46

Matt puso el coche en marcha. Sonya McGrath entró en la casa. Su relación, si es que había existido, había terminado. Era raro pero, a pesar de la sinceridad y de las emociones al descubierto, cualquier cosa fundamentada en tanta miseria estaba condenada al fracaso. Era todo demasiado frágil. Eran sólo dos personas que necesitaban algo que ninguno de los dos podría tener.

Se preguntó si Sonya llamaría a la policía. Se preguntó si tenía importancia.

Por Dios, ir allí había sido una estupidez.

Le dolía mucho. Necesitaba descansar. Pero no tenía tiempo. Tenía que seguir. Controló la aguja del depósito. Estaba casi vacío. Paró en una estación de Shell y utilizó el resto del dinero para repostar.

Durante el trayecto, pensó en la bomba que Olivia le había dejado caer. Al fin y al cabo, por raro o ingenuo que sonara, no estaba seguro de que algo hubiera cambiado. Seguía amando a Olivia. Amaba su forma de fruncir el ceño cuando se miraba al espejo, la sonrisita que se le escapaba cuando pensaba en algo divertido, que levantara los ojos al cielo cuando él hacía una bromita sin gracia, cómo escondía los pies bajo el cuerpo cuando leía, sus resoplidos, como en los dibujos animados, cuando estaba irritada, los ojos que se le llenaban de lágrimas cuando hacían el amor, el corazón que se le aceleraba cuando reía, que lo observara pensando que él no se daba cuenta, la suavidad con que sus ojos se cerraban cuando escuchaba su canción favorita en la radio, la forma de cogerle de la mano en cualquier momento sin vacilar ni avergonzarse, el tacto de su piel, cómo le excitaba su tacto, que enroscara la pierna perezosamente por las mañanas, que apretara el pecho contra su espalda cuando dormía, que le besara en la mejilla y le tapara bien con las mantas cuando se levantaba.

¿Había cambiado algo?

La verdad no era siempre liberadora. El pasado era el pasado. Por ejemplo él no le había hablado de su condena en la cárcel para que conociera al «Matt real» o «para ahondar en su relación». Se lo explicó porque lo habría descubierto algún día de todos modos. No significaba nada. De no habérselo dicho, ¿no sería su relación igual de sólida?

¿O aquello sólo eran puras racionalizaciones?

Se paró en un cajero automático próximo a la casa de Sonya. No tenía más remedio. Necesitaba dinero. Si ella llamaba a la policía, bueno, sabrían que había estado allí de todos modos. Si localizaban la retirada de dinero, tardarían un tiempo en llegar. No quería utilizar la tarjeta de crédito en una gasolinera. Podrían coger la matrícula del coche. Tal como estaban las cosas, si conseguía un poco de dinero y ponía distancia entre él y el cajero, suponía que todo iría bien.

El cajero daba un máximo de mil dólares. Los retiró.

Entonces se puso a pensar en la forma de llegar a Reno.

Loren conducía. Adam Yates iba sentado a su lado.

—Vuelva a explicármelo —dijo él.

—Tengo un informador. Un tal Len Friedman. Hace un año encontramos dos mujeres muertas en un callejón frecuentado por prostitutas, las dos jóvenes, las dos negras, las dos con las manos cortadas para que no pudiéramos identificarlas por las huellas dactilares. Pero una de ellas tenía un tatuaje raro, un logo de la Universidad de Princeton, en la parte interior del muslo.

—¿Princeton?

—Sí.

Él meneó la cabeza.

—En fin, lo hicimos publicar en la prensa. La única persona que se presentó fue ese Len Friedman. Preguntó si también tenía un tatuaje con un pétalo de rosa en el pie derecho. Eso no se había hecho público. Así que nuestro interés, por decirlo suavemente, subió un punto.

—Pensasteis que había sido él.

—Sí, cómo no. Pero resultó que las dos mujeres eran strippers, o como dice Friedman, bailarinas eróticas, en un tugurio llamado Honey Bunny, en Newark. Friedman es un experto en todo lo relacionado con las strippers. Es su afición. Colecciona pósteres, biografías, información personal, nombres reales, tatuajes, marcas de nacimiento, cicatrices, absolutamente todo. Una base de datos completa. Y no sólo de ámbito local. Doy por supuesto que se ha paseado por el Strip de Las Vegas.

—Ya lo creo.

—Entonces conocerá esas tarjetas que anuncian strippers y prostitutas y lo que haga falta.

—Oiga, que yo vivo allí, ¿se acuerda?

Ella asintió.

—Bueno, pues Len Friedman las colecciona. Como si fueran cromos de béisbol. Recoge información a través de ellas. Se pasa semanas viajando por visitar esos lugares. Escribe lo que algunos consideran ensayos académicos sobre el tema. También colecciona material histórico. Tiene un sostén que había pertenecido a Gypsy Rose Lee. Tiene cosas que se remontan a más de un siglo.

Yates hizo una mueca.

—Debe de ser el alma de las fiestas.

Loren sonrió.

—Ni se lo imagina.

—¿Qué significa eso?

—Ya lo verá.

Se quedaron callados.

—Vuelvo a decirle que lo siento. Por lo que le he dicho antes —dijo Yates.

Ella hizo un gesto de despreocupación con la mano.

—¿Cuántos hijos tiene?

—Tres.

—¿Niños o niñas?

—Dos chicas y un chico.

—¿De qué edad?

—Mis hijas tienen diecisiete y dieciséis. Sam tiene catorce.

—Chicas de diecisiete y dieciséis —dijo Loren—. Qué miedo.

Yates sonrió.

—Ni se lo imagina.

—¿Tiene fotos?

—Nunca llevo fotos encima.

—Ah.

Yates se removió en el asiento. Loren le miró por el rabillo del ojo. De repente su postura se había vuelto rígida.

—Hace seis años —empezó—, me robaron la cartera. Ya lo sé, soy el jefe del FBI y tan tonto que me mangan la cartera. Es para matarme. Bueno, me volví loco. No por el dinero o las tarjetas de crédito. En lo único que podía pensar era que un desgraciado de mierda tuviera las fotos de mis hijos. Mis hijos. Probablemente sólo tomó el dinero y tiró la cartera a la basura. Pero pongamos que no lo hiciera. Que se hubiera quedado las fotos. No sé, para divertirse. A lo mejor miraba las fotos con anhelo. A lo mejor incluso les acariciaba la cara con los dedos.

Loren frunció el ceño.

—Hablando de ser la alegría de la huerta.

Yates hizo chasquear la lengua sin humor.

—Bueno, pues por eso nunca llevo fotos encima.

Se desviaron en Northfield Avenue, West Orange. Era un pueblo agradablemente anticuado. La mayoría de los suburbios nuevos tenían un entorno que parecía falso, como un trasplante reciente de cabello. West Orange tenía céspedes bien cuidados y hiedra en las paredes. Los árboles eran altos y recios. Las casas no eran simplonas, de estilo Tudor, con toques nórdicos o mediterráneos. Estaban todas un poco anticuadas, no en las mejores condiciones, pero seguían siendo funcionales.

Había un triciclo en un jardín. Loren aparcó detrás. Había un aro de baloncesto en el patio. Había dos guantes de béisbol sobre la hierba tirados en posición fetal.

—¿Su informador vive aquí? —preguntó Yates.

—Ya se lo he dicho, ni se lo imagina.

Yates se encogió de hombros.

Les abrió la puerta una mujer parecida al figurín de un manual de ama de casa de los sesenta. Llevaba un delantal de cuadros y sonreía de una forma que Loren asociaba al fervor religioso.

—Len está en el estudio, abajo —dijo la mujer.

—Gracias.

—¿Les apetece un café?

—No, no se moleste.

—¡Mamá!

Un chico de unos diez años entró corriendo en la habitación.

—Kevin, tenemos visita.

Kevin sonrió como su madre.

—Soy Kevin Friedman.

Alargó la mano y miró a Loren a los ojos. Su apretón fue firme. Se volvió hacia Yates, que pareció sobresaltarse. También se la estrechó y se presentó.

—Encantado de conocerle —dijo Kevin—. Mamá y yo estamos haciendo pan de plátano. ¿Les apetece un poco?

—Tal vez más tarde —dijo Loren—. Vamos…

—Es por ahí, abajo —dijo ella.

—Gracias.

Abrieron la puerta del sótano. Yates murmuró:

—¿Qué le han hecho a ese niño? Yo no consigo que mis hijos me saluden a mí, imagínese a un desconocido.

Loren sofocó una risa.

—¡Señor Friedman! —gritó.

Apareció el hombre. Los cabellos de Friedman estaban un tono más grisáceo que la última vez que Loren le había visto. Llevaba un jersey azul claro con botones y pantalones de algodón.

—Me alegro de volver a verla, investigadora Muse.

—Lo mismo digo.

—¿Y su amigo?

—Es el agente especial jefe Adam Yates, de Las Vegas.

A Friedman se le iluminaron los ojos al oír el nombre de la ciudad.

—¡Las Vegas! Bienvenido. Venga, siéntense y díganme en qué puedo ayudarles.

Abrió una puerta con una llave. Dentro era el mundo de las strippers. Había fotografías en las paredes. Documentos de toda clase. Bragas y sostenes enmarcados. Boas y abanicos. Había viejos pósteres, uno con Lili St. Cyr, y su «Bubble Bath Dance», otro de Dixie Evans, «The Marilyn Monroe of Burlesque», que actuaba en el Minsky-Adams Theater de Newark. Por un momento Loren y Yates miraron a su alrededor con la boca abierta.

—¿Saben lo que es eso? —Friedman señaló un gran abanico de plumas que tenía en un cubo de cristal, como en un museo.

—¿Un abanico? —preguntó Loren.

Él rio.

—No sólo un abanico. Llamar a esto abanico sería como… —Friedman lo pensó— como llamar a la Declaración de Independencia un pergamino. No, este abanico fue utilizado por la gran Sally Rand en el Paramount Club, en 1932.

Friedman esperó una reacción, pero no obtuvo ninguna.

—Sally Rand inventó la danza del abanico. Lo bailó en la película Bolero de 1934. El abanico está hecho de plumas de avestruz auténticas. ¿Se lo imaginan? ¿Y el látigo? Lo utilizaba Bettie Page. La llamaban la Reina del Fetiche.

—¿Era el apellido de la madre? —Loren no había podido resistirlo.

Friedman frunció el ceño, decepcionado. Loren levantó despacio una mano a modo de disculpa. Friedman suspiró y se acercó al ordenador.

—Supongo que quieren hablar de alguna bailarina erótica de Las Vegas.

—Podría ser —dijo Loren.

Se sentó frente al ordenador y tecleó algo.

—¿Tiene un nombre?

—Candace Potter.

Él les miró.

—¿La víctima de asesinato?

—Sí.

—Pero murió hace diez años.

—Sí, ya lo sabemos.

—Al parecer la mató un hombre llamado Clyde Rangor —empezó Friedman—. Él y su novia, Emma Lemay, tenían mucho ojo para encontrar talentos. Regentaban juntos algunos de los mejores clubes para caballeros, de poca categoría, pero repletos de talentos.

Loren miró de soslayo a Yates, que meneaba la cabeza con asombro o quizá con repugnancia. Era difícil saberlo. Friedman también lo vio.

—Oigan, los hay que se aficionan a las carreras de coches trucados —dijo Friedman encogiéndose de hombros.

—Sí, qué desperdicio —dijo Loren—. ¿Qué más?

—Había muchos rumores siniestros sobre Clyde Rangor y Emma Lemay.

—¿Maltrataban a las chicas?

—Seguro. Tenían relaciones con el hampa. No es raro en ese ramo, por desgracia. Estropea mucho la estética del conjunto, no sé si me entienden.

—Ajá —murmuró Loren.

—Pero incluso entre ladrones hay un cierto código de honor. Ellos lo rompieron a propósito.

—¿De qué manera?

—¿Han visto los nuevos anuncios de Las Vegas? —preguntó Friedman.

—Me parece que no.

—Esos que dicen: «Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas».

—Ah, claro —dijo Loren—. Sí, los he visto.

—Bueno, los clubes para caballeros llevan este lema hasta el fanatismo. Nunca jamás se habla.

—¿Y Rangor y Lemay hablaron?

La cara de Friedman se ensombreció.

—Peor aún…

—Basta —dijo Yates, interrumpiéndole.

Loren miró a Yates con un gesto expresivo de incomprensión.

—Mire —siguió Yates, mirando el reloj—, esto es muy interesante, pero vamos un poco justos de tiempo. ¿Qué puede decirnos concretamente de Candace Potter?

—¿Puedo preguntar algo? —dijo Friedman.

—Adelante.

—Hace mucho tiempo que murió. ¿Ha surgido algo nuevo en el caso?

—Podría ser —dijo Loren.

Friedman se cruzó de brazos y esperó. Loren se arriesgó.

—¿Sabía que Candace Potter podría haber sido —decidió utilizar un término más popular, aunque impreciso— un hermafrodita?

Eso lo impresionó.

—Uau.

—Sí.

—¿Está segura?

—He visto la autopsia.

—¡Espere! —gritó Friedman, como un director de una película antigua gritaría: «¡Parad la máquina!»—. ¿Tiene la autopsia?

—Sí.

Friedman se pasó la lengua por los labios, e intentó no parecer demasiado ansioso.

—¿Puedo conseguir una copia?

—Seguramente puede arreglarse —dijo Loren—. ¿Qué más puede decirnos de ella?

Friedman volvió a teclear en el ordenador.

—La información sobre Candace Potter es incompleta. En general actuaba con el nombre artístico de Candi Cane, que, las cosas claras, es un nombre espantoso para una bailarina exótica. Es demasiado, ¿saben? Demasiado mono. ¿Saben cuál es un buen nombre? Jenna Jameson, por ejemplo. Seguramente han oído hablar de ella. Bueno, Jenna empezó como bailarina, antes de pasarse al porno. Sacó el nombre de Jameson de una botella de whisky irlandés. Tiene más clase. Es más sexy, ya me entienden.

—Claro —dijo Loren, por decir algo.

—Y el único número de Candi tampoco era muy original. Se vestía como un caramelo a rayas y llevaba una gran piruleta. ¿Entienden? ¿Candi Cane? Eso sí es un estereotipo. —Meneó la cabeza como un profesor decepcionado por un alumno aventajado—. Profesionalmente será más recordada por un dúo que hacía con el nombre de Brianna Piccolo.

—¿Brianna Piccolo?

—Sí. Trabajaba con otra bailarina, una afroamericana escultural llamada Kimmy Dale. Kimmy, en el número, se hacía llamar Gayle Sayers.

Loren lo captó. Yates también.

—¿Piccolo y Sayers? Por favor, dígame que es broma.

—No. Brianna y Gayle hacían una especie de danza exótica inspirada en la película La canción de Brian. Gayle decía llorosa: «Quiero a Brianna Piccolo», como Billy Deed en la película. Entonces aparecía Brianna enferma en una cama. Se ayudaban una a otra a desnudarse. Nada de sexo. No se trataba de eso. Era una experiencia artística exótica. Con mucho atractivo para los que tienen gustos interraciales, que, seamos francos, es casi todo el mundo. Creo que era una de las declaraciones políticas más elaboradas del mundo de la danza exótica, una expresión temprana de sensibilidad racial. Nunca vi el número en persona, pero tengo entendido que era un retrato socioeconómico conmovedor…

—Sí, conmovedor, ya lo veo —interrumpió Loren—. ¿Algo más?

—Sí, claro. ¿Qué quiere saber? El número de Sayer-Piccolo solía ser el previo al de la condesa Allison Beth Weiss IV, más conocida como Alteza Judía. Su número, no se lo pierdan, se llamaba «Dile a mamá que es kosher». Habrán oído hablar de él.

El aroma a pan de plátano empezaba a llegar hasta ellos. Era un olor maravilloso, incluso en ese ambiente reductor del apetito. Loren intentó que Friedman se centrara.

—Quiero saber cualquier cosa de Candace Potter. Cualquier cosa que pueda ayudarnos a saber qué le pasó.

Friedman se encogió de hombros.

—Ella y Jimmy Dale no sólo eran compañeras de baile sino también compañeras de cuarto. De hecho, Kimmy Dale pagó el funeral de Candi para que no fuera a parar a una tumba de pobres. Está enterrada en el Holy Mother de Coaldale. Visité su tumba para presentarle mis respetos. Es una experiencia conmovedora.

—Estoy segura. ¿Está al corriente de lo que hacen las bailarinas exóticas cuando dejan el ambiente?

—Por supuesto —dijo él como si Loren hubiera preguntado a un sacerdote si iba a misa—. Suele ser la parte más interesante. Es increíble la variedad de caminos que toman.

—Bien, ¿qué fue de esa Kimmy Dale?

—Sigue en el mundillo. Es una guerrera. Ya no es tan espectacular. Ha ido descendiendo por la barra, si me permiten la bromita fácil. Los días de gloria han acabado. Pero sigue teniendo adeptos. Lo que ha perdido en tono o musculatura, lo compensa con experiencia, digamos. Ahora ya no está en Las Vegas.

—¿Dónde está?

—En Reno, que yo sepa.

—¿Algo más?

—No mucho —dijo Friedman. Pero entonces hizo chasquear los dedos—. Esperen. Tengo algo que enseñarles. Estoy orgulloso de ello.

Esperaron. Len Friedman tenía tres archivadores altos en un rincón. Abrió el segundo cajón del archivador central y empezó a pasar carpetas.

—El número de Piccolo y Sayers. Es una pieza rara y es sólo una reproducción a color de una Polaroid. Me encantaría encontrar más. —Se aclaró la garganta mientras seguía su búsqueda—. ¿Cree que podría conseguir una copia de esa autopsia, investigadora Muse?

—Lo intentaré.

—Sería una gran aportación a mis estudios.

—Estudios. Claro.

—Aquí está.

Sacó una fotografía y la puso sobre la mesa frente a ellos.

Yates la miró y asintió. Se volvió a Loren y vio su expresión.

—¿Qué? —preguntó Yates.

—Investigadora Muse… —añadió Friedman.

«Aquí no —pensó Loren—. Ni una palabra».

Miró fijamente a la difunta Candace Potter alias Candi Cane, alias Brianna Piccolo, alias la víctima de asesinato.

—¿Esta es Candace Potter, seguro? —logró decir.

—Sí.

—¿Seguro?

—Por supuesto.

Yates la miró inquisitivamente. Loren fingió no darse cuenta.

Candace Potter. Si aquella mujer era realmente Candace Potter, no era la víctima de asesinato. No estaba muerta en absoluto. Estaba viva y coleando y vivía en Irvington, Nueva Jersey, con su marido Matt, exconvicto.

Se habían equivocado de medio a medio. Matt Hunter no era el punto de conexión del caso. Por fin las cosas empezaban a cobrar sentido. Porque ahora Candace Potter tenía un nuevo alias.

Era Olivia Hunter.