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Olivia Hunter se mantuvo firme hasta que Mediana Edad consiguió arrancarla de las garras del detective Lance Banner. Ahora que estaba de vuelta en casa, sus defensas se derrumbaron. Lloró silenciosamente. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Olivia no podía reprimirlas. No sabía si eran de alegría, de alivio, de miedo o de qué. Sólo sabía que intentar detenerlas sería una pérdida de tiempo.
Tenía que ponerse en marcha.
Su maleta seguía en el Howard Johnson’s. Llenó otra. Sabía que no debía esperar. La policía volvería. Querrían respuestas.
Tenía que irse a Reno inmediatamente.
No podía dejar de llorar, lo que no era propio de ella, aunque fuera comprensible dadas las circunstancias. Olivia estaba física y emocionalmente agotada. Estaba embarazada, para empezar. Además, estaba preocupada por su hija adoptada. Y finalmente, después de tanto tiempo, le había contado a Matt la verdad de su pasado.
El pacto ya no existía. Olivia lo había roto cuando había respondido a aquel mensaje en la red; peor aún, había sido directamente responsable de la muerte de Emma Lemay. Era culpa de Olivia. Emma había hecho muchas cosas malas en su vida. Había hecho daño a muchas personas. Olivia sabía que había intentado compensarlo, que había pasado los últimos años de su vida rectificando. Olivia no sabía en qué posición dejaría eso a Emma en el cielo, pero si alguien se había ganado la redención, tenía claro que era Emma Lemay.
Pero lo que Olivia no podía superar, lo que estaba provocando la cascada de lágrimas por sus mejillas, era la expresión de la cara de Matt cuando le contó la verdad.
No había sido en absoluto lo que esperaba.
Debería haberse enfadado. Probablemente lo estaba. ¿Cómo podía ser que no estuviera enfadado? Desde la primera vez que se vieron en Las Vegas, Olivia había amado la forma como la miraba, como si Dios nunca hubiera creado nada tan espectacular, más puro, a falta de una palabra mejor. Naturalmente Olivia esperaba que esa expresión desapareciera o al menos se ensombreciera al saber la verdad. Se imaginaba que sus ojos azul claro se endurecerían y se volverían fríos.
Pero eso no había ocurrido.
Nada había cambiado. Matt se enteraba de que su esposa era una mentirosa, y lo que había hecho provocaría que la mayoría de los hombres se apartaran para siempre asqueados. Pero él había reaccionado con amor incondicional.
Con los años Olivia había ganado en perspectiva viendo que su horrible educación la empujaba, como a muchas de las chicas que trabajaban con ella, a la autodestrucción. Los hombres que crecían así, en casas de acogida diferentes y en circunstancias que pueden describirse suavemente como míseras, normalmente reaccionaban con violencia. Los hombres maltratados mostraban la rabia vengándose, con brutalidad física. Las mujeres eran diferentes. Utilizaban formas de crueldad más sutiles o, en la mayoría de los casos, dirigían la rabia hacia sí mismas: no podían hacer daño a nadie y se lo hacían a sí mismas. Kimmy era así. Olivia, no; Candi también era así.
Hasta que llegó Matt.
Tal vez fuera por los años que había pasado en la cárcel. Tal vez, como había dicho, por sus mutuas heridas. Pero Matt era el hombre más bueno que había conocido nunca. No se obsesionaba por tonterías. Vivía el momento. Prestaba atención a las cosas importantes. No se distraía con florituras. Ignoraba lo superfluo y veía lo esencial, y había contribuido a que ella también viera más allá, al menos en su interior.
Matt no veía las cosas malas en ella —¡todavía no!— ergo no existían.
Pero mientras llenaba la maleta, la verdad pura y dura se le hizo evidente. Tras tantos años y tanto disimulo, aún no se había deshecho de la tendencia autodestructiva. ¿Cómo explicar sus actos si no? ¿Por qué había sido tan estúpida de buscar a Candace Potter en la red?
Había provocado unos daños terribles. A Emma, por supuesto. A sí misma, sí, pero lo más importante, al único hombre que había amado en la vida.
¿Por qué había insistido en hurgar en el pasado?
Porque la verdad era que no podía evitarlo. Se puede tener en cuenta todos los argumentos proelección, proadopción y provida y Olivia lo había hecho hasta la saciedad a lo largo de los años, pero había una verdad básica: estar embarazada es el cruce definitivo en el camino. Elijas lo que elijas, siempre dudarás de haber tomado la decisión correcta. Aunque fuera muy joven, aunque le hubiera sido imposible quedarse con el niño, aunque la decisión la tomaran los demás en realidad, no pasaba día sin que Olivia se preguntara sobre un gigantesco «y si».
Ninguna mujer sale intacta de eso.
Llamaron a la puerta.
Olivia esperó. Llamaron otra vez. No había mirilla, así que Olivia se acercó a la ventana, apartó la cortina de encaje y echó un vistazo.
Había dos hombres en la puerta. Uno parecía salido de un catálogo de ropa de deporte. El otro era enorme. Llevaba un traje que no le caía demasiado bien, pero mirándolo bien estaba claro que ningún traje le sentaría bien. Llevaba un corte de pelo militar y no tenía cuello.
El gigante se volvió y la pilló mirando por la ventana. Dio un codazo al otro hombre. El más pequeño también se volvió.
—FBI —dijo el hombre de talla normal—. Desearíamos hablar con usted un momento.
—No tengo nada que decir.
El hombre deportivo se acercó a la ventana.
—No creo que esa sea una actitud prudente, señora Hunter.
—Por favor, si tiene preguntas hable con mi abogado, Ike Kier.
El hombre sonrió.
—Tal vez deberíamos intentarlo de nuevo.
A Olivia no le gustó cómo lo dijo.
—Soy el agente especial jefe Adam Yates de la oficina de Las Vegas de la Agencia Federal de Investigación. Él —señaló al hombretón— es el agente especial Cal Dollinger. Nos gustaría mucho hablar con Olivia Hunter o, si lo prefiere, podemos arrestar a Candace Potter.
A Olivia le fallaron las piernas al oír su antiguo nombre. Una sonrisa se dibujó en la cara de roca del hombretón. Estaba disfrutando.
—Usted decide, señora Hunter.
No tenía alternativa. Estaba atrapada. Tendría que dejarles entrar, tendría que hablar.
—Déjenme ver sus identificaciones, por favor.
El hombretón se acercó al cristal. Olivia tuvo que esforzarse para no retroceder. Él se metió la mano en el bolsillo, sacó la identificación, la apretó bruscamente contra el cristal y la sobresaltó. El otro hombre, el llamado Yates, hizo lo mismo. Las identificaciones parecían legítimas, aunque ella sabía lo fácil que era conseguirlas falsas.
—Pasen su tarjeta por debajo de la puerta. Quiero llamar a su oficina y verificar sus nombres.
El hombretón, Dollinger, se encogió de hombros, sin dejar la sonrisa afectada. Habló por primera vez:
—Por supuesto, Candi.
Olivia tragó saliva. El hombretón buscó una tarjeta en la cartera, y la pasó por debajo de la puerta. No valía la pena llamar por teléfono. La tarjeta tenía un sello en relieve y parecía legítima; además Cal Dollinger, quien, según la tarjeta, era un agente especial de Las Vegas, no había dudado en absoluto.
Olivia abrió la puerta. Adam Yates entró el primero. Cal Dollinger se metió dentro como si se introdujera en una tienda de campaña. Se quedó junto a la puerta, con las manos unidas al frente.
—Hace buen tiempo, ¿no? —comentó Yates.
Y entonces Dollinger cerró la puerta.