56
Matt llevó a Loren al oscuro reservado del Eager Beaver. Se sentaron mientras ABC empezaba a cantar «The Look of Love». La sala estaba oscura. De repente las strippers parecían muy lejanas.
—No vas armada, ¿no? —preguntó Matt.
—No he tenido tiempo de pedir un permiso de armas.
—Además has venido por tu cuenta.
—¿Y?
Matt se encogió de hombros.
—Si quisiera, podría reducirte y escapar.
—Soy más fuerte de lo que parece.
—No lo dudo. Eras una niña fuerte.
—Tú no.
Matt asintió.
—¿Qué sabes de mi esposa?
—¿Por qué no empiezas tú, Matt?
—Porque por ahora yo ya he demostrado buena voluntad —contestó él—. Tú no has hecho nada.
—Es verdad.
—¿Y?
Loren lo pensó un momento, pero no mucho. No había ninguna razón para no hablar. Creía de verdad que Matt era inocente y, si se equivocaba, las pruebas lo demostrarían. No convencería a nadie de lo contrario hablando. Los exconvictos no podían permitirse esos lujos.
—Sé que el nombre real de tu esposa es Candace Potter.
Siguió hablando. Él intervenía. La interrumpió con preguntas y aportando detalles. Cuando Loren le comentó la autopsia de Candace Potter, que era una mujer con SIA, Matt se incorporó y abrió mucho los ojos.
—Repítelo.
—Max Darrow subrayó la parte que decía que la víctima padecía SIA.
—¿Dices que es como ser un hermafrodita?
—Algo así.
Él asintió.
—Así es como lo descubrió Darrow.
—¿Descubrir qué?
—Que Candace Potter estaba viva. Mira, mi esposa tuvo una hija cuando tenía quince años. Dieron al bebé en adopción.
Loren asintió.
—Claro, y Darrow lo descubrió.
—Exactamente.
—Y entonces él recuerda el SIA de la autopsia. Si Candace Potter había estado embarazada…
—No podía ser Candace Potter la que había sido asesinada —acabó Matt.
—¿Y tu esposa ha de encontrarse con su hija aquí esta noche?
—A medianoche, sí.
Loren asintió.
—Por eso has hecho ese trato conmigo. El de la una de la madrugada. Para que tu esposa pueda sostener la cita con su hija.
—Sí —dijo Matt.
—Muy bonito. Hacer ese sacrificio.
—Sí, soy una joya, si no fuera… —Matt se calló—. Oh, Dios mío, piensa en lo que acabamos de decir. Es todo un montaje. Tiene que serlo.
—No te sigo.
—De acuerdo, pongamos que eres Max Darrow. Pongamos que averiguas que Candace Potter sigue viva, que ha huido. ¿Cómo la localizarías después de tantos años?
—No lo sé.
—Intentarías sacarla de su escondrijo, ¿no?
—Sí, supongo.
—¿Y cómo? Obligándola a delatarse. Colgando que su hija está perdida a las puertas de la muerte. Tú, siendo poli, podrías descubrir detalles del hospital, de la ciudad, del médico. Incluso podrías descubrir quién es la chica adoptada. No sé.
—Es arriesgado —dijo Loren.
—¿Por qué arriesgado?
—¿Por qué seguiría buscando ella su antiguo nombre en la red?
Matt lo pensó.
—No estoy seguro. Pero por supuesto no es lo único que se hace. Se intenta seguir cualquier pista antigua. Repasar el caso paso a paso. Pero si ella está por ahí, si tiene ordenador como todo el mundo en este país, puede que introduzca su nombre en el Google por curiosidad. Podría pasar, ¿no?
Loren frunció el ceño. Lo mismo que Matt. Le seguía molestando el mismo detalle.
—Las fotos que me mandaron al móvil —dijo él.
—¿Qué pasa?
Estaba pensando cómo decirlo cuando llegó la camarera a su lado.
—¿Otra copa?
Matt sacó la cartera. Cogió un billete de veinte dólares y se lo enseñó.
—¿Conoces a Kimmy Dale?
Ella dudó.
—Sólo quiero un sí o un no —dijo Matt—. Veinte pavos.
—Sí.
Le dio los veinte y sacó otro billete igual.
—¿Está aquí?
—¿Sólo sí o no?
—Exacto.
—No.
Matt le dio el billete. Sacó tres más.
—Te llevas estos si me dices dónde está.
La camarera se lo pensó. Matt mantuvo el dinero a la vista.
—Podría estar en casa. Es raro. Su turno acaba a las once, pero se fue hace una hora con una mujer.
Loren miró a Matt, pero él no pestañeó. Se mantuvo inexpresivo. Sacó otros veinte, y una fotografía de Olivia.
—¿Es esta la mujer que iba con Kimmy?
La camarera se asustó de repente. No contestó. No era necesario.
Loren ya estaba en pie y se encaminaba a la puerta. Matt dejó los dólares y la siguió.
—¿Qué pasa? —preguntó Matt.
—Vamos —dijo Loren—. Ya tengo la dirección de Kimmy Dale.
Kimmy metió la cinta en el reproductor.
—Debería haberlo imaginado —dijo.
Olivia esperó sentada en el futón.
—¿Te acuerdas de aquel armario de la cocina? —preguntó Kimmy.
—Sí.
—Tres, quizá cuatro semanas después de tu asesinato, compré aquella lata grande de aceite vegetal. Cogí una escalera para guardarla en el estante de arriba, y entre el estante y el techo, encontré esto —señaló la pantalla con la barbilla— pegado con cinta adhesiva.
—¿La has visto?
—Sí —dijo ella bajito—. Debería… no sé, haberme deshecho de ella. O entregarla a la policía.
—¿Por qué no lo hiciste?
Kimmy se encogió de hombros.
—¿Qué hay?
Kimmy parecía a punto de explicarse, pero entonces señaló la pantalla.
—Mira.
Olivia se concentró. Kimmy paseó frotándose las manos, sin mirar la pantalla. Durante unos segundos no hubo más que rayas. Después se vio una escena demasiado familiar.
Un dormitorio.
Estaba filmado en blanco y negro. La fecha y la hora salían por sobreimpresión en un rincón. Había un hombre sentado en el borde de una cama. Olivia no le reconoció.
Una voz masculina susurraba:
—Es el señor Alexander.
El señor Alexander, si es que ese era su nombre, empezaba a desnudarse. Por la derecha aparecía una mujer y le ayudaba a quitarse la ropa.
—Cassandra —exclamó Olivia.
Kimmy asintió.
Olivia frunció el ceño.
—¿Clyde grababa a los clientes?
—Sí —dijo Kimmy—. Pero con un toque.
—¿Cuál?
En la pantalla, ambos participantes estaban desnudos. Ahora Cassandra estaba encima del hombre. Tenía la boca abierta. Se oían sus exagerados gritos de pasión; no podrían haber sonado más falsos con una voz de dibujos animados.
—Creo que he visto suficiente —dijo Olivia.
—No —dijo Kimmy—. No lo creo.
Kimmy apretó la tecla de avance. Las actividades se aceleraron. Cambiando de postura, giros rápidos. No llevó mucho tiempo. El hombre terminó y se vistió en segundos acelerados. Cuando salió de la habitación, Kimmy volvió a apretar «play». La cinta recuperó la velocidad normal.
Cassandra se acercaba más a la cámara. Sonreía hacia la lente. Olivia sintió que le costaba respirar.
—Mírala, Kimmy. Era tan joven.
Kimmy dejó de caminar. Se puso un dedo en los labios y señaló la pantalla.
Se oía una voz masculina.
—Esto es un recuerdo para el señor Alexander.
Olivia hizo una mueca. Parecía Clyde Rangor intentando disimular la voz.
—¿Lo has pasado bien, Cassandra?
—Lo he pasado muy bien —dijo Cassandra sin ninguna entonación—. El señor Alexander estuvo fantástico.
Había un breve silencio. Cassandra se humedecía los labios y miraba a alguien que estaba fuera de cámara, como si esperara una indicación, que llegó enseguida.
—¿Cuántos años tienes, Cassandra?
—Tengo quince años.
—¿Estás segura?
Cassandra asentía. Alguien fuera de cámara le pasaba una hoja de papel. Cumplí quince años la semana pasada. Este es mi certificado de nacimiento. Acercaba el documento a la lente. Al principio la imagen era borrosa, pero alguien la enfocaba. Cassandra la aguantaba así durante treinta segundos. Nacida en el Mercy Medical Center en Nampa, Idaho. Nombre de los padres Mary y Sylvester. Las fechas eran claramente visibles.
—El señor Alexander dijo que prefería a una de catorce —decía Cassandra como si leyera esas palabras por primera vez—, pero después ha dicho que no importaba.
La imagen se perdía.
Olivia quedó en silencio, igual que Kimmy. Tardó un rato en asumir la importancia de lo que había hecho Clyde Rangor.
—Dios mío —dijo.
Kimmy asintió.
—Clyde no sólo los chantajeaba con prostitutas —dijo Olivia—. Les ponía una trampa con menores. Tenía sus certificados de nacimiento como prueba. Y achacaba a los clientes la solicitud de chicas menores, pero diciendo que la chica parecía de dieciocho, es un delito grave. Ese hombre, el tal Alexander, no sólo se arriesgaba a ser humillado y puesto en evidencia. Le destrozarían la vida. Podía acabar en la cárcel.
Kimmy asintió.
De repente, apareció otro hombre en escena.
—Este es el señor Douglas —decía la voz susurrante.
Olivia sintió que se le helaba la sangre.
—Oh, no.
—Candi.
Ella se acercó más a la pantalla. El hombre. El hombre de la cama. No había duda. El señor Douglas era Adam Yates. Olivia lo miró traspuesta. Cassandra entraba en la habitación otra vez. Le ayudaba a desvestirse. Era eso. Por eso estaba Clyde tan desesperado. Había grabado a un importante agente federal. Seguramente no lo sabía, ni siquiera Clyde Rangor era tan estúpido, y cuando intentó chantajearlo, el negocio se había ido a pique.
—¿Le conoces? —preguntó Kimmy.
—Sí —dijo Olivia—. Acabamos de conocernos.
La puerta se abrió de golpe. Olivia y Kimmy se volvieron de golpe.
Kimmy gritó:
—¿Qué…?
Cal Dollinger cerró la puerta, sacó la pistola y apuntó.