49
Loren Muse estaba que echaba humo.
Había estado a punto de llamar a Ed Steinberg para quejarse de la forma como la había tratado Yates, pero finalmente había decidido no hacerlo. La chica indefensa que no puede cuidarse sola y necesita que su jefe la ayude. No, no pensaba jugar a eso.
Seguía formando parte de la investigación. Bien, era todo lo que quería. Tener un pie dentro. Empezó a investigar todo lo que pudo sobre la compañera de cuarto, Kimmy Dale. No fue muy difícil. Kimmy tenía antecedentes por prostitución. A pesar de lo que se cree, la prostitución no era legal en el condado de Clark, donde está Las Vegas.
Uno de los agentes de la condicional de Dale, un veterano llamado Taylor, estaba de servicio a aquella hora temprana. Se acordaba de ella.
—¿Qué puedo decirte? —dijo Taylor—. Kimmy Dale tenía una historia familiar pésima, pero ¿cuál de esas chicas no la tiene? ¿Has oído alguna vez a Howard Stern en la radio?
—Claro.
—¿Lo has oído cuando saca strippers? Siempre les pregunta medio en broma: «¿Ya qué edad abusaron de ti por primera vez?», y la pena es que siempre obtiene una respuesta. Siempre han abusado de ellas. Se dan un hartón de decir que les encanta desnudarse y que lo hacen porque quieren, bla, bla, bla, pero siempre hay algo debajo. Tú ya me entiendes.
—Claro.
—Y Kimmy Dale era otro caso clásico. Se escapó de casa y empezó a hacer de stripper cuando no tendría más de catorce o quince años.
—¿Sabes dónde está ahora?
—Se fue a Reno. Tengo la dirección de su casa, si quieres.
—Sí, por favor.
Le dio las señas del domicilio de Kimmy Dale.
—Que yo sepa, trabaja en un local llamado Eager Beaver, que, por si lo dudabas, no tiene tanta categoría como su nombre puede hacernos creer.
Eager Beaver, claro. ¿No era donde Yates había dicho que trabajaba Charles Talley?
—Reno está bien —dijo Taylor—. No es como Las Vegas. No me malinterpretes. Me encanta Las Vegas. Como a todos. Es espantosa, horrible, llena de mafiosos, pero no nos vamos. Tú ya me entiendes.
—Te llamo desde Newark, Nueva Jersey —dijo Loren—. O sea que sí, te entiendo.
Taylor se echó a reír.
—En fin, hoy en día Reno es un buen lugar para vivir en familia. Hace buen tiempo porque está por debajo de las montañas de Sierra Nevada. Antes era la capital del divorcio de Estados Unidos y tiene más millonarios per cápita que ningún lugar del país. ¿Has estado alguna vez?
—Nunca.
—¿Eres mona?
—Adorable.
—Pues vente a Las Vegas. Te lo enseñaré.
—Tomo el primer avión.
—Espera, ¿no serás una de esas feminazis que odian a los hombres?
—Sólo cuando he dormido poco.
—¿Y de qué va el caso?
El móvil de Loren sonó.
—Te lo contaré más tarde, gracias, Taylor.
—Nos alojaremos en el Mandalay Bay. Conozco a un tipo. Te encantará.
—Claro, hasta pronto, adiós.
Loren colgó y apretó la tecla de responder del móvil.
—¿Diga?
Sin preámbulos, la madre Katherine dijo:
—La asesinaron, ¿verdad?
Loren iba a dorar la píldora, pero algo en el tono de la madre Katherine le hizo intuir que sería una pérdida de tiempo.
—Sí.
—Entonces necesito verte.
—¿Por qué?
—Antes no me estaba permitido decir nada. La hermana Mary Rose fue muy concreta.
—¿Concreta con qué?
—Por favor, ven a mi despacho en cuanto puedas, Loren. Tengo que enseñarte algo.
—¿Qué puedo hacer por usted, agente Yates? —preguntó Olivia.
Desde la puerta, los ojos de Cal Dollinger barrieron la habitación. Adam Yates se sentó y apoyó los codos en los muslos.
—Tiene muchos libros —dijo Yates.
—Muy observador.
—¿Son suyos o de su marido?
Olivia se puso en jarras.
—Sí, ya veo la relevancia de la pregunta, por eso la contestaré. La mayor parte de los libros son míos. ¿Hemos terminado?
Yates sonrió.
—Es muy divertida —dijo—. ¿A que es divertida, Cal?
Cal asintió.
—Las strippers y las putas suelen ser amargas. Pero ella no. Es como un rayo de sol.
—Sin duda brilla —añadió Yates.
A Olivia no le hizo ni pizca de gracia el cariz que estaba tomando la conversación.
—¿Qué quiere?
—Simuló su propia muerte —dijo Yates—. Es un delito.
Ella no dijo nada.
—La chica que realmente murió —siguió él—. ¿Cómo se llamaba?
—No sé de qué me habla.
—Se llamaba Cassandra, ¿no? —Yates esperó un momento—. ¿La asesinó usted?
Olivia no mordió el anzuelo.
—¿Qué quiere?
—Ya lo sabe.
Las manos de Yates se apretaron en puños, y después se relajaron. Olivia miró hacia la puerta. Cal seguía quieto, una estatua.
—Lo siento —dijo ella—. No lo sé.
Yates intentó sonreír.
—¿Dónde está la cinta?
Olivia se puso rígida. De repente volvió a la caravana. Había un olor horrible cuando ella y Kimmy se instalaron, como si hubiera animales muertos en las paredes. Kimmy compró un ambientador muy caro, demasiado perfumado. Intentaba tapar algo que nunca podría ocultarse del todo. Evocó el olor. Vio el cuerpo encogido de Cassandra. Recordó el miedo de Clyde Rangor al preguntarle: «¿Dónde está la cinta?».
Olivia intentó que no le temblara la voz.
—No sé de qué me habla.
—¿Por qué huyó y cambió de nombre?
—Necesitaba empezar de nuevo.
—¿Así, sin más?
—No —dijo Olivia—. Nada de «así, sin más». —Se puso de pie—. Y no pienso contestar más preguntas hasta que esté presente mi abogado.
Yates la miró.
—Siéntese.
—Quiero que se vayan.
—He dicho que se siente.
Olivia miró otra vez a Cal Dollinger. Seguía haciendo de estatua. Tenía unos ojos vacíos. Olivia hizo lo que Yates decía. Se sentó.
—Iba a decir que la vida debe de ser bonita aquí, que no querrá que nadie se la estropee —empezó Yates—. Pero no estoy seguro de que sirva. Su barrio es un asco. Su casa, un tugurio. Su marido, un exconvicto buscado por triple asesinato. —Le sonrió—. Cualquiera esperaría que aprovechara más su segunda oportunidad, Candi. Pero asombrosamente ha hecho justo lo contrario.
Intentaba irritarla intencionadamente. Olivia no pensaba caer en la trampa.
—Quiero que se vayan.
—¿Le da igual quién se entere de su secreto?
—Márchense por favor.
—Podría arrestarla.
Entonces fue cuando decidió jugársela. Olivia adelantó las manos, como si se ofreciera a ser esposada. Yates no se movió. Claro que podía arrestarla. Olivia no conocía bien las leyes ni el estatuto de limitaciones, pero estaba claro que había interferido en una investigación de asesinato; de hecho, se había hecho pasar por una víctima. Era más que suficiente para detenerla. Pero no era eso lo que Yates quería.
La voz suplicante de Clyde: «¿Dónde está la cinta?».
Yates quería algo más. Algo por lo que Cassandra había muerto. Algo por lo que Clyde Rangor había matado. Le miró a la cara. Los ojos eran firmes. Las manos no dejaban de cerrarse y abrirse.
Olivia seguía con las manos extendidas delante. Esperó otro segundo, y las dejó caer a los lados.
—No sé nada de ninguna cinta —dijo.
Le tocó a Yates el turno de escudriñarla. Se lo tomó con calma.
—La creo —dijo.
Y por alguna razón la forma como lo dijo la asustó más que nada de lo que había dicho.
—Venga con nosotros, por favor —dijo Yates.
—¿Adónde?
—La llevo detenida.
—¿Con qué cargo?
—¿Quiere la lista por orden alfabético?
—Necesito llamar a mi abogado.
—Puede llamarle desde la comisaría.
Olivia no sabía qué hacer. Cal Dollinger dio un paso hacia ella. Ella retrocedió y el hombretón dijo:
—¿Quiere que la saque a rastras y esposada?
Olivia se detuvo.
—No será necesario.
Salieron. Yates iba delante. Dollinger caminaba junto a Olivia. Ella echó un vistazo a la calle. La botella de cerveza marrón gigante se recortaba en el cielo. Por alguna razón, eso la consoló. Yates se adelantó. Abrió la puerta del coche, entró y lo puso en marcha. Se volvió y miró a Olivia y de repente ella cayó en la cuenta.
Le reconoció.
Los nombres se le olvidaban con facilidad, pero las caras eran sus prisioneras a cadena perpetua. Cuando bailaba era una forma de atontarse. Les estudiaba las caras. Las memorizaba, las clasificaba según el grado de aburrimiento y diversión, intentaba recordar cuántas veces les había visto. Era un ejercicio mental, una forma de distraerse.
Adam Yates había estado en el club de Clyde.
Tal vez vaciló o tal vez Cal Dollinger estaba atento cuanto pasaba a su alrededor. Estaba a punto de salir corriendo, huir hasta donde la llevaran las piernas, pero Dollinger le agarró el brazo con firmeza. Se lo apretó por debajo del codo con suficiente fuerza para llamar su atención. Intentó zafarse, pero era como tirar de un brazo metido en un bloque de cemento.
No podía moverse.
Estaban llegando al coche. Cal cogió velocidad. Los ojos de Olivia escudriñaron la calle, y se posaron sobre Lawrence. Estaba en una esquina, de pie, balanceándose con otro hombre al que ella no conocía. Ambos llevaban unas bolsas de papel marrón en la mano. Lawrence la miró y empezó a levantar una mano para saludarla.
Olivia vocalizó sin sonido: «Ayúdame».
La cara de Lawrence no cambió. No hubo ninguna reacción. El otro bromeó. Lawrence rio desaforadamente y se dio palmadas en el muslo.
No la había visto.
Se acercaron al coche. Olivia pensó aceleradamente. No quería subir con ellos. Intentó caminar más despacio. Dollinger le pellizcó dolorosamente el brazo.
—No se pare —dijo el hombretón.
Llegaron a la puerta trasera. Dollinger la abrió. Ella intentó resistirse, pero la agarraba demasiado fuerte. La empujó para que entrara en el coche.
—Oiga, ¿tiene un dólar?
El hombretón lo miró un segundo. Era Lawrence. Dollinger empezó a volverse, sin hacer caso del mendigo, pero Lawrence le agarró del hombro.
—Oiga, tío. Tengo hambre. ¿Tiene un dólar?
—Aparta.
Lawrence puso las manos sobre el pecho del hombretón.
—Sólo le he pedido un dólar.
—Suelta.
—Un dólar. ¿Es pedir demasiado…?
Y entonces Dollinger soltó el brazo del Olivia.
Olivia dudó, pero no mucho. Cuando las dos manos de Dollinger agarraron a Lawrence por la camisa, ella estaba a punto. Dio un salto y echó a correr.
—¡Corre, Liv!
Lawrence no tuvo que repetirlo.
Dollinger soltó a Lawrence y se volvió rápidamente. Lawrence saltó sobre la espalda del hombretón. Dollinger se lo sacudió como si fuera caspa. Entonces Lawrence hizo una tontería. Pegó a Dollinger con la bolsa marrón. Olivia oyó el crac de la botella. Dollinger se volvió y pegó un puñetazo a Lawrence en el esternón. Con fuerza.
—¡Alto, FBI! —gritó Dollinger.
«Ni lo sueñes, hombretón».
Olivia oyó el coche que salía disparado. Yates hizo chirriar los neumáticos derrapando. Olivia miró por encima del hombro.
Dollinger la estaba alcanzando. Llevaba un arma en la mano.
La ventaja de Olivia era de unos quince metros. Corrió tan rápido como pudo. Era su barrio. Tenía ventaja, ¿no? Atajó por un callejón. Estaba vacío, no había un alma a la vista. Dollinger la siguió. Olivia se arriesgó a mirar atrás. La estaba alcanzando y no parecía cansado.
Aceleró y corrió aún más, balanceando los brazos.
Una bala le pasó silbando. Después otra.
Dios mío. ¡Estaba disparando!
Tenía que salir del callejón. Tenía que encontrar gente. No le dispararía delante de la gente.
¿O sí?
Giró para volver a la calle. El coche estaba allí. Yates corrió detrás de ella. Olivia rodó por encima de un coche aparcado sobre la acera. Estaban en la vieja fábrica Pabst Blue Ribbon. Pronto la derrumbarían y la sustituirían por otro centro comercial sin personalidad. Pero ahora mismo las ruinas podían ser un paraíso.
Un momento. ¿Dónde estaba la vieja taberna?
Olivia dobló a la izquierda. Estaba al fondo del segundo callejón. Se acordaba. Olivia no se atrevía a mirar atrás, pero oía pasos. Se estaba acercando.
—¡Alto!
«Y una mierda», pensó ella. La taberna. ¿Dónde se había metido la taberna?
Dobló a la derecha.
Bingo, ¡ahí estaba!
La puerta quedaba a la derecha. Olivia no estaba muy lejos. Corrió desesperadamente. Agarró el tirador cuando Dollinger doblaba la esquina. Abrió la puerta y entró cayendo al suelo.
—¡Auxilio!
Había un hombre dentro. Estaba limpiando vasos detrás de la barra. Levantó la cabeza, sorprendido. Olivia se puso de pie y rápidamente echó el cerrojo.
—¡Eh! —gritó el camarero—. ¿Qué pasa aquí?
—Alguien intenta matarme.
La puerta tembló.
—¡FBI! ¡Abran!
Olivia meneó la cabeza. El camarero dudó, después hizo un gesto hacia atrás con la cabeza. Ella corrió. El camarero cogió una escopeta mientras Dollinger abría la puerta a patadas.
El camarero se quedó pasmado al ver a aquel gigante.
—¡Joder!
—¡FBI! ¡Tire el arma!
—No tan deprisa, chico…
Dollinger apuntó con su pistola al camarero y disparó dos veces.
El camarero cayó, dejando un charco de sangre en la pared.
«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!»
Olivia quería gritar.
No. Sigue. Corre.
Pensó en el bebé que llevaba dentro. Le dio fuerzas adicionales. Entró en la habitación trasera que le había señalado el camarero.
Las balas rebotaron en la pared detrás de ella. Olivia se tiró al suelo.
Se arrastró hacia la puerta de atrás. Era de metal pesado. Tenía una llave en la cerradura. Con un movimiento abrió la puerta y giró la llave con tanta fuerza que se rompió. Rodó hacia la luz exterior. La puerta se cerró y se bloqueó automáticamente detrás de ella.
El hombre intentaba abrir la puerta. Como no funcionó, se puso a golpearla. Aquella puerta no cedería tan fácilmente. Olivia corrió, evitando las calles principales, mirando a todos lados en busca del coche de Yates o de Dollinger a pie.
No vio a ninguno de los dos. Tenía que largarse.
Caminó a paso rápido a lo largo de unos tres kilómetros. Pasó un autobús y subió sin importarle adónde se dirigía. Bajó en el centro de Elizabeth. Había una cola de taxis junto a la parada.
—¿Adónde? —preguntó el conductor.
Ella intentó recuperar el aliento.
—Al aeropuerto de Newark, por favor.