EL PRIMER SALUDO DE LA MUERTE
Aquella noche de diciembre, en el puerto de Nueva York, Mara Seymour iba a tener el primer contacto con la muerte, aunque estaba muy lejos de imaginarlo. Aquella noche, cuando la muchacha se deslizaba junto al Hudson, por entre las oscuras sombras que rodeaban a Hoboken, estaba muy lejos de sospechar en qué infierno, en qué horrenda pesadilla iba a convertirse su vida.
Y todo había comenzado de una forma bien sencilla.
Todo había comenzado con aquella voz que le indicó dos horas antes:
—El Kosi-Maru.
Mientras avanzaba pegada a las pilas de mercancías, en el más absoluto silencio, Mara Seymour contempló la hilera de pequeños buques alineados junto a los muelles. Sólo dos de ellos eran japoneses, y uno, en efecto, se llamaba Kosi-Maru. No la habían informado mal.
Se deslizó hacia allí.
Sólo una lámpara de mercurio disipaba en parte las sombras. Como hacía un frío de mil diablos y además empezaba a nevar, todos los guardianes se habían refugiado en sus casetas y pasaban allí el rato entre solitario y solitario y entre trago y trago de ron. Desde el estuario soplaba un viento gélido que, en efecto, invitaba muy poco a vigilar desde fuera.
Y además, ¿vigilar para qué?
Todas las mercancías depositadas sobre los muelles consistían en grandes cajas con máquinas demasiado pesadas para que alguien se las llevase y en balas de algodón, que no tenían el menor interés para los ladrones. Los muelles estaban tan solitarios, tan muertos como la avenida de un cementerio en una noche de fin de año.
Y, sin embargo, Mara se deslizaba hacia el buque poco a poco, como una sombra. Vio que en la escalerilla no había nadie, pero de todos modos no se arriesgó. Trepó por las amarras, que estaban hundidas en una zona de profundas tinieblas.
Iba vestida con ropas negras muy ceñidas a sus esculturales formas.
En ciertos aspectos podía haber recordado a un «rata de hotel».
Una vez en la cubierta, se deslizó poco a poco hacia la cabina de mando. Allí brillaba una lucecita amarilla, pero no había nadie. Más allá, sin embargo, estuvo a punto de tropezar con el oficial de guardia, que dormía profundamente.
Era un japonés bajito y con la cara picada de viruelas. Parecía como si hiciera falta un cañonazo para despertarle.
Pero Mara Seymour no se fió. Pasó junto a él poco a poco, caminando sobre sus delgadas suelas de fieltro, y se deslizó de nuevo hacia la cubierta. Ahora sabía que no iba a encontrar vigilancia en la nave, porque todos los marinos, menos los de guardia, se encontrarían divirtiéndose en Manhattan. Y los de guardia sólo se ocupaban de dormir, convencidos de que no iba a pasar nada en aquella noche de perros.
Mara se deslizó hasta el comedor.
Había muy pocas mesas, porque la tripulación del buque japonés constaba de unos veinte hombres. Todas tenían puestos los manteles de hule y estaban enteramente vacías menos una. En la única mesa que tenía algo encima reposaba un objeto difícilmente identificable en la penumbra. Mara Seymour, movida por la curiosidad que era la razón de su vida —pues la muchacha trabajaba como reportero en el Newyorker— se acercó hasta allí para verlo mejor.
Y de repente se le heló la sangre en las venas.
De repente todo pareció dar vueltas en torno suyo. Sus ojos se desencajaron. Sus manos empezaron a temblar.
Los ojos de buey y las luces de mercurio giraban, giraban, giraban… Todo daba vueltas enloquecedoras. El barco entero parecía haberse puesto a trepidar. Se oía un sonido extraño, que Mara Seymour tardó bastante en identificar como el castañeteo de sus propios dientes.
Y de pronto todo volvió a quedar en silencio.
Una espantosa paz se abatió sobre Mara. Una paz que era similar a la que debe sentir una muerta.
Sus ojos recortaron nítidamente aquel objeto depositado sobre el mantel. Y vio que era… ¡una mano humana!
Estaba cortada limpiamente.
Parecía como si el trabajo lo hubiera hecho un cirujano o un carnicero. Aquella mano expuesta así —limpia y perfectamente separada del resto del cuerpo— tenía un extraño y repulsivo aspecto de pieza expuesta al público en el escaparate de una charcutería.
Mara se llevó poco a poco las manos a la boca.
No sabía en qué increíble, en qué siniestro y horrendo mundo se había metido.
Avanzó como un autómata, bordeando la mesa para no rozarla. Sus ojos hipnotizados estaban fijos en aquella mano cortada.
Empujó una puerta de vaivén.
El suave «ññññeeeeeec» de los muelles al ser empujados le produjo un calambre que pareció repercutir hasta sus mismos huesos.
Pero no era nada.
Acababa de introducirse, sin darse cuenta, en la cocina.
Y la cocina estaba vacía.
Todo era pequeño allí. Unas mesas, unos cuchillos, unos utensilios, un mostrador de mármol… La cocina era a butano y constaba de cuatro hornos. Uno de ellos estaba encendido, y sobre él hervía el contenido de una gran cacerola, despidiendo ese «ruuun… ruuuun» quieto y pacífico que le calma a uno los nervios y que da la sensación de verdadero hogar.
Mara seguía con los dedos crispados a la altura de la garganta.
Respiraba agitadamente.
Pero al dejar de ver la mesa con la mano, pensó que acababa de sufrir una alucinación. No… Todo aquello era absurdo. Intentó calmarse y logró que al fin se impusiera de nuevo en ella su sentido profesional.
Después de todo, lo que acababa de descubrir —si es que era cierto— resultaba una noticia de primera clase. Nada menos que una mano humana cortada en un buque japonés procedente de Vietnam y que acababa de arribar al puerto de Nueva York. Los lectores del Newyorker, aunque prefieren los reportajes estimulantes, como son los que se refieren a vacaciones, coches y chicas, también se chuparían los dedos ante la fotografía de una mano exhibida en la mesa de un comedor como si fuera el escaparate de una carnicería.
Sí, sería un estupendo reportaje. Y a Mara Seymour la admitirían como periodista fija en el Newyorker, cosa que buena falta le estaba haciendo.
Volvió al comedor y vio que no había sido una alucinación ni mucho menos. La mano seguía allí. De modo que preparó su máquina fotográfica, graduó bien la luz y obtuvo tres placas desde ángulos distintos.
Ya no estaba asustada.
Volvió a la cocina y miró la cacerola que despedía aquel tranquilizador «puf, puf, puf». Pensó que sería también una buena idea fotografiar lo que comían en un buque que tenía manos humanas exhibiéndose en el comedor. De modo que preparó la máquina, alzó la tapa de la cacerola y…
… ¡Y un sordo, un angustioso gemido de horror partió de la garganta de la muchacha!
Porque en el agua hirviendo de la cacerola flotaba… ¡flotaba una cabeza humana…!
Otra vez volvió a girar todo, otra vez iniciaron su danza infernal las paredes, los ojos de buey, las luces amarillas…
A Mara se le cayó al suelo la tapa de la cacerola.
Le pareció que producía un estruendo, una especie de trueno dentro del Kosi-Maru.
Tuvo la sensación de que debían haber oído aquello hasta en las bodegas.
Pero no debía ser así, porque nadie acudió. Todo continuó en silencio en torno a Mara Seymour cuando la danza infernal de las paredes pareció calmarse. Sólo el tranquilizador (pero ahora también horrible) «puf, puf» de la cacerola rompía el silencio.
Los ojos desencajados de la chica fueron de nuevo hacia allí.
Miró alucinada la cabeza que subía y bajaba según los movimientos del agua hirviendo.
Esta vez su sentido profesional sí que tardó en abrirse paso en ella. Mara tuvo que hacer un esfuerzo terrible, atroz, para recobrar la conciencia de sí misma. Con manos trémulas alzó la máquina y sacó tres instantáneas más.
Se fijó entonces en algunos detalles, mientras procuraba serenarse y acostumbrarse a aquel horror. Vio que la cabeza estaba también limpiamente cortada, como si el trabajo lo hubiera hecho un médico o un carnicero. Le habían afeitado el cráneo y la barba, hasta no dejar ni un pelo en ella. También le habían arrancado los ojos.
Pero era la cabeza de un oriental, seguramente un vietnamita. Unas cuantas hierbas olorosas flotaban en torno al cráneo. La muchacha tuvo que reconocer, por muy espantoso que aquello le pareciese, que el olor no resultaba desagradable. Incluso, si no llega a destapar la cacerola, hubiera podido llegar a imaginar que lo que se cocinaba allí era un guiso apetitoso.
Porque, en efecto, se trataba de un guiso.
Lo que estaban haciendo allí era… ¡una sopa!
Mara sintió que le temblaban espantosamente las rodillas.
Otra vez todo volvió a girar locamente. Volvió a girar, girar, girar…
Sólo la sensación de que acabaría desplomándose sobre la espantosa cacerola devolvió la serenidad a la muchacha. Tenía que rehacerse o estaba perdida. De modo que palpó la pared de su espalda como una ciega, se apoyó en ella y, deslizándose de ese modo, ganó otra vez la puerta de vaivén.
Ññññññeeeeecccc…
El sonido penetró hasta el fondo de sus nervios.
Los ojos aturdidos vieron el comedor. No, no era una pesadilla. Todo estaba como antes. La mano seguía quieta, tal como ella la había fotografiado. Mara siguió avanzando pegada a la pared, hasta encontrar la salida que daba a la cubierta.
Bien venido el frío.
Fue el aire gélido que llegaba desde el puente Verrazzano lo que la salvó, haciendo que en su cabeza penetrara una especie de corriente fresca que disipó todas las brumas.
Descendió las escalerillas hacia la cubierta y entonces oyó el «raaaaac, raaaaac» de las cuerdas al ser sacudidas por el viento. La mansa nevada se estaba transformando en una ventisca. Todos los muelles seguían estando tan silenciosos como la calle de un cementerio.
La muchacha descendió las escaleras poco a poco.
No se dio cuenta, pues aún estaba medio aturdida, de que dejaba la cubierta atrás. No se dio cuenta de que seguía y seguía descendiendo por aquellas escaleras hasta las profundidades de las bodegas. Un extraño universo de luces más amarillas aún, de frío espantoso, de paredes inciertas, la rodeó por completo.
Fue el frío lo que más la sorprendió. Fue aquella especie de capa de hielo que llegaba hasta las células de su sangre y amenazaba con convertirlas en las partes de un témpano rojo. Sólo entonces recordó Mara que el pequeño buque japonés tenía una parte de su estructura dedicada a frigorífico, y sin duda esa era la parte en la que acababa de meterse.
Las paredes eran de sólida plancha metálica. Las puertas de seguridad parecían las de una gigantesca nevera.
La primera reacción de la muchacha fue huir, pero puesto que ya estaba allí, y puesto que tenía la salida libre, decidió seguir investigando. Abrió una de las compuertas y miró hacia el interior.
Y entonces sí que no pudo resistirlo.
Entonces sí que se creyó transportada al Más Allá.
Lo que tenía ante los ojos era lo más espantoso que había visto jamás.
Docenas, quizá centenares de cadáveres…
¡Apilados como reses!
¡Helados!
¡Rígidos como troncos!
¡Desnudos!
¡Clavando algunos sus ojos en Mara, unos ojos donde aún parecía brillar una chispita de luz!
El buque transportaba… ¡un cargamento de cadáveres!
¡No era más que un inmenso cementerio!
Y ahora sí que la muchacha gritó con todas sus fuerzas. Ahora sí que la garganta pareció rompérsele. Ahora sí que un miedo atroz, visceral, definitivo, se apoderó de ella.
Pero aún le faltaba lo peor.
Aún le faltaba sentir el frío contacto del cuchillo en la garganta…