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Dos días después, Loren Muse estaba en casa, en su apartamento. Se estaba preparando un bocadillo de jamón y queso. Tomó dos rebanadas de pan y las puso en un plato. Su madre estaba sentada en el sofá de la otra habitación, mirando Entertainment Tonight. Loren oyó la conocida sintonía. Tomó una cucharada de mayonesa y empezó a untar el pan cuando de repente se echó a llorar.

Los sollozos de Loren eran silenciosos. Esperó a que se le pasara, para poder hablar.

—Mamá.

—Estoy viendo la tele.

Loren se colocó detrás de su madre. Carmen estaba devorando una bolsa de Fritos. Tenía los pies hinchados apoyados en un cojín, sobre la mesita de centro. Loren olió el humo de tabaco, escuchó la respiración fatigosa de su madre.

Adam Yates se había suicidado. Grimes no podría ocultar eso. Las dos chicas, Ella y Anne, y el chico, Sam, a quien Adam había abrazado en el hospital para ahuyentar a la muerte, sabrían la verdad. No sobre la cinta.

A pesar del miedo de Adam, esas imágenes no serían lo que obsesionaría a sus hijos por las noches.

—Siempre te he echado la culpa —dijo Loren.

No hubo respuesta. El único sonido procedía del televisor.

—Mamá.

—Te he oído.

—He conocido a un hombre hace poco. Se suicidó. Tenía tres hijos.

Finalmente Carmen se volvió.

—Te echaba la culpa porque… —Se calló y recuperó el aliento.

—Lo sé —dijo Carmen bajito.

—¿Cómo podía ser…? —dijo Loren, con la voz aguda y las lágrimas cayendo libremente. Su cara empezó a desmoronarse—. ¿Cómo podía ser que papá no me quisiera lo bastante para seguir vivo?

—Oh, cariño.

—Tú eras su esposa. Podría haberte dejado. Pero yo era su hija.

—Te quería muchísimo.

—Pero no lo suficiente para querer vivir.

—No es así —dijo Carmen—. Sufría mucho. Nadie podía salvarle. Tú eras lo mejor que tenía.

—Tú. —Loren se secó la cara con la manga—. Tú dejaste que te echara la culpa.

Carmen no dijo nada.

—Intentabas protegerme.

—Necesitabas culpar a alguien —dijo su madre.

—Y todos estos años… te la has cargado tú.

Pensó en Adam Yates, en lo mucho que quería a sus hijos, en que eso no había sido suficiente. Se secó los ojos.

—Debería llamarles —dijo Loren.

—¿A quién?

—A sus hijos.

Carmen asintió e hizo un gesto despreocupado con las manos.

—Mañana, ¿de acuerdo? Ahora ven aquí. Siéntate conmigo en el sofá.

Loren se sentó en el sofá. Su madre le dejó sitio.

—Tranquila —dijo Carmen.

Puso la manta sobre Loren. Salió un anuncio. Loren apoyó la cabeza en el hombro de su madre. Olía a cigarrillo, pero era reconfortante en ese momento. Carmen acarició el pelo de su hija. Loren cerró los ojos. Unos segundos después, su madre empezó a jugar con el mando.

—No ponen nada que valga la pena —dijo Carmen.

Con los ojos todavía cerrados, Loren sonrió y se acercó más a su madre.

Matt y Olivia volvieron a casa aquel mismo día. Matt iba con bastón. Cojeaba, pero no sería por mucho tiempo. Cuando bajaron del avión, Matt dijo:

—Creo que debería ir solo.

—No —dijo Olivia—. Iremos los dos.

Él no discutió.

Tomaron la misma salida de Westport, pararon en la misma calle. Aquella mañana había dos coches frente a la casa. Matt miró la canasta de baloncesto. No había señales de Stephen McGrath aquel día.

Fueron hasta la puerta. Olivia le tomó la mano. Él tocó el timbre. Pasó un minuto. Clark McGrath abrió la puerta.

—¿Qué demonios haces tú aquí?

Detrás de él, Sonya McGrath dijo:

—¿Quién es, Clark?

Sonya calló de golpe cuando vio quién era.

—¿Matt?

—Apreté demasiado —dijo Matt.

Reinaba el silencio. No había viento, no pasaban coches, ni peatones. Eran sólo cuatro personas y quizás un fantasma.

—Podría haberle soltado. Estaba demasiado asustado. Y creía que Stephen iba con ellos. Y cuando caímos, no lo sé. Podría haberlo hecho mejor. Le solté demasiado tarde. Ahora lo sé. No puedo decirles cuánto lo siento.

Clark McGrath se mordió el labio, con la cara enrojecida.

—¿Crees que es suficiente?

—No —dijo Matt—. No lo es. Mi esposa está embarazada. Ahora lo entiendo mejor. Pero esto tiene que acabar, aquí y ahora.

—¿De qué estás hablando, Matt? —preguntó Sonya.

Él mostró una hoja de papel.

—¿Qué es eso? —preguntó Sonya.

—Registros telefónicos.

Cuando Matt se despertó en el hospital, había pedido a Loren que los consiguiera. Tenía un principio de sospecha, nada más. Pero el plan de venganza de Kimmy… No parecía posible que pudiera haberlo llevado a cabo ella sola. Era demasiado elaborado, apuntaba demasiado claramente a destruir no sólo a Olivia… sino a Matt también.

—Estos registros de teléfono pertenecen a un hombre llamado Max Darrow que vivía en Reno, Nevada —dijo Matt—. La semana pasada llamó al teléfono de tu marido ocho veces.

—No entiendo nada —dijo Sonya. Se volvió a mirar a su marido—. Clark…

Pero Clark cerró los ojos.

—Max Darrow era un agente de policía —dijo Matt—. Cuando descubrió quién era Olivia, la investigó. Debió de enterarse de que su marido era exconvicto. Se puso en contacto con usted. No sé cuánto le pagó, señor McGrath, pero estaba muy claro. Matar dos pájaros de un tiro. Como le dijo la socia de Darrow a mi esposa, él tenía su propio plan. Con usted.

—¿Clark? —preguntó Sonya.

—Debería estar en la cárcel —soltó Clark rabioso—. Y no almorzando contigo.

—¿Qué has hecho, Clark?

Matt se acercó un poco más.

—Se acabó, señor McGrath. Voy a disculparme una vez más por lo que sucedió. Sé que no aceptará mis disculpas. Lo comprendo. Lo siento mucho por Stephen. Pero quiero que lo entienda.

Matt dio otro paso. Los dos hombres casi se tocaban.

—Si vuelve a acercarse a mi familia —dijo Matt—, le mataré.

Matt se marchó. Olivia se quedó un segundo más. Primero miró a Clark McGrath y después a Sonya, como si quisiera asegurar con clavos las palabras de su marido. Después se volvió y tomó la mano de su marido sin mirar atrás.