50
Mientras Matt cruzaba Pennsylvania con el Isuzu blanco, se asombró de la cantidad de información que había retenido en la prisión aun considerándola inútil. Está claro que la cárcel no es la gran escuela del crimen que muchos creen. No hay que olvidar que a todos sus inquilinos los habían…, bueno, pillado, y eso ensombrecía un poco su supuesta experiencia.
Él tampoco había escuchado con mucha atención. Las actividades criminales no le interesaban. Su plan, que había mantenido durante nueve años, era mantenerse alejado de cualquier cosa remotamente ilegal.
Eso había cambiado.
El método de robar coches de Saul había dado fruto. Y ahora Matt recordaba otra lección de evasión de la ley de su época entre rejas. Se paró en el aparcamiento de un Great Western junto a la Ruta 8o. No había seguridad, como era de esperar. No quería robar otro coche, sólo una matrícula. Quería una matrícula con la letra P. Tuvo suerte. Había un coche en el aparcamiento de empleados con una matrícula que empezaba por la letra P. El coche del empleado serviría, pensó. Eran las once de la mañana. El turno no había terminado. El dueño del coche seguramente estaría varias horas más adentro.
Se paró en un Home Depot y compró cinta aislante negra de la que se usa para recubrir cables telefónicos. Después de asegurarse de que nadie escuchara, cortó un pedazo y lo colocó sobre la letra P hasta convertirla en una letra B. No resistiría un escrutinio cercano pero serviría para llevarle a donde se dirigía.
A Harrisburg, Pennsylvania.
No había alternativa. Tenía que llegar a Reno. Por lo tanto necesitaba coger un avión. Sabía que sería arriesgado. Los trucos de la cárcel para evitar la detección, aunque fueran buenos en su momento, eran anteriores al 11 de septiembre. La seguridad había cambiado mucho desde entonces, pero seguía habiendo medios. Sólo tenía que pensarlo, actuar deprisa y contar con un poco de suerte.
Primero, intentó una maniobra de confusión de toda la vida. Desde un teléfono público de la frontera de Nueva Jersey llamó para hacer una reserva desde el aeropuerto de Newark a Toronto. A lo mejor lo detectarían y creerían que era un aficionado. A lo mejor no. Colgó, fue a otro teléfono público e hizo otra reserva. Apuntó su número de reserva, colgó y meneó la cabeza.
No sería fácil.
Paró en el aparcamiento del aeropuerto de Harrisburg. Todavía llevaba la máuser M2 en el bolsillo. No podía llevársela de ninguna manera. Escondió el arma debajo del asiento del pasajero porque, si las cosas no salían como había pensado, tendría que volver. El Isuzu le había ido bien. Quería escribir una nota a su dueño explicando el motivo de lo que había hecho. Con suerte tendría la posibilidad de hacerlo en el futuro.
A ver si su plan funcionaba…
Pero primero necesitaba dormir. Se compró una gorra de béisbol en la tienda de recuerdos. Buscó una silla vacía en la zona de llegadas, cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y se bajó la visera sobre la cara. En los aeropuertos siempre había gente durmiendo, pensó. ¿Por qué habrían de fijarse en él?
Se despertó una hora después, sintiéndose fatal. Subió al nivel de las salidas. Compró Tylenol extrafuerte y Motrin, y tomó tres de cada. Se aseó un poco en el baño.
La cola en el mostrador de venta de billetes era larga. Eso era bueno, si llegaba a tiempo. Quería que el empleado fuera con prisas. Cuando le tocó, la empleada le dirigió una sonrisa distraída.
—A Chicago, vuelo 188 —dijo.
—Ese vuelo sale dentro de veinte minutos —dijo ella.
—Ya lo sé, pero había tanto tráfico…
—¿Me deja ver su identificación, por favor?
Matt le dio el permiso de conducir. Ella tecleó «Hunter, M.». Era el momento de la verdad. Matt se quedó inmóvil. Ella frunció el ceño y siguió tecleando. No pasó nada.
—No figura, señor Hunter.
—Qué raro.
—¿Tiene el número de reserva?
—Por supuesto.
Le dio el que había apuntado al hacer la reserva por teléfono. Tecleó las letras. YTIQZ2. Matt contuvo el aliento.
La mujer suspiró.
—Ya lo entiendo.
—¡Ah!
Ella meneó la cabeza.
—Han escrito mal su nombre en la reserva. Figura como Mike, no Matt. Y el apellido es Huntman, no Hunter.
—No está mal —comentó Matt.
—Le sorprendería lo a menudo que sucede.
—Ya nada me sorprende —dijo.
Se rieron en comunión de los incompetentes que abundan en el mundo. Ella imprimió el billete y cobró. Matt sonrió, le dio las gracias y subió al avión.
No había vuelo directo de Harrisburg a Reno, pero eso podía ser favorable. No sabía de qué forma se conectaba el sistema informático de la línea aérea con el del gobierno federal, pero dos vuelos cortos seguro que le beneficiaban más que uno largo. ¿Detectaría su nombre el sistema inmediatamente? Matt lo dudaba, pero la esperanza es lo último que se pierde. Pensando con lógica, debería llevar un poco de tiempo recoger la información, procesarla, hablar con la persona idónea. Unas horas como mínimo.
Llegaría a Chicago al cabo de una hora.
En teoría todo iba bien.
Cuando aterrizó sin incidentes en el aeropuerto de O’Hare, en Chicago, sintió que se le aceleraba el corazón de nuevo. Desembarcó intentando no hacerse notar, planificando una ruta de escape si veía una hilera de policía en la puerta. Pero nadie le detuvo cuando bajó del avión. Soltó un buen bufido. Así que no le habían localizado, todavía. Pero ahora venía la parte difícil. El vuelo a Reno era más largo. Si deducían lo que había hecho la primera vez, tendrían tiempo suficiente para detenerle.
Por lo tanto intentó algo ligeramente diferente.
Otra larga fila ante el mostrador de la línea aérea. Podría ir en su favor. Esperó, avanzando a lo largo de la cinta de terciopelo. Observó, buscando al empleado más agotado o más complaciente. La encontró, en el extremo de la derecha. Parecía aburrida hasta las lágrimas. Miraba las identificaciones, pero sus ojos apenas reaccionaban. No dejaba de suspirar. Miraba a su alrededor todo el rato, obviamente distraída.
Seguramente tenía algún problema personal, pensó Matt. Quizás una pelea con el marido, con su hija adolescente o quién sabe qué.
«Quizá sea muy astuta y ponga cara de agotada».
De todos modos, no tenía muchas alternativas. Cuando Matt llegó al frente de la cola y quedó libre un empleado, fingió buscar algo y dejó adelantarse a una familia. Volvió a hacerlo otra vez y por fin llamó la empleada que esperaba: «Siguiente». Se acercó lo más discretamente posible.
—Me llamo Matthew Huntler. —Le dio un pedazo de papel con el número de reserva. Ella lo cogió y se puso a teclear.
—De Chicago a Reno/Tahoe, señor Huntler.
—Sí.
—Su identificación, por favor.
Esa era la parte más difícil. Había intentado pensar en lo más simple posible. M. Huntler era un miembro del club de pasajeros habituales, según lo había memorizado. Los ordenadores no entienden de sutilezas. Los humanos a veces sí.
Le dio su cartera a la empleada. Ella no la miró. Seguía tecleando en el ordenador. A lo mejor tenía suerte. A lo mejor ni siquiera comprobaba su identificación.
—¿Factura maletas?
—Hoy no.
Ella asintió, sin dejar de teclear. Después se volvió a mirar la identificación. Matt sintió un vuelco en el estómago. Recordó algo que Bernie le había mandado por correo electrónico hacía años. Decía:
Esto es un test para divertirse. Lee la frase:
LA FE INFINITA ES EL RESULTADO FATAL
DE AÑOS DE FRENÉTICO ESTUDIO
COMBINADO CON UNA EXPERIENCIA FEROZ
Ahora cuenta las «F» de esta frase.
Al hacerlo le había dado cuatro. La respuesta correcta era seis. No vemos todas las letras. No estamos capacitados. Matt contaba con ello. Hunter. Huntler. ¿Sería capaz de captar la diferencia?
La mujer dijo:
—¿Pasillo o ventana?
—Pasillo.
Lo había logrado. El control de seguridad fue aún más fácil, al fin y al cabo, Matt ya se había identificado en facturación, ¿no? El guardia de seguridad miró su foto, su cara, pero no cayó en la cuenta de que en la identificación decía Hunter y en la tarjeta de embarque, Huntler. Se cometen errores tipográficos a todas horas. Y quien revisa cientos o miles de tarjetas de embarque cada día no advierte algo tan insignificante.
De nuevo, Matt subió al avión estando a punto de cerrarse la puerta. Se instaló en un asiento de pasillo, cerró los ojos y no despertó hasta que el piloto anunció que descendían sobre Reno.
La puerta del despacho de la madre Katherine estaba cerrada.
Esta vez Loren no experimentó un retroceso en el tiempo. Llamó con fuerza y puso la mano sobre la manilla. Cuando oyó que la madre Katherine decía: «Adelante», abrió.
La madre superiora daba la espalda a la puerta. No se volvió cuando entró. Sólo preguntó:
—¿Estás segura de que la hermana Mary Rose fue asesinada?
—Sí.
—¿Sabes quién fue?
—Todavía no.
La madre Katherine asintió lentamente.
—¿Ya sabes su nombre real?
—Sí —dijo Loren—, pero habría sido más fácil que usted me lo hubiera dicho.
Loren esperaba que la madre Katherine protestara, pero no lo hizo.
—No podía.
—¿Por qué no?
—Por desgracia no estaba en mi mano.
—¿Se lo dijo?
—No exactamente. Pero sabía suficiente.
—¿Cómo lo averiguó?
La anciana monja se encogió de hombros.
—Por lo que decía sobre su pasado —dijo—. No parecía cierto.
—¿Le habló de ello?
—No, nunca. Y nunca me dijo su verdadera identidad por temor a poner en peligro a alguien. Pero sé que era algo sórdido. La hermana Mary Rose quería superarlo. Quería corregir su pasado. Y lo hizo. Contribuyó en gran manera a esta escuela, con estos niños.
—¿Con su trabajo o con su dinero?
—Con ambas cosas.
—¿Le donó dinero?
—A la parroquia —corrigió la madre Katherine—. Sí, dio bastante.
—Suena a culpabilidad.
La madre Katherine sonrió.
—El dinero siempre es así.
—O sea que la versión de las compresiones cardíacas…
—Sabía lo de sus implantes. Me lo dijo ella. También me dijo que si se descubría quién era en realidad, la matarían.
—Pero no creyó que hubiera pasado por eso.
—Parecía muerte por causas naturales. Creí que era mejor dejarlo.
—¿Qué le hizo cambiar de opinión?
—Habladurías —dijo.
—¿A qué se refiere?
—Una de nuestras hermanas me confesó que había visto a un hombre en la habitación de la hermana Mary Rose. Yo sospechaba, por supuesto, pero no podía demostrarlo. Además había que proteger la reputación de la escuela. Por eso necesitaba que se investigara con discreción y sin traicionar la confianza de la hermana Mary Rose.
—Ahí entro yo.
—Sí.
—¿Ahora que sabe que fue asesinada?
—Dejó una carta.
—¿Para quién?
La madre Katherine le enseñó un sobre.
—Para una mujer llamada Olivia Hunter.
Adam Yates era presa del pánico.
Aparcó a buena distancia de la vieja cervecería y esperó a que Cal hiciera una limpieza rápida. Las pistas desaparecerían. El arma de Cal era imposible de rastrear. Las matrículas que usaban no llevarían a ninguna parte. Algún chiflado podría identificar a un hombre enorme persiguiendo a una mujer, pero eso no serviría en la práctica para relacionarlos con el camarero muerto. Quizá.
No, nada de eso. Había estado en peores apuros. El camarero había apuntado a Cal con un rifle. Sus huellas quedaban en él. El arma sin identificar, en el escenario. Y ellos dos saldrían del estado en cuestión de horas.
Saldrían de esta.
Cuando Cal se sentó en el asiento contiguo, Adam dijo:
—La has hecho buena.
Cal asintió.
—Lo reconozco.
—No deberías haber intentado matarla.
Él asintió otra vez.
—Un error —reconoció—. Pero no podemos dejarla escapar. Si se descubre su identidad…
—La descubrirán de todos modos. Loren Muse lo sabe.
—Es verdad, pero sin Olivia Hunter no llega a ninguna parte. Si la detienen, intentará salvarse y eso significa hablar de lo que pasó hace años.
Yates sintió que algo dentro de él empezaba a desgarrarse.
—No quiero hacer daño a nadie.
—Adam…
Él miró al gigante.
—Es demasiado tarde para eso —dijo Dollinger—. O nosotros o ellos, ¿recuerdas?
Adam asintió lentamente.
—Tenemos que encontrar a Olivia —dijo Dollinger—. Y me refiero a nosotros. Si otros agentes la arrestan…
Yates acabó la frase:
—Podría hablar.
—Exactamente.
—La convocaremos como testigo material —dijo Yates—. Diremos que vigilen los aeropuertos cercanos y las estaciones de tren pero que no hagan nada sin notificárnoslo.
Cal asintió.
—Está hecho.
Adam Yates consideró las posibilidades.
—Volvamos a la oficina del condado. Quizá Loren ha descubierto algo útil sobre Kimmy Dale.
Llevaban cinco minutos conduciendo cuando sonó el teléfono. Cal lo cogió y ladró:
—Agente Dollinger.
Cal escuchó atentamente.
—Dejadla bajar. Que la siga Ted. No os acerquéis a ella, repito, no os acerquéis. Iré en el próximo avión.
Colgó.
—¿Qué?
—Olivia Hunter —dijo—. Va en un avión a Reno.
—Otra vez Reno —dijo Yates.
—Hogar de los difuntos Charles Talley y Max Darrow.
—Y quizá la cinta. —Yates dobló a la derecha—. Todas las señales apuntan al oeste, Cal. Creo que será mejor que vayamos allí nosotros también.