AQUELLO QUE NUNCA EXISTIÓ
El frío de la muerte es distinto del frío puramente físico. Se trata de algo que no se queda en la piel, sino que penetra hasta el fondo, muy hasta el fondo; de algo que forma parte de nosotros mismos, nos inmoviliza y nos deja indefensos ante la llama del Más Allá.
Eso fue lo que sintió Mara Seymour.
Que no podría defenderse.
Que estaba perdida.
La respiración jadeante del hombre que estaba tras ella no podía indicar más que miedo o furia. En un caso u otro iba a degollarla.
La muchacha no supo cómo había podido reaccionar.
No llegó a pensarlo siquiera.
Fueron sus músculos los que se movieron sin que su voluntad interviniese. De pronto se encontró girando sobre sí misma y dando un terrible salto de costado, un salto del que minutos antes no se hubiera creído capaz. El tajo del cuchillo, pese a su rapidez, no llegó a producirle ni siquiera una herida en el cuello.
Mara rodó por tierra.
La agilidad de sus veintiún años y las flexibles ropas que llevaba le permitieron ponerse en pie de un salto y brincar nuevamente, pero ahora hacia atrás. Vio entonces al hombre que la atacaba.
Era un indonesio delgado, sinuoso y alto.
Tenía la tez de color oliváceo.
Vestía pantalones oscuros y una chaquetilla blanca. No supo por qué, la muchacha lo relacionó con la cocina y con la mano cortada. Y, en una visión horrísona, se imaginó a sí misma hirviendo en el agua y dando sabor a una exótica sopa para la cena.
Fue eso lo que le dio fuerzas para llegar hasta las escalerillas de nuevo. Tropezó dos veces, pero logró asirse a la barandilla y trepar por ella a pulso como el atleta que trepa por la cuerda.
Su cabeza tropezó entonces con la lámpara.
El hombre que había venido tras ella debía haberla utilizado para moverse mejor a través de la oscura cubierta, cosa bastante lógica si tenía mala vista, como antes le había parecido observar a Mara. En efecto, el desconocido inclinaba bastante la cabeza y entrecerraba los ojillos como para ver mejor. Esa lámpara, que era de aceite, estaba colgada junto a la escalerilla, y al recibir el impacto de la cabeza de la muchacha cayó y se hizo añicos.
El aceite llameante se extendió por el suelo.
Mara lanzó un gemido.
Hubiera podido utilizar un extintor, ya que había uno muy cerca de las incipientes llamas. Pero con un cuchillo a su espalda, ¿cómo iba a atreverse a volver? Por otra parte, su perseguidor tampoco pareció preocuparse de momento por el fuego. Lo único que quería era alcanzar a Mara, y por eso subió velozmente las escaleras tras ella.
Mara Seymour rodó por cubierta.
Se dio cuenta de que su grito no había sido oído desde el exterior. El oficial y los dos o tres marinos de guardia debían seguir durmiendo. En el muelle todo era silencio.
La ventisca seguía llegando desde el estuario.
La nieve y el frío eran cada vez más intensos.
Mara gateó hasta llegar a la barandilla. Tanto como su propia seguridad la preocupaba en estos momentos el incendio, pues habían perdido los minutos preciosos durante los cuales pudieron extinguirlo fácilmente. Ahora todo iba a ser mucho más difícil, quizá irremediable.
Pero aquellos pensamientos se disiparon de pronto otra vez. El hombre del cuchillo ya estaba junto a ella.
Mara no podía hacer más que una cosa: saltó por la borda y se hundió en las heladas aguas del río Hudson. El frío penetró hasta sus huesos, pero se dominó. No hizo el menor ruido al nadar. Siguiendo el curso de las aguas, se deslizó a lo largo de los muelles de Hoboken mientras procuraba alejarse del Kosi-Maru.
Estaba ya bastante distanciada cuando oyó los primeros gritos:
—¡Fuego!
—¡El buque está ardiendo! ¡Pronto! ¡Dad la alarma!
En los muelles se encendieron luces.
Y alguien gritó:
—¡Una mujer ha provocado el fuego! ¡Ha huido!
Mara se dio cuenta de que un nuevo peligro se cernía sobre ella, puesto que podían acusarla de incendio intencionado, aunque eso no fuera cierto. De modo que se puso a nadar vigorosamente y sin preocuparse del ruido, buscando sólo alejarse lo antes posible de allí.
Pronto llegó al sur de Hoboken. Entonces se deslizó fuera del agua y corrió empapada hacia la salida de los muelles. Tuvo que saltar una empalizada para verse en la calle, pero al fin pudo respirar hondamente porque estaba libre y además se había salvado de morir.
Como si una lucecita se encendiera y se apagara en su cráneo.
El horror que acababa de vivir la había marcado profundamente. Tuvo la sensación de que podía volverse loca.
Corrió a través de la calle hasta la parada de taxis. Por fortuna había uno en ella. Y por fortuna también para Mara, las mujeres van hoy vestidas de una manera tan informal que al taxista no le extrañó en absoluto aquel atuendo de «rata de hotel» que ella usaba. Lo único que se limitó a preguntar fue:
—¿Qué? ¿Su novio la ha echado al agua?
Mara dio la dirección de su apartamento de Brooklyn y se reclinó en el asiento mientras suspiraba hondamente. Todo volvía a ser normal. Todo volvía a tener un aspecto apacible, tranquilo, ordenado. El taxi que se detenía ante las luces de tráfico, la radio que sonaba, las luces de los comercios… Todo el horror vivido en el barco japonés le parecía una pesadilla. Pero aunque quiso tranquilizarse y dejar atrás todas sus obsesiones, no pudo hacerlo de ninguna manera.
Estaba como abrumada.
En su cráneo seguían encendiéndose y apagándose aquellas lucecitas rojas.
Al llegar al apartamento donde vivía sola se quitó la ropa, se dio una ducha caliente y se bebió —en contra de su costumbre— un vaso entero de whisky. Cuando el licor penetró en sus venas como si fuera fuego líquido, suspiró y se dejó caer en una de las butacas.
Se lo repitió una y otra vez para tranquilizarse: «Todo volvía a ser normal… Normal… Normal…». No había por qué tener miedo.
Marcó un número en el teléfono.
—¿Key?
La voz masculina que le había respondido reflejaba una cierta excitación. Mara Seymour repitió:
—¿Key?
—Sí, soy yo. ¿Cómo es que no has conocido mi voz? ¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa, Mara?
—Bueno… Un poco. He hecho caso de los informes que tú me diste, Key.
—¿Y qué?
—He ido en secreto al Kosi-Maru.
—Estupendo. No esperaba menos de una periodista valiente como tú, que además aspira a situarse. ¿Lo has conseguido?
Ella dijo con desaliento:
—Key, tú sabes todo lo que pasa en Nueva York. Conoces los bajos fondos de los muelles como no los ha conocido nadie. Supongo que eres el periodista de sucesos mejor informado que hay en Estados Unidos.
—Me halagas, Mara. No merezco tanto. Y no me agradezcas el soplo, nena. Yo sólo quise ayudarte a escalar los peldaños hasta el despacho del jefe. Ya sabes que esos peldaños están siempre untados con jabón, Mara, de modo que uno se pega cada mamporro de espanto.
—Como el que te pegaste tú, Key.
—Bueno… Yo me caí de una grúa y me rompí una pierna cuando trataba de fotografiar desde lo alto una reunión de los mafiosos que gobiernan el puerto de Nueva York. Pero es una cuestión aparte, ¿no? ¿A qué viene eso?
—Es que me temo que el golpe no te afectara sólo a las piernas, Key, sino también a la cabeza. O tal vez no entiendes nada de política internacional. Tú me aseguraste que ese buque japonés venía desde Vietnam transportando a un mensajero secreto que iba a exponer al presidente unas proposiciones confidenciales de paz. Si lograba verle era un reportaje sensacional para mí, un reportaje que me ayudaría a llegar muy arriba. Pero no hay nada de eso, Key.
—Verás… Tal vez me equivoqué. A mí me dieron el soplo desde Vietnam. Luego repasé la lista de los buques que podían resultar sospechosos y por las fechas llegué a la conclusión de que podía ser el Kosi-Maru. Como estoy fuera de la circulación en una clínica, te brindé la noticia en bandeja. ¿Qué más quieres?
—Nada, Key, nada… Te estoy agradecida igualmente, pero quiero que telefonees a tu periódico. Quiero devolverte la moneda, ¿sabes? En tu periódico les gustará mucho comprobar que, a pesar de estar en una clínica, sigues dando noticias. Les puedes comunicar que el Kosi-Maru. se ha incendiado.
—¿Un… un incendio grave?
—Supongo que sí.
—¿Con víctimas?
—Sólo te digo que habrá mucha carne quemada.
—Oye… Estás extraña, Mara. ¿Qué te pasa?
—Nada… ¿Qué me va a pasar?
—Es que tu última frase no tiene sentido… a menos que haya una montaña de muertos.
—La hay. Docenas de muertos.
—¡Entonces es un notición! ¡Dios santo! ¡Voy a llamar en seguida al periódico! Aunque… —y de pronto la voz vaciló al otro lado del hilo—. Oye, Mara, sigues estando muy extraña. ¿A qué viene hablar de docenas de muertos? Ahora recuerdo que en el Kosi-Maru navegan apenas veinte hombres, la casi totalidad de los cuales debían estar de permiso esta noche.
—Da la noticia del incendio, Key. Y diles que si quieren el reportaje más sensacional del año se pongan en contacto conmigo. Esperaré aquí su llamada. Quería dar esta noticia al Newyorker, pero como el Newyorker es una revista y el reportaje ya saldría demasiado tarde, prefiero venderlo a tu periódico para que aparezca mañana en primera página con unas fotografías increíbles. Lo firmaremos los dos para demostrarte mi gratitud. Vamos, Key, no pierdas tiempo. Llama…
Y Mara colgó.
Suspiró con cansancio.
Tenía, en efecto, la noticia más sensacional del año. Nada menos que un buque repleto de muertos congelados llegaba al puerto de Nueva York. Y algunos de aquellos muertos, por lo visto, eran servidos como comida a la tripulación. Un reportaje como para ponerse a pegar brincos, aunque a más de uno le fastidiaría leerlo a la hora del desayuno.
Mara cerró los ojos.
Y esperó.
Con tal de obtener el éxito que iba a obtener, daba por buenos todos los horrores vividos.
El teléfono repiqueteó al cabo de unos diez minutos.
La voz de Key sonaba sin ningún entusiasmo. Más bien se desprendía de ella una sorda amargura.
—Mara, tú y yo somos amigos —musitó—. No está bien lo que has hecho conmigo.
—¿Pero de qué hablas?
—Si mi información no resultó exacta y tú no has obtenido la noticia que deseabas, tampoco había motivo para que te vengaras de mí.
La muchacha palideció.
Otra vez volvían a encenderse y apagarse en su cráneo las lucecitas rojas, a causa de aquella situación absurda.
—Key… —musitó—. ¿Pero qué dices?
—El Kosi-Maru no ha llegado a Nueva York. Había salido, pero se supone que tuvo un naufragio a unas cien millas de la Baja California, cuando se dirigía al canal de Panamá. Por supuesto, en Nueva York no ha llegado a atracar nunca. Lo peor de todo es que el mal ya está hecho, porque yo ya había telefoneado al periódico dando la noticia del incendio. No puedes imaginarte lo que acaban de llamarme. Menos mal que llegué a conocer a mi padre, porque si no dudaría de muchas cosas.
—Pero… ¡pero, Key! ¡Yo he estado en ese buque!
—Te repito que se le da por perdido, aunque la noticia no ha podido ser confirmada oficialmente. Después de dar yo la información sobre el incendio, el redactor-jefe, que lo comprueba todo, ha mirado la lista de buques entrados en Nueva York, y que publicamos todos los días. El Kosi-Maru no figura como ingresado. Ha telefoneado a la dirección del puerto y le han dicho que no se tenían noticias de él desde que surcaba las aguas de la Baja California. De modo que ya ves en qué pastel me has metido, hermana. ¡Muchas gracias! ¡De verdad, muchas gracias!
Y colgó.
Mara quedó tan abrumada como si le hubieran asestado un culatazo en el cráneo.
No era posible.
No, ella no había sufrido una alucinación. Y además no podía consentir que Key, el hombre que la había ayudado siempre, la tomase por una inmoral. Y lo que era peor: por una pérfida compañera.
Descolgó de nuevo el teléfono y llamó a los bomberos del puerto.
Preguntó directamente si ya había sido sofocado el incendio del Kosi-Maru.
—¿El Kosi-Maru? No, no nos suena ese nombre.
—¿Que no les suena? ¡Oiga! ¡Esta noche no ha podido producirse más que un incendio en el puerto de Nueva York! ¡Tendría que «sonarles» mucho! ¡Mucho! ¡No es posible que no sepan nada!
—No se excite. Espere un momento, que lo comprobaré.
Al cabo de unos instantes se puso otra persona al teléfono.
—Lo siento, señorita, pero debe sufrir un error. Aquí no se ha producido ningún incendio ni hay ningún Kosi-Maru.
Y colgaron.
Debían haberla tomado por una bromista de mal gusto.
La muchacha tuvo que sujetar de nuevo la botella y beber a chorro para sentirse mejor. Luego llamó a la policía del puerto.
¡Allí le demostrarían que ella no era ninguna visionaria!
Pero colgó después de una breve conversación de un par de minutos.
Tampoco en la policía del puerto sabían nada del Kosi-Maru.
La muchacha tuvo que sujetarse a los brazos de la butaca porque pensó que iba a caer.
Ya no sabía adónde llamar.
¿Al manicomio?
¿Y si pedía una ambulancia con camisa de fuerza incluida? ¿No sería lo mejor?
De pronto tuvo una idea. Discó a un agente de seguros que conocía y que tenía grandes relaciones con Lloyds, de Londres, la mayor compañía mundial de seguros marítimos. Le pidió por favor que despertara a quien fuese, pero que le dijeran lo que se sabía de un buque japonés que había salido de Vietnam y que se llamaba Kosi-Maru.
El agente se mostró amable y le hizo el favor. Telefoneó al cabo de treinta interminables y angustiosos minutos. Pero su voz, entonces, reflejaba desaliento.
—Lo siento, Mara, pero ese buque no ha llegado a Nueva York. He telefoneado incluso a Londres, para que en Lloyds me lo confirmaran. Es un semi-frigorífico con una tripulación de veinte hombres, y según los registros de la compañía de seguros han perdido su pista en las costas de la Baja California. Precisamente están haciendo indagaciones por si se trata de un naufragio que les puede costar una montaña de libras.
La muchacha estaba completamente desalentada.
—Gracias, amigo —musitó—. Gracias, Sullivan.
Y colgó.
Ahora sí que estaba segura de ir a volverse loca.
Su mirada giró errabunda por la habitación, y entonces vio la máquina fotográfica. Entonces recordó que aquí tenía las pruebas de lo que había podido ver. ¡Ya les demostraría a todos si el buque japonés estaba o no estaba en Nueva York!
Incluso el asunto se presentaba mucho más oscuro de lo que ella imaginó.
Y por lo tanto mucho más periodístico, mucho más misterioso, mucho más interesante.
¡Un éxito!
Fue a abrir la cámara para sacar el carrete y revelarlo. Pero apenas sus dedos habían rozado la cámara, cuando oyó aquel leve ruido a su espalda.
No tuvo tiempo de volverse.
De pronto algo golpeó su cráneo con fuerza. De pronto la muchacha cayó de bruces mientras sentía en la boca un espeso sabor a sangre.
Perdió el conocimiento.
Pero, cosa extraña, cosa increíble, no perdió el conocimiento de una forma brusca, compacta, sino que su cerebro pareció hacer un largo patinaje por el vacío. Pareció deslizarse por zonas del pasado que ella conocía. Por una calle larga, con hermosos magnolios a ambos lados, por una serie de casas bajas, por unos coches anticuados, por unas cruces…