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El vuelo de Loren tenía destino a Reno vía Houston.

Había pagado el billete con su dinero. Se estaba arriesgando mucho —podía verse obligada a dejar su trabajo y mudarse a un lugar como Nuevo México o Arizona— pero los hechos eran los hechos. Steinberg debía trabajar siguiendo las normas. Ella lo comprendía y en cierto modo estaba de acuerdo.

Pero en el fondo sabía que aquella era la única forma de proceder.

Yates, un federal, estaba involucrado en algo poco claro.

Había empezado a sospechar cuando Yates se había puesto desagradable de golpe al salir de casa de Len Friedman. De repente había fingido ser un imbécil irracional —no era muy raro en un agente federal, lo sabía— pero le había parecido falso, forzado. Yates había fingido control, pero Loren había presentido su pánico. Casi se podía oler.

Estaba claro que Yates no quería que ella viera a Olivia Hunter ni que hablara con ella.

¿Por qué?

Y cuanto más lo pensaba, ¿qué había provocado aquel cambio de humor? Recordaba lo que había ocurrido en el sótano de Friedman, algo que en aquel momento había parecido ínfimo y sin importancia. Yates se había esforzado mucho por desviar la conversación sobre Rangor y Lemay, sobre lo que Friedman había calificado de «peor» que delatar a la clientela. En aquel momento a Loren sólo le había molestado la interrupción de Yates. Pero si después añadía la forma como la había echado del caso…

Bueno, sí, todavía no tenía nada concreto.

Después de visitar a la madre Katherine, Loren había llamado al móvil de Yates. No había obtenido respuesta. Había probado en casa de Olivia Hunter. Tampoco le había contestado nadie. Y entonces había salido una llamada por radio, sobre un asesinato en Irvington, en una taberna, no muy lejos de donde vivían los Hunter. Todavía no se sabía gran cosa, pero había rumores sobre un tipo enorme que perseguía a una mujer por la calle.

Un tipo enorme. Cal Dollinger, a quien Yates dijo que llevaría para interrogar a Olivia Hunter, era un hombre enorme.

De nuevo eso no significaba nada por sí solo.

Pero añadido a lo que ya sabía…

Entonces había llamado a Steinberg y le había preguntado:

—¿Sabes dónde está Yates?

No.

—Yo sí —dijo Loren—. He hablado con mi informador en el aeropuerto. —Al fin y al cabo, el aeropuerto de Newark estaba en el condado de Essex. La oficina tenía varios contactos allí—. Él y ese Goliat van en un vuelo que se dirige al aeropuerto de Reno-Tahoe.

¿Y a mí me interesa por algo?

—Querría seguirles —dijo Loren.

¿Cómo dices?

—Yates está metido en algo.

Le contó a Steinberg lo que sabía. Casi podía verle frunciendo el ceño.

Veamos si lo he entendido —dijo su jefe—. ¿Crees que Yates está involucrado de alguna manera en el caso? Adam Yates, un agente del FBI condecorado. Espera, no, para ser concretos: un agente especial jefe, el federal de máximo rango de Nevada. Te basas en: A, su estado de ánimo y B, que un tipo muy grande se vio cerca de un escenario del crimen, en Irvington, y C, que vuelve al estado donde vive. ¿Es eso todo?

—Deberías haberle visto jugando a policía bueno-policía malo, jefe.

Ya.

—Me quería fuera del caso y lejos de Olivia Hunter. Te lo digo: Yates es el malo, jefe, lo sé.

Y tú ya sabes lo que voy a decir, ¿no?

Loren lo sabía.

—Encuentra pruebas.

Acertaste.

—Hazme un favor, jefe.

¿Qué?

—Comprueba su versión de que Rangor y Lemay fueron testigos del estado.

¿Por qué?

—Comprueba que sea verdad.

¿Es que crees que se lo inventó?

—Tú compruébalo.

Su jefe vaciló.

Dudo que sirva para nada. Soy empleado del condado. Esto afecta a la ley anticorrupción y chantaje. No querrán hablar.

—Entonces pregúntaselo a Joan Thurston.

Me dirá que estoy pirado.

—¿No lo piensa ya?

Sí, bueno, en eso tienes razón —dijo él. Se aclaró la garganta—. Una cosa más.

—Sí, jefe.

¿Estás pensando en hacer alguna estupidez?

—¿Quién? ¿Yo?

Como jefe, sabes que no autorizaré nada. Pero si vas a tu aire y yo no me entero

—No digas más.

Loren colgó. Sabía que las respuestas estaban en Reno. Charles Talley trabajaba en el Eager Beaver, en Reno. Kimmy Dale también. Ahora Yates y Dollinger se dirigían allí. Así que Loren dejó claro que no estaba de servicio. Después reservó un vuelo y se fue al aeropuerto. Antes de embarcar, hizo otra llamada. Len Friedman seguía en su oficina del sótano.

Hola —exclamó Friedman—. ¿Me llama por lo de la autopsia de Candi Cane?

—Es suya si contesta unas preguntas más. Me ha dicho que «lo que pasa en Las Vegas queda en Las Vegas».

.

—Cuando le he preguntado si se refería a que Clyde Rangor y Emma Lemay delataran a los clientes, ha dicho «peor».

Hubo un silencio.

—¿A qué se refería, señor Friedman?

Es algo que he oído —dijo él.

—¿Qué?

Que Rangor tenía un negocio montado.

—¿Se refiere a chantaje?

Sí, algo parecido.

Calló.

—¿Qué hacía? —preguntó Loren.

Grababa cintas.

—¿De?

De lo que cree.

—¿De las relaciones sexuales que mantenían sus clientes con mujeres?

De nuevo un breve silencio.

—Señor Friedman…

—dijo—. Pero

—¿Pero qué?

Pero —bajó la voz— no estoy seguro de que se las pueda llamar mujeres.

Ella frunció el ceño.

—¿Eran hombres?

No, no es eso —dijo Friedman—. Mire, ni siquiera sé si es verdad. La gente no para de inventar historias.

—¿Y cree que esto es una invención?

No lo sé, es lo único que puedo decir.

—Pero ha oído rumores.

.

—¿En qué consisten esos rumores? —preguntó Loren—. ¿Qué había en las cintas?