos atónitos de Mara Seymour era el ataúd vacío. No quedaba en él ningún rastro del cuerpo de tío Fred. Éste se había volatizado, había desaparecido, se había convertido en una sombra más de las que poblaban la casa.

Las piernas de Mara vacilaron.

Cayó de rodillas.

Y así la encontró la señorita Krabb un momento después. Le puso las manos en los hombros y trató de ayudarla a incorporarse mientras Mara gemía espasmódicamente.

Por supuesto, la señorita Krabb también se había dado cuenta de que el ataúd estaba vacío.

Sus facciones habían adquirido una palidez cerúlea.

Se notaba que no podía ni hablar.

Las dos mujeres se miraron al fin, cuando Mara consiguió ponerse en pie. En los ojos de la muchacha había una patética lucecita de horror. En los de la señorita Krabb, una chispita de desconfianza.

—¿Pero qué ha sucedido? —balbució—. ¿Qué ha hecho con el cadáver?

La pregunta era tan absurda para Mara, que ésta no pudo ni contestar. Sus labios se curvaron. Al fin comprendió que tenía que armarse de valor y respiró hondamente antes de musitar:

—Llame a la policía.

La señorita Krabb no contestó.

Salió de allí y fue al despacho.

Mara Seymour aún permaneció unos momentos inmovilizada, sin poder seguirla. El ataúd vacío la atraía como si tuviera para ella una fascinación maldita. Al fin, arrastrando los pies, fue también hacia el despacho.

Vio que la señorita Krabb estaba discando un número, pero de una forma extraña. Miraba el micro furiosamente.

—¿Qué pasa? —susurró Mara.

—Algo que no comprendo. El teléfono no funciona.

—¿Pretende decir que… que han cortado los hilos?

—Eso es lo que me temo. Ha funcionado bien hasta hace diez minutos. Recuerdo que he llamado para preguntar la hora exacta.

Mara hundió la cabeza. A través de las ventanas del despacho vio las luces tranquilas de la calle y oyó el susurro de las hojas de los magnolios. El motor de un coche le produjo una sacudida, pero también le dio una tranquilizadora sensación de realidad.

—Señorita Krabb —musitó con voz firme—, no sé quién ha hecho esto ni lo que ha pretendido al cortar los hilos del teléfono, pero puedo asegurarle que se ha equivocado por completo. No estamos en la Edad Media para creer en brujas que hacen desaparecer los cadáveres. Tampoco nos han aislado por el hecho de estropear el teléfono. Estamos a muy poca distancia de Nueva York y además en una ciudad como Mayden que tiene todos los servicios, desde policía hasta cabinas públicas para llamar a todas partes. No sé lo que usted piensa, pero yo sí que sé lo que voy a hacer: voy a telefonear desde fuera. Y la policía estará aquí antes de cinco minutos.

La otra colgó.

—No se lo discuto, señorita Seymour —dijo fríamente—. Me parece una medida muy acertada.

—¿Dónde hay una cabina?

—Tiene usted teléfono público en el bar. Está a menos de cincuenta yardas.

—Ya lo he visto desde la ventana. Voy allá.

Y salió.

Sentía que aún le temblaban las rodillas, pero quería dominarse.

Estaba decidida a acabar de una vez con aquel mundo de locura en que se había visto sumida de pronto.

Atravesó la calle.

En Mayden había cinco semáforos, y uno de ellos estaba en la segunda calle, que tenía que atravesar para llegar al bar. Como la luz estaba roja, la muchacha tuvo que detenerse.

Pasaron suavemente dos automóviles por delante suyo.

Uno era un moderno «Ford Escort».

El otro un coche europeo. Un «Mercedes».

Mara entrecerró los ojos.

Se trataba de un antiguo «190». O la muchacha recordaba muy mal o tío Fred tenía un coche así, porque era un enamorado de las marcas europeas. Eso hizo que se estremeciese, aunque no supo bien por qué.

Y que mirara hacia el conductor.

Entonces sintió de nuevo el frío de la muerte. Entonces supo lo que es no querer estar uno dentro de sus propios zapatos.

Porque el que estaba ante el volante, conduciendo muy rígidamente, era…, ¡era el propio Fred Seymour!

* * *

Mara se apoyó en el poste metálico del semáforo. De no estar aquello allí, hubiese caído sobre el asfalto. Cerró los ojos mientras sentía que la lengua se le pegaba al paladar. Cuando los abrió, el «Mercedes» había desaparecido. El semáforo ya señalaba verde. Podía pasar. Pero la calle le pareció tan inmensa como el desierto de Gobi y ya no tuvo fuerzas para atravesarla.

La mano se posó en su hombro.

Era dura, metálica.

La muchacha se volvió ahogando un grito de horror.

—¿Qué le ocurre, Mara? ¿No se encuentra bien?

La mano de la señorita Krabb se retiró poco a poco.

Los ojos de Mara bailaban casi cómicamente. Le era imposible incluso mirar bien.

—He pensado que quizá necesitaría que la acompañase —dijo la señorita Krabb—. Y de pronto la he visto así, parada de un modo tan raro… ¿Quiere apoyarse en mí para cruzar la calle?

—Señorita…, señorita Krabb… ¿Qué automóvil tenía tío Fred antes de morir?

—Pues… el que ha tenido en los últimos quince años. Como lo usaba tan poco, estaba nuevo. Un «Mercedes 190».

—¿Negro?

—Sí.

Mara susurró:

—Por favor, volvamos a casa.

—¿Ya no quiere telefonear?

—Quiero ver algo antes. Acompáñeme, se lo suplico.

El ama de llaves hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento. La acompañó de nuevo hasta la casa y le abrió la puerta.

—¿Dónde está el garaje? —preguntó Mara.

—Aquí, en la parte trasera.

—¿Me quiere acompañar?

—Sí. ¿Cómo no?

Las dos mujeres fueron hacia el garaje y el ama de llaves abrió. La luz plomiza mostró a la muchacha el mismo vehículo que había visto cruzar ante ella. Era el mismo, estaba segura. Pero ahora no se encontraba nadie ante el volante, y el coche parecía no haber sido usado en mucho tiempo.

Mara tocó el capó con dedos temblorosos.

Estaba frío.

Claro que si el «Mercedes» había dado sólo una vuelta a la calle, el motor no había tenido tiempo de calentarse.

La señorita Krabb musitó:

—¿Qué le pasa? ¿Qué mira?

—¿Es… está segura de que tío Fred murió realmente?

—¿Pero qué cosas tan extrañas pregunta? ¡Pues claro que sí! ¿O necesita ver el certificado de defunción?

—No necesito ver nada. ¿Dónde está la estación de policía?

—A unas calles de distancia, siguiendo hacia la plaza. ¿Ya no quiere telefonear?

—No. Quiero ir directamente a la policía. Lo que he de explicar no puede decirse por teléfono porque no me creerían.

—De acuerdo, de acuerdo… Usted es la que decide, señorita Seymour. ¿Puedo acompañarla?

—Sí, por favor… Hágalo. En estos momentos hasta cruzar una simple calle me da miedo.

La señorita Krabb la sujetó por el brazo, mientras Mara andaba de espaldas. Estaba obsesionada por el coche y no podía evitar mirarlo. Le parecía un ataúd metálico. Le parecía una visión del Más Allá.

Anduvieron por las calles tranquilas donde apenas había nadie. La luz ante la fachada de la estación de policía brillaba quedamente. Al llegar allí la muchacha vaciló, porque pensó que con su declaración iba tal vez a comprometer a Fred, si es que éste estaba vivo. Pero la idea le pareció tan increíble que al fin hizo un gesto de decisión y dijo:

—Vamos.

El que estaba de guardia era el teniente Hunter. Observó con detenimiento y con admiración las suaves curvas de Mara y con cierto desdén las sólidas y macizas curvas de la señorita Krabb. Pero Mara notó que ese desdén no iba dirigido al aspecto físico de la señorita Krabb, que después de todo resultaba bastante apetitoso, sino a su aspecto moral. Era una diferencia sutil. De un modo instintivo, la muchacha notó que el teniente Hunter, por lo que fuera, despreciaba profundamente al ama de llaves de tío Fred.

—¿Qué pasa? —preguntó cuando ella le hubo mostrado sus documentos de identidad—. ¿Quiere hacer una declaración, señorita Seymour?

—Sí. Para eso he venido.

—Pase a mi despacho, por favor.

La señorita Krabb fue también a entrar, pero el teniente la rechazó con un gesto áspero.

—Tú te quedas fuera.

La había tratado como si fuera una golfa. Mara, profundamente extrañada, se turbó, pero no hizo ningún comentario.

Cuando estaban sentados uno frente al otro, el teniente dio rienda suelta a aquella especie de mal humor que le había acometido al ver a la señorita Krabb. Dijo ásperamente:

—¿Por qué se fía de ella?

—Yo no me fío ni me dejo de fiar. La he conocido esta noche.

—Pues en su lugar no dejaría que me acompañara por una calle oscura. Ni estaría a solas con ella en una casa.

Mara Seymour se estremeció.

Y sintió que otra vez se encendían y se apagaban en su cerebro aquellas lucecitas rojas.

—¿Por…, por qué? —susurró.

—¿No sabe que es una asesina?

—¿Una… una asesina? Pero si lo fuera, estaría en la cárcel…

—Eso es lo malo —dijo malhumorado Hunter—, que la absolvieron por falta de pruebas. Pero yo estoy seguro, absolutamente seguro, de que ella mató a Jim Larsen.

Mara se estremeció de nuevo.

—¿Jim Larsen? —balbució.

Aquel nombre no le era desconocido. No, no le era desconocido de ningún modo, aunque no lo hubiera recordado caso de no mencionarlo el teniente. Jim Larsen había sido ayudante de tío Fred en los negocios de éste. Juntos explotaban una patente química que el propio Jim había ideado. Una vez tío Fred le escribió hablándole de aquel joven, diciéndole que era una especie de brujo porque hacía maravillas y añadiendo que juntos ganarían mucho dinero. Luego no volvió a mencionárselo. Lo que no sabía la muchacha era que Jim Larsen hubiera muerto.

—¿Qué quiere decir? —susurró.

—Creí que lo sabía.

—No, no sabía nada.

Miró con atención a Hunter. Con atención y miedo.

—¿Qué quiere decir? —susurró.

—Creí que lo sabía.

—No, no sabía nada.

Hunter sacó de un cajón una ficha y se la mostró. En ella estaba la foto de un hombre joven, bastante guapo, de unos treinta años. Su mirada era inteligente y tenía expresión ambiciosa. Seguramente, al natural, había sido un hombre que llamaba la atención.

—Éste era Jim Larsen —dijo el teniente—. Irene Krabb, que acababa de entrar como ama de llaves, se enamoró de él. Parece que, de todos modos, Jim la envió al cuerno porque picaba más alto. Y además, Irene Krabb era más vieja que él, qué demonios. Esas cosas también cuentan. Ella se sintió despechada y lo mató.

—Lo dice usted con una sencillez que parece como si fuera cierto —susurró Mara.

—¡Claro que es cierto! Todos los policías del estado lo sabemos, pero los jueces no. Se les vio disputar muchas noches. Ella le había amenazado de muerte. Le seguía. Llegó a ofrecerle dinero. La noche en que desapareció Jim Larsen, ella no pudo presentar ninguna coartada. Era la asesina redonda, perfecta, ideal. La detuve con mucho gusto, pero no pude ni llevarla ante el jurado.

—¿Por qué?

—El cadáver de Jim Larsen no apareció jamás. Yo sé que murió, pero oficialmente no está muerto.

Mara hundió la cabeza.

Sentía frío hasta en la raíz de los cabellos.

Otra vez los muertos que desaparecían. Otra vez los muertos cerrándole el camino. Desde que subió a bordo del barco japonés, toda su ruta había estado siniestramente tapizada de muertos.

—No hablemos de eso, por favor —suplicó.

—¿Y por qué no? A usted le interesa saber qué personas tiene en su casa, puesto que legalmente la casa ya es suya.

—Quizá Jim Larsen no murió.

—¿Y no ha vuelto a aparecer al cabo de dos años? Je, je… No me diga.

—Quizá Irene Krabb no acabó con él.

—No, ya sé que legalmente no acabó con él, puesto que sin cadáver no hay crimen, pero este asunto no lo he olvidado y sé que algún día cometerá una distracción y la atraparé. Ella también lo sabe. Aquí nadie engaña a nadie. Pero como los asesinos siempre vuelven al lugar del crimen, yo tengo la absoluta confianza de que caerá en mis redes. Acabará en la cárcel por el asesinato que cometió, se lo juro.

A Mara le pareció que el teniente Hunter era un hombre muy elemental y de escasa inteligencia uno de esos hombres que sólo sirven para detener a los rateros y a «los sospechosos de costumbre». En Mayden podría servir tal vez, pero de allí no saldría nunca. De modo que se descorazonó antes de hablar, porque supo que él nunca resolvería su caso.

Pero de todos modos, susurró:

—Ha desaparecido el cadáver de tío Fred.

Y le explicó lo sucedido. No omitió incluso que lo había visto luego conduciendo su «Mercedes». Hunter la escuchó al principio con atención, pero progresivamente clavó sus ojos en ella de una forma extraña, como si pensara que estaba hablando con una loca.

Al fin musitó:

—¿Puede esperarme un momento fuera?

—¿Es que no me cree? —preguntó Mara.

—¡Oh, naturalmente que la creo! —murmuró el teniente con demasiado entusiasmo para ser verdad—. Pero salga un momento, salga. Necesito hacer una llamada.

Mara salió.

Volvía a sentir aquella espantosa impresión de soledad, de miedo. Todo le parecía irreal, todo le parecía absurdo. Hubiera deseado que la tierra se la tragase.

Permaneció quieta en una antesala. Estaba sola. La señorita Krabb, por lo visto, aguardaba en otro sitio.

Al cabo de unos diez minutos, el teniente Hunter reapareció. Clavó en ella una auténtica mirada de toro al que han dejado suelto.

—He telefoneado a Nueva York —dijo con su habitual falta de tacto—, porque todo esto me ha parecido tan absurdo que he pedido informes de usted. Y según parece no son buenos.

—¿No son buenos? ¿Por qué?

—Verá, amiga mía… Querida chiquilla… Usted necesita quizá atención médica. Me han dicho que usted preguntó anoche por un barco que no existe.

—¡Existe! —saltó Mara bruscamente—. ¡Existe y estaba en el puerto de Nueva York! ¡Iba lleno de muertos!

—Claro, claro… Naturalmente que iba lleno de muertos —dijo Hunter como si hablase con una criatura—. ¿Quién puede dudarlo? Pero ahora dejemos esa tontería y permita que la atienda el doctor Evans. El doctor Evans es nuestro psiquiatra.

Mara se puso bruscamente en pie.

—¡No estoy loca! —gritó—. ¡No estoy loca…!

—Claro que no lo está, pequeña… ¿Quién dice lo contrario? Pero eso ya se lo explicará al doctor Evans, querida mía.

A Mara le horrorizó aquella condescendencia. Aquel tono con que la trataban, como si fuera una niña.

Hunter pensaba que estaba loca.

¡Y que era ella la que había ocultado el cadáver!

Todo aquello la hundió moralmente. Estuvo a punto de gritar. Pero un ser humano encuentra precisamente sus auténticas fuerzas en los momentos de apuro, de modo que la muchacha se serenó al instante. Si se dejaba dominar por el pánico, estaba perdida.

—Trabajo en el Newyorker —dijo—. No soy una cualquiera. Conozco mis derechos y sé que no puede retenerme aquí.

—Pero usted ha cometido un delito…

—¿Ocultar un cadáver es un delito? —preguntó ella, dispuesta ya a seguir el macabro juego.

—Claro que lo es. Un delito contra la salud pública.

—Lo ignoraba.

—Pues vaya aprendiéndolo, nena.

—Muy bien. En ese caso, demuestre que lo he escondido yo. Y me temo que, como Jim Larsen, también se va a encontrar sin cadáver, señor Hunter. Es una lástima. ¡A usted que le gustan tanto…!

Estaba rabiosa.

Salió a la calle como un meteoro, sin preocuparse de nada más. De pronto, oyó unos pasos que la seguían.

Irene Krabb estaba tras ella.

—Señorita Seymour…

Ella se volvió. La mirada de Irene Krabb era recelosa.

—¿Qué le ha dicho? —preguntó—. ¿Qué le ha llegado a contar ese bestia?

—Nada de interés.

—No mienta. Le ha contado que yo maté a Jim Larsen, ¿no? Puede decirlo tranquilamente porque lo sé. Hunter lo va contando a todo el mundo.

—Bueno, y si me hubiera dicho eso…, ¿qué?

—Sería una lástima que usted lo hubiese creído, señorita Seymour. Una lástima principalmente para usted.

La mirada de Irene Krabb era amenazadora. Era dura y metálica. Mara la sostuvo con desafío, pero pensó que al fin no le importaba aquello. Teniendo otras cosas tan graves en que pensar, ¿por qué había de ocuparse de lo de Jim Larsen?

Bajó la cabeza.

—No, no lo creo. Puede estar usted tranquila, señorita Krabb.

Cruzó la calle.

Y se dirigió a la casa.

Y fue entonces cuando lo vio otra vez. Cuando lo distinguió de la forma más normal del mundo, con esa naturalidad que hace que las cosas nos parezcan más horribles todavía.

Fred Seymour estaba apoyado en los cristales de una de las ventanas de la planta baja.

Quieto allí.

Mirándola.