UN ALARIDO EN LA NOCHE
Tío Fred, el próspero negociante que, sin embargo, era algo anticuado (lo que le impidió ganar más dinero) había muerto relativamente joven. Sólo tenía sesenta y dos años, o sea que caso de ser un trabajador asalariado no habría llegado ni a jubilarse. Y había muerto de repente, de un ataque al corazón, casi sin sufrir, lo que hacía que su rostro se conservara perfectamente sereno.
Mara lo contempló desde la puerta.
Tuvo que cerrar los ojos.
Todo aquello la había impresionado, la había dejado sobrecogida y atónita.
En especial el silencio.
Aquel silencio viscoso que se pegaba a las paredes y parecía llegar de otro mundo.
Y el solemne túmulo.
El cuerpo del difunto estaba arriba, muy arriba.
Parecía querer aplastarle a todos con su peso.
Y aquella soledad de la habitación sin muebles.
Y los cuatro siniestros cirios.
Todo aquello había sobrecogido a la muchacha de tal modo que por un momento sintió que la sacudía el horror. Pero al fin se rehízo. Rozó sus labios con los dedos, depositando en ellos un beso, y luego alzó aquellos dedos hasta la mejilla de tío Fred, que estaba espantosamente fría. Mara se estremeció.
Vio las coronas de flores que habían enviado los escasos amigos y luego se acercó a la ventana. La calle seguía teniendo el mismo aspecto que en su niñez. Incluso los coches seguían siendo anticuados, porque los habitantes en aquel sector de Mayden solían ser rentistas y pequeños comerciantes que no estaban para gastos superfluos, y que además sabían valorar las cosas bien hechas. Y un automóvil es una cosa demasiado bien hecha para que uno la desprecie al cabo de un año.
Al fondo estaba el pequeño cementerio eclesiástico donde ya no se enterraba a nadie. Aquello era lo que había hecho recordar las cruces a Mara. Y los magníficos magnolios cuyas ramas casi tocaban las ventanas. Y los establecimientos que habían sido abiertos en los últimos años, los cuales consistían en una corsetería, un bar y… una funeraria.
La muchacha cerró los ojos de nuevo.
Hubiera querido olvidar.
Hubiera querido hundirse en su viejo pasado, cuando no había en su horizonte ninguna pesadilla.
Entonces oyó un leve taconeo a su espalda.
Se volvió.
A la mujer que estaba tras ella no la había visto nunca. Era alta, solemne. Estaba lo que se dice «bien de tipo», a pesar de que ya había entrado en la cuarentena. Vestida de otro modo hubiera llamado incluso la atención de muchos hombres. De todos los hombres que aman a las mujeres fuertes y sólidas, de ésas que no se le arrugan a uno entre los brazos. Pero con su rígido uniforme negro, .sus zapatos más bien bajos, su cuello blanco y su expresión adusta, no resultaba atractiva a nadie. Casi había en ella algo de siniestro.
—¿Señorita Seymour?
Su voz era áspera. Estaba de acuerdo con su cara. Y, sin embargo, uno se daba cuenta de que podía haber sido una voz agradable.
—Sí, dígame.
—Siento conocerla en estas circunstancias. Soy la señorita Krabb.
—¿La señorita Krabb…?
—Usted no me conoce, claro. Llevo tres años de ama de llaves del difunto señor Fred Seymour.
—Yo creí que el ama de llaves era… era…
—¿La señorita Olga? No, ya no puede. Es muy mayor para ocuparse de todo el trabajo.
Mara cabeceó. Trató de sonreír.
—Me hago cargo, señorita Krabb. Yo también siento mucho conocerla en estas circunstancias.
—Su tío murió sin dolor. Supongo que eso le servirá de consuelo.
—Sí, en efecto. Es… un consuelo importante.
—¿Cuánto tiempo llevaba usted sin venir aquí?
—Bastantes años. En realidad no había venido desde que era una niña.
—Va a presidir el duelo, ¿no?
—No creo que me quede otro remedio, si soy la pariente más cercana.
—Lo es. Y también es la heredera.
—Eso no me importa demasiado ahora, señorita Krabb. Siempre he querido vivir de mi trabajo y solamente de mi trabajo. Lo único que desearía preguntarle es si vendrá mucha gente al entierro.
—No. Unas veinte personas como máximo. Su tío se relacionaba muy poco en sus últimos tiempos.
—Comprendo. ¿A qué hora se hará la ceremonia?
—Mañana por la mañana. Han de transcurrir veinticuatro horas como mínimo entre la muerte y la inhumación; usted lo sabe. Su tío murió de madrugada, y por lo tanto la inhumación podrá efectuarse a partir de las nueve. Se encargarán de todo los dueños de esa funeraria que ve a poca distancia.
—Ya entiendo. Me parece muy normal.
—¿Va usted a quedarse velando el cadáver toda la noche, señorita Seymour?
—¿Lo hará usted?
—Yo sí —dijo firmemente la señorita Krabb.
—En ese caso yo también.
—¿Es que… tiene miedo de quedarse sola?
Flotaba una suave e indolente sonrisa en los labios del ama de llaves. No supo por qué, pero Mara imaginó que aquella era una mujer sensual. Llena de confusión, prefirió no mirarla.
—Nunca he velado a un muerto —se limitó a decir.
—Alguna vez hay que hacerlo. Alguna vez hay que empezar. ¿Qué tiene usted en la cabeza, señorita Seymour? ¿No tiene la nuca algo hinchada?
—Me di un golpe. No tiene importancia. Gracias por su interés, señorita Krabb.
—¿Querrá comer algo? Tenemos una buena cocinera, créame. Su especialidad es la cabeza al horno.
Mara sintió una profunda arcada en el estómago.
Como si se le removieran hasta las entrañas.
Balbució:
—No… no tengo apetito.
—Como quiera, señorita Seymour. Pero será mejor que no se esté aquí, en esta habitación tan fría. Puede pasar al despacho, donde recibirá a los que vendrán a darle el pésame. Allí estará más cómoda.
Mara asintió tímidamente.
Se dejó conducir como una sombra.
El despacho era viejo, solemne. El mismo que ella había conocido durante su niñez. Mara se sentó allí y perdió el sentido del tiempo, mientras le parecía que por delante suyo desfilaban sombras y más sombras. Sabía que eran las personas que venían a darle el pésame, personas desconocidas a las que contestaba con unas frases de ritual. Así sin darse cuenta de cómo pasaba el tiempo y sin tomar ningún alimento, llegó la noche.
Todo estaba en silencio.
Muerto.
Con aquel espantoso vacío de las habitaciones y de las horas.
La muchacha pensó que era conveniente ver otra vez el cadáver. Debía demostrar algún interés. Se sentía constantemente vigilada por los ojos metálicos de la señorita Krabb.
Entró en la habitación fría y solemne donde estaba el túmulo con el ataúd.
Y sus ojos se desencajaron entonces.
Sus rodillas fallaron.
Lanzó un grito de espantosa agonía, un grito que atravesó como un punzón sus propios nervios.
Un alarido en la noche.