51

El taxista que la recogió trabajaba para una compañía llamada Reno Rides. Se paró, aparcó, se volvió y miró a Olivia de arriba abajo.

—¿Está segura de que es aquí?

Olivia se limitó a mirarle.

—Señora…

Una cruz adornada colgaba del retrovisor del taxi. La guantera estaba empapelada con tarjetas de oraciones.

—¿Es aquí el 488 de Center Lane Drive? —preguntó.

—Aquí es.

—Entonces sí.

Olivia metió la mano en el bolso. Le dio el dinero y él le entregó un folleto.

—No tiene que hacerlo —dijo él.

El folleto era de una iglesia. Juan 3:16 estaba en la cubierta. Olivia sonrió.

—Jesús la ama —dijo el taxista.

—Gracias.

—La llevaré a donde quiera. Sin cobrar.

—No se preocupe —dijo Olivia.

Bajó del taxi. El conductor la miró con tristeza. Olivia le despidió con la mano. Después se puso una mano sobre los ojos a modo de visera. El rótulo anticuado de neón decía:

EAGER BEAVER - BAILARINAS DESNUDAS

Le tembló el cuerpo. Una vieja reacción, pensó. Nunca había estado en ese sitio, pero lo conocía. Conocía las camionetas sucias que llenaban el aparcamiento. Conocía a los hombres que entraban despreocupadamente, las luces de baja intensidad, la sensación pegajosa de la barra de baile. Se fue hacia la puerta sabiendo lo que encontraría dentro.

Matt temía la cárcel, que volvieran a encerrarle. Esto, frente a ella, era su cárcel.

Candi Cane vive un día más.

Olivia Hunter había intentado exorcizar a Candace Candi Cane Potter hacía años. Ahora la chica había vuelto a lo grande y de la peor manera. Los expertos no tienen ni idea: claro que se puede borrar el pasado. Olivia lo sabía. Podía apretujar a Candi en una habitación trasera, cerrar la puerta y destruir la llave. Casi lo había hecho, lo habría hecho, pero había algo que siempre había impedido que esa puerta, por muy fuerte que la empujara, se cerrara del todo.

Su hija.

Un escalofrío le recorrió la columna. Dios mío, pensó. ¿Estaría trabajando allí su hija?

Por favor, no.

Eran las cuatro de la tarde. Quedaba mucho tiempo para la cita de medianoche. Podía ir a alguna parte, buscar un Starbucks tal vez o coger una habitación en un motel, dormir un poco. Se había adormilado un rato en el avión, pero sin duda podía dormir más.

Cuando aterrizaron, Olivia llamó a la sede del FBI y preguntó por Adam Yates. Cuando le pusieron con la oficina del agente especial jefe, colgó.

O sea que Yates era legal. Probablemente Dollinger también.

Eso significaba que dos agentes del FBI habían intentado matarla.

No habría ni arresto ni captura. Sabía demasiado.

Las últimas palabras que le había dicho Clyde le volvieron a la cabeza: «Dime dónde está…».

Empezaba a cobrar sentido. Había rumores de que Clyde grababa cintas para hacer chantaje. Probablemente había chantajeado a quien no debía, a Yates o a alguien cercano a él. De algún modo eso los había llevado hasta la pobre Cassandra. ¿Tenía ella las cintas? ¿Salía en ellas?

De pie, leyendo el cartel del buffet, a 4,99 dólares, del Eager Beaver, Olivia asintió para sí misma.

Ya estaba. Debía acabar. Se puso a caminar hacia la puerta.

Podía esperar, volver más tarde.

No.

Cuando entró la miraron con curiosidad. Las mujeres no van a esos locales solas. De vez en cuando un hombre lleva a su novia. La chica intenta dárselas de moderna. O tal vez tiene tendencias lésbicas. Lo que sea. Pero las mujeres nunca van solas.

Al entrar ellas algunas cabezas se volvieron, pero no tantas como sería de suponer. En esa clase de locales la gente reacciona con lentitud. El ambiente era pegajoso, lánguido. Las luces estaban bajas. Las expresiones eran desanimadas. Los clientes supondrían que ella era una de las bailarinas en día de descanso o una lesbiana que esperaba que su amante terminara el turno.

«Don’t You Want Me» de Human League sonaba en la sala, una canción que ya era un clásico cuando Olivia bailaba. Retro, imaginó, pero siempre le había gustado. En aquel lugar, la letra se suponía que había de sonar sexy, pero si escuchabas con atención, Phil Oakey, el cantante, te hacía sentir el dolor y el trastorno de tener el corazón roto. El título no se repetía con lujuria. Se repetía con angustiada incredulidad.

Olivia se sentó en un rincón alejado. Había tres bailarinas en escena en aquel momento. Dos miraban al infinito. Una se trabajaba a un cliente, con fingida pasión, invitándolo a introducir billetes de dólar en su tanga. El hombre la satisfacía. Olivia observó a la clientela y se dio cuenta de que nada había cambiado en la última década, desde que ella ya no trabajaba en locales así. Los hombres eran del mismo estilo. Unos tenían caras inexpresivas. Otros tenían miradas borrosas. Otros probaban una expresión engreída, jactanciosa, como quien está por encima de todo. Otros se tragaban las cervezas agresivamente, mirando a las chicas con descarada hostilidad, como si exigieran una respuesta a la eterna pregunta: «¿Eso es todo?».

Las chicas en escena eran jóvenes y estaban colocadas. Se notaba. Su antigua compañera Kimmy tenía dos hermanos que se pinchaban. Kimmy no toleraba el consumo de drogas. Así que Olivia —no, Candi— se tiró a la bebida, pero Clyde Rangor la obligó a dejarlo cuando empezó a tambalearse en escena. Clyde, el asesor de rehabilitación. Raro, pero así era.

La grasa del repugnante buffet ensuciaba el ambiente, más como una especie de segunda piel que como un olor. ¿Quién se comía esa porquería?, se preguntó Olivia. Alitas de pollo que se remontaban a la administración Carter. Perritos calientes metidos en agua hasta que…, bueno, hasta que desaparecían. Patatas fritas tan aceitosas que engullirlas se convertía en una imposibilidad. Hombres gordos se acercaban a la comida y la amontonaban en los platos hasta alturas vertiginosas. Olivia casi podía ver cómo se endurecían sus arterias con aquella poca luz.

Algunos locales de strippers se autodenominaban «clubes de caballeros», y los ejecutivos vestían traje y se comportaban como si estuvieran por encima de la chusma. El Eager Beaver no tenía esas pretensiones. Era un local donde los tatuajes superaban en número a los dientes. Había peleas. Los gorilas tenían más agallas que músculos, porque los músculos eran sólo fachada y esos tipos podían sacudir en serio.

Olivia no tenía miedo ni estaba intimidada, pero no estaba muy segura de lo que hacía allí. La chica en escena empezó a girar. La bailarina de la plataforma uno se fue del escenario. Una jovencita burbujeante subió a la plataforma tres. De ninguna manera podía alcanzar la edad legal. Era todo piernas, y se movía sobre los altos tacones como un potro. Su sonrisa parecía casi sincera, con lo que Olivia se imaginó que todavía no le habían arrancado del todo la vida.

—¿Le pongo algo?

La camarera miró a la rareza que constituía Olivia con cautela.

—Una Coca-Cola, por favor.

La camarera se marchó. Olivia no dejó de mirar a la chica burbujeante. Algo de ella le trajo recuerdos de la pobre Cassandra. Sería por la edad, se imaginó. Cassandra era mucho más bonita. Y entonces, mientras miraba a las tres chicas que seguían en escena, se planteó la pregunta obvia: ¿Sería su hija una de esas chicas?

Miró sus caras buscando algún parecido y no encontró ninguno. Eso no quería decir nada, por supuesto. Ya lo sabía. La camarera le trajo la Coca-Cola. Olivia la dejó intacta. No tenía ninguna intención de beber de uno de esos vasos.

Diez minutos después las chicas volvieron a cambiar. Otra chica nueva. Seguramente era un turno de cinco: tres chicas en escena, dos fuera, una rotación constante. Podía ser un turno de seis. Pensó en Matt, y en cómo llegaría hasta allí. Se había mostrado tan seguro de conseguirlo, ¿o había sido una fanfarronada para hacerla sentir segura?

La bailarina en la plataforma dos se trabajaba a un hombre con un tupé tan horrible que parecía que llevara una cremallera. Probablemente le estaba soltando el clásico cuento de que trabajaba para pagarse los estudios, pensó Olivia. Siempre la asombraba que a los hombres les pusiera la idea de que una chica era estudiante. ¿Necesitaban un toque de pureza para compensar la inmundicia?

La chica que estaba en la plataforma uno al entrar Olivia salió de atrás. Se acercó a un hombre que tenía un ala de pollo colgando de la boca. El hombre dejó caer el ala y se secó las manos en los vaqueros. La chica tomó al hombre de la mano y desapareció en un rincón. Olivia quería seguirla. Deseaba coger a todas esas chicas y arrastrarlas fuera, a la luz del sol.

Era suficiente.

Hizo un gesto a la camarera para que le trajera la cuenta. La chica se apartó de un puñado de clientes bromistas.

—Tres cincuenta —dijo ella.

Olivia se puso de pie, recogió el bolso y sacó un billete de cinco. Estaba a punto de dárselo a la camarera, dispuesta a salir de aquel lugar oscuro y siniestro, cuando las bailarinas cambiaron de nuevo. Una nueva chica salió de bastidores.

Olivia se quedó paralizada. Después un pequeño gemido, un fuerte gemido de angustia se le escapó de los labios.

—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó la camarera.

Caminando por el escenario, situándose en la posición número tres, era Kimmy.

—¿Señorita?

A Olivia le fallaron las piernas. Volvió a sentarse.

—Deme otra Coca-Cola.

No había tocado la primera, pero si esto inquietó a la camarera, lo disimuló muy bien. Olivia se quedó mirando el escenario. Durante unos segundos, dio rienda suelta a sus sentimientos. Remordimiento, por supuesto. Una profunda tristeza de ver a Kimmy todavía en aquel escenario después de todo ese tiempo. Culpabilidad por lo que Olivia se había visto obligada a dejar atrás. Pero también había alegría por volver a ver a su amiga. Olivia había visitado un par de páginas web en las últimas semanas, para saber si Kimmy seguía bailando. No había encontrado nada, y Olivia esperaba que eso significara que Kimmy ya no estaba en el negocio. Ahora lo comprendía: Kimmy tenía un nivel demasiado bajo para merecer una simple mención.

Olivia no podía moverse.

A pesar de lo que se pueda creer, no era difícil forjar amistades en aquella vida. La mayor parte de ellas se querían sinceramente. Eran como compañeros de armas, que crean vínculos mientras intentan seguir con vida. Pero nadie había sido como Kimmy Dale. Kimmy había sido su amiga más íntima, la única a la que añoraba, la única en que pensaba, con quien todavía deseaba hablar. Kimmy la hacía reír. Kimmy la había sacado de la cocaína. Había guardado el arma que había salvado la vida de Olivia.

La sonrisa de Olivia en la penumbra. Kimmy Dale, obsesiva por la limpieza, a veces compañera de baile, su confidente.

Y entonces la culpabilidad y la tristeza volvieron a invadirla.

Los años no la habían tratado bien, pero ningún año había tratado bien a Kimmy Dale. Le colgaba la piel. Tenía arrugas alrededor de la boca y de los ojos. Tenía pequeños moratones en los muslos. Llevaba demasiado maquillaje, como las viejas «loro» en que tanto miedo les daba llegar a convertirse. Ese era su mayor temor: ser uno de esos loros que no se daban cuenta de que había llegado la hora de retirarse.

El número de Kimmy no había cambiado, los mismos pocos pasos, los movimientos un poco más lentos, más letárgicos. Las mismas botas negras altas que siempre le habían gustado. Hubo una época en la que Kimmy animaba al público mejor que ninguna otra —tenía una sonrisa espectacular— pero la fachada ya no existía. Olivia no se movió.

«Kimmy cree que he muerto».

¿Cómo reaccionaría Kimmy, se preguntó, al ver a ese… a ese fantasma? Olivia no sabía qué hacer. ¿Debía dejarse ver, o quedarse en la penumbra, esperar treinta minutos más y salir cuando estuviera segura de que Kimmy no la vería?

Se quedó sentada, miró a su amiga y pensó en lo que podía hacer a continuación. Era evidente. Empezaba a ver las cosas con claridad. El pacto con Emma estaba anulado. Yates y Dollinger sabían quién era ella. No había razones para seguir escondiéndose. No había nadie más a quien proteger y quizá, todavía podía salvar a alguien.

Cuando Kimmy estaba acabando su rotación, Olivia hizo un gesto a la camarera.

—La bailarina de la derecha —dijo Olivia.

—¿La negra?

—Sí.

—La llamamos Magic.

—De acuerdo, bien. Quiero una sesión privada con ella.

La camarera arqueó una ceja.

—¿Se refiere a detrás?

—Eso. Una habitación privada.

—Cincuenta dólares más.

—De acuerdo —dijo Olivia.

Había sacado dinero del cajero en Elizabeth. Le dio a la chica diez más de propina.

La camarera se guardó el billete en el escote y se encogió de hombros.

—Vaya atrás y a la derecha. Segunda puerta. Tiene una B. Le mandaré a Magic en cinco minutos.

Tardó más que eso. En la habitación había un sofá y una cama. Olivia no se sentó. Se quedó de pie y esperó. Estaba temblando. Oyó pasos al otro lado de la puerta. Por el sistema musical, se oía a Tears for Fears diciendo que todos quieren gobernar el mundo. Y que lo digan.

Llamaron a la puerta.

—¿Está ahí?

La voz. No había duda de quién era. Olivia se secó los ojos.

—Pase.

Se abrió la puerta. Entró Kimmy.

—Bien, primero le diré la tarifa…

Calló.

Durante unos segundos, se quedaron quietas dejando que las lágrimas les resbalaran por las mejillas. Kimmy meneó la cabeza con incredulidad.

—No puede ser…

Candi —no, ahora Olivia— finalmente habló.

—Soy yo.

—Pero…

Kimmy le puso una mano sobre los labios y sollozó. Candi abrió los brazos. Kimmy casi se desplomó. Candi la agarró con fuerza.

—Tranquila —dijo suavemente.

—No puede ser…

—Tranquila —repitió Olivia, acariciándole el pelo—. Estoy aquí. He vuelto.