MAYDEN
Una calle larga.
Unos hermosos magnolios a ambos lados.
Unas casas bajas.
Unos coches anticuados.
Unas cruces.
La muchacha abrió los ojos. O creyó que los abría.
Todo aquello estaba dentro de su cerebro.
Una calle larga.
Unos hermosos magnolios a ambos lados.
Unas ca…
Sintió un estremecimiento.
Estaba viva… Estaba viva… ¡No la habían matado con aquel golpe! ¡Estaba viva!
Y entonces abrió los ojos definitivamente.
Lo vio todo de nuevo.
La calle larga.
Los hermosos magnolios a ambos lados.
Las casas anticuadas.
Las…
De pronto alguien la sacudió. Una voz entre cariñosa y asustada la llamó varias veces.
—¡Despierta, Mara! ¡Despierta!
Ella se sentó en la cama. Se sentía extrañamente bien y no le dolía la nuca. Hubo una serie de cosas que le extrañaron sobremanera, sin embargo, y la primera de ellas quizá fue el estar en la cama, cuando recordaba perfectamente que el golpe se lo habían dado encontrándose ella en pie. Quizá el que la golpeó la había arrastrado luego hasta el lecho, que estaba muy cerca.
También era extraño que hubiese tenido ante los ojos aquel paisaje en el momento de caer, y siguiera teniéndolo ahora. Medio aturdida, vio delante de ella la calle larga, los magnolios, las casas, los coches anticuados, las cruces…
Se trataba de una fotografía.
Ahora lo comprendió.
Pero una fotografía que jamás había estado allí.
La fotografía colgaba de la pared.
Lo primero que pensó Mara Seymour (aunque ahora el pensar le costaba un terrible esfuerzo) fue que al caer después del golpe había visto aquella reproducción, siendo ésta la última cosa por la que resbalaron sus ojos. Al despertar había seguido viéndola, puesto que la cama estaba enfrente, y así había tenido la sensación de que las dos imágenes se unían sin que hubiera transcurrido ningún tiempo. Cuando uno recobra el conocimiento suelen ocurrir esas cosas.
Pero lo cierto era que habían transcurrido varias horas. La luz entraba por la ventana. Era un día claro, aunque algunos tejados de la ciudad aparecían cubiertos de nieve.
Volvieron a zarandearla.
—Mara… ¿Pero qué te pasa, Mara? ¡Estás como en otro mundo!
Ella vio entonces a la que le hablaba así. Sus ojos casi se humedecieron ante aquella figura entrañable, aquella figura querida que disipaba todas las desconfianzas. Era Olga, la vieja sirvienta que casi la había enseñado a andar y materialmente había cuidado de ella siendo Mara una niña.
—Olga… ¿qué haces aquí?
—He venido a darte una mala noticia, Mara.
—¿Cuál?
—Tu tío Fred acaba de morir.
A la muchacha no le sorprendió en absoluto que le hablaran de muertos después de lo sucedido la noche anterior. Hasta le pareció lógico. Pero más que sentir pena —puesto que a su tío Fred no le había profesado nunca un afecto especial— sintió miedo.
—Ése… ese cuadro con esa calle.
—¿Es lo único que se te ocurre preguntar?
—Por Dios, Olga, déjame… ¿Desde cuándo está ahí? Ayer por la tarde no estaba…
—Yo lo colgué antes de la noche. Vine a repasarte la ropa como todos los meses. Estuve un buen rato aquí. Y te dejé el cuadro porque tenía el presentimiento de que deberías ir ahí en seguida. Es decir, tienes que ir ahora mismo.
—Pero… ¿qué es eso?
—¡Por favor, Mara! ¿Qué te pasa? ¡Es la pequeña ciudad de Mayden, en Connecticut, a poca distancia de aquí! ¡Tú habías pasado temporadas con tío Fred en su casa, cuando eras una niña!
—Ya me pareció al caer que… que recordaba eso. Que hacía una especie de patinaje por el pasado.
—¿Al caer…?
Mara le sujetó las manos con fuerza, con una extraña y casi desesperada fuerza.
—Olga, si me equivoco dímelo. Dímelo francamente. Tengo… tengo miedo de estar loca, ¿sabes? Me ocurrieron anoche cosas muy extrañas. ¿Tengo un bulto en la nuca, como si me hubieran golpeado?
La mujer parpadeó confundida y le tocó la nuca. Sonó un doble grito: el de Olga de sorpresa, y el de Mara de dolor, pues al serle rozado el impacto le había producido un daño insufrible.
Olga bisbiseó:
—¿Pero… qué te hicieron?
—Nada que nos importe ahora, Olga, nada y gracias, no sabes la buena noticia que me das. Ahora veo al menos que no estoy loca. Quiero preguntarte otra cosa.
—Pre… pregunta… pregunta…
—¿Ves por aquí una máquina fotográfica?
—No, claro que no.
—Entonces lo comprendo con perfecta claridad. Me golpearon para robármela, aunque no quisieron hacerme más daño e incluso me depositaron en la cama. Eso fue todo.
—¿Golpearte? ¿Quién?
—No lo sé, Olga, no lo sé… Dios santo, si lo supiera todo estaría claro, pero me temo que no lo sabré nunca. ¿Y por qué me trajiste ese cuadro? ¿Lo hacías sólo para que recordara mi infancia? ¿Qué necesidad había de eso, Olga?
—Verás… Me haces unas preguntas un poco atropelladas, muchacha. No lo hice sólo para que recordaras, puesto que eso tiene poca importancia. Lo hice para que vieras en seguida el lado bueno de la muerte de tío Fred, aunque esté mal hablar así. Tú eres su única heredera, y va a ser tuya casi toda esa calle.
Mara se estremeció.
No supo por qué, pero se estremeció.
—Debes venir en seguida —dijo Olga—. Por eso he corrido, para avisarte, cuando aún no han abierto los comercios siquiera… Tienes que darte prisa. Eres la única familiar y el cadáver de tío Fred aún está presente… Tendrás que presidir los funerales y el entierro.
Mara sintió que todo daba vueltas otra vez.
Los funerales… El entierro…
En definitiva, otra vez la, muerte.
La zarandearon.
—¿Pero qué te pasa, Mara? ¡Estás a punto de caer!
Ella apenas pudo balbucir:
—¿Tengo… que hacer eso?
—¡Pues claro! ¡Eres su única pariente! ¡Al pobre tío Fred no pueden enterrarle como a un perro!
—Está bien… Entonces iré. Pero has de conducir tú, Olga. Yo no me siento con fuerzas.
—Conducir, conducir… ¡Qué barbaridad! ¡Nunca he querido aprender a manejar esos chismes! ¡Tengo un taxi esperando abajo! ¡Y lo que debe haber subido ya la cuenta!
Casi tuvo que cargarse sobre los hombros a Mara para ayudarla a llegar a la calle.
Y así fue como Mara Seymour, muy poco después, pudo ver de nuevo los casi olvidados paisajes de su infancia. La calle larga.
Los hermosos magnolios a ambos lados.
Las casas bajas.
Los coches anticuados.
Unas cruces.