37
—Fue como un año después de conocerte a ti —dijo Olivia.
Estaba de pie al otro lado de la habitación. Su cara había recuperado el color. La columna más erguida. Era como si, al contárselo todo, estuviera recuperando el valor. Por su parte, Matt intentaba no analizarlo todavía. Sólo quería absorberlo.
—Tenía dieciocho años, pero ya llevaba dos en Las Vegas. La mayoría de las chicas vivíamos en caravanas bastante viejas. El director del club, un hombre malvado llamado Clyde Rangor, que tenía un terreno un kilómetro y medio más abajo, en la misma carretera. Puso una verja metálica, compró tres o cuatro caravanas de las más desvencijadas que puedas haber visto en tu vida y allí vivíamos. Las chicas iban y venían, pero en esa época yo compartía la caravana con otras dos. Una era nueva, una chica llamada Cassandra Meadows. Tenía dieciséis o diecisiete años. La otra se llamaba Kimmy Dale. Kimmy no estaba ese día. De vez en cuando Clyde nos mandaba de gira. Hacíamos el número en algún pueblo, dos o tres veces al día. Era dinero fácil para él. Buenas propinas para nosotras, aunque Clyde se lo quedaba casi todo.
Matt necesitaba orientarse un poco pero no sabía cómo.
—Cuando empezaste con eso, ¿cuántos años tenías? —preguntó.
—Dieciséis.
Matt intentó no cerrar los ojos.
—No entiendo cómo funcionaba.
—Clyde estaba bien relacionado. No sé muy bien cómo, pero cogían a chicas problemáticas de casas de acogida, en Idaho.
—¿Eras de allí?
Ella asintió.
—También tenían contactos en otros estados. Oklahoma. Cassandra era de Kansas, creo. Básicamente mandaban a las chicas al local de Clyde. Les daban documentos falsos y las ponían a trabajar. No era difícil. Los dos sabemos que nadie se preocupa mucho por los pobres. Los niños al menos despiertan simpatía. Nosotras éramos adolescentes problemáticas. No teníamos a nadie.
—De acuerdo, continúa —dijo Matt.
—Clyde tenía una novia llamada Emma Lemay. Emma era una figura maternal para todas las chicas. Parecerá raro, pero si tienes en cuenta lo que habíamos pasado, casi te lo hacía creer. Clyde le pegaba unas palizas terribles. En cuanto se le acercaba, Emma se estremecía. Entonces no me daba cuenta, pero aquella victimización… hizo que nos uniera, supongo. A Kimmy y a mí nos gustaba. Siempre hablábamos del día en que nos largaríamos, no hablábamos de otra cosa. Les conté a ella y a Kimmy que te había conocido. Lo que había significado aquella noche para mí. Me escuchaban. Todas sabíamos que no pasaría nunca nada, pero me escuchaban de todos modos.
Se oyó un ruido fuera de la habitación. Un gritito. Olivia se volvió hacia la puerta.
—Es Ethan —dijo Matt.
—¿Le pasa a menudo?
—Sí.
Esperaron. La casa quedó en silencio otra vez.
—Un día no me encontraba bien —dijo Olivia. Su voz había vuelto a adoptar el tono distante y monótono—. No solían darte noches libres, pero aquel día estaba tan mareada que no me tenía en pie, y, bueno, las chicas que vomitan en el escenario no son buenas para el negocio. Como Clyde y Emma no estaban, le pregunté al guardia de la puerta. Me dijo que podía marcharme. Así que volví al Corral, que es como llamábamos a la zona de caravanas. Eran sobre las tres de la tarde. El sol seguía pegando fuerte. Notaba que se me quemaba la piel.
Olivia sonrió cansadamente.
—¿Sabes una cosa curiosa? Bueno, en fin, todo es bastante raro, pero ¿sabes lo que me abruma?
—¿Qué?
—Los grados. No los grados de temperatura sino los grados que lo cambian todo. Los pequeños «y si» que se convierten en grandes. Tú lo sabes mejor que nadie. Si tú hubieras vuelto directamente a Bowdoin. Si Duff no hubiera vertido la cerveza. Ya sabes.
—Sí.
—Es lo mismo en mi caso. Si no me hubiera encontrado mal. Si hubiera bailado como hacía cada día. Claro que en mi caso, en fin, supongo que diferentes personas dirían diferentes cosas. Pero yo diría que mis «y si» me salvaron la vida.
Estaba de pie junto a la puerta. Miró la manilla como si deseara huir.
—¿Qué pasó cuando volviste al Corral? —preguntó Matt.
—El lugar estaba vacío —dijo Olivia—. Casi todas las chicas estaban en el club o en la ciudad. Normalmente terminábamos sobre las tres de la madrugada y dormíamos hasta mediodía. El Corral era tan deprimente que nos largábamos de allí en cuanto podíamos. Así que cuando volví, estaba en silencio. Abrí la puerta de mi caravana y lo primero que vi fue sangre en el suelo.
Matt la observaba atentamente. La respiración de Olivia se había hecho más profunda, pero su cara seguía tranquila, impávida.
—Llamé. Fue una tontería, supongo. Probablemente debería haber huido. No lo sé. Otro «y si», ¿no? Entonces eché un vistazo. Las caravanas tenían dos habitaciones, pero estaban dispuestas al revés, de modo que se entraba por el dormitorio, donde dormíamos las tres. Yo tenía la litera de abajo. La de Kimmy era la de arriba. Cassandra, la nueva, tenía su cama enfrente. Kimmy era muy pulcra. Siempre se metía con nosotras porque no recogíamos. Decía que nuestra vida podía ser una basura, pero que no hacía falta vivir en un basurero.
»En fin, el sitio estaba patas arriba. Todos los cajones fuera, la ropa tirada. Y cerca de la cama de Cassandra, adonde conducía el rastro de sangre, vi dos piernas en el suelo. Corrí y me paré en seco.
Olivia le miró directamente a los ojos.
—Cassandra estaba muerta. No necesité tomarle el pulso. Su cuerpo estaba de lado, casi en posición fetal. Los dos ojos abiertos, mirando a la pared. Tenía la cara púrpura e hinchada. Con quemaduras de cigarrillos en los brazos. Todavía tenía las manos atadas con cinta adhesiva a la espalda. Acuérdate, Matt, que tenía dieciocho años. Me sentí mayor y parecía mayor. Tenía mucha experiencia de la vida. Pero piensa en esto: estaba de pie mirando un cadáver, estaba paralizada, no podía moverme. Incluso ni al oír ruidos procedentes de la otra habitación y los gritos de Emma: «¡Clyde, no!».
Se calló, cerró los ojos y soltó un bufido.
—Me volví justo a tiempo de ver un puño que se dirigía a mí. No tuve tiempo de reaccionar. Clyde no me apuntó de lado, me dio de lleno en la nariz. Incluso oí el crujido más de lo que llegué a sentirlo. La cabeza se me fue hacia atrás y caí sobre Cassandra; probablemente esa fue la peor parte. Caer sobre su cadáver. Tenía la piel pegajosa. Intenté apartarme de ella. Me chorreaba la sangre hasta la boca.
Olivia calló, aspiró aire, intentó controlar la respiración. Matt no se había sentido tan incompetente en su vida. No se movió, no dijo nada. Dejó que ella recobrara la compostura.
—Clyde se echó encima de mí. Su cara… bueno, normalmente siempre tenía una sonrisa de suficiencia. Le había visto pegarle un revés a Emma Lemay miles de veces. Sé que te parecerá raro. ¿Por qué no reaccionábamos? ¿Por qué no hacíamos algo? Pero es que sus palizas no eran algo nuevo para nosotras. Eran lo normal. Tienes que entenderlo. Era lo único que conocíamos.
Matt asintió, aunque le pareciera totalmente inadecuado, pero comprendía el razonamiento. Las cárceles están repletas de este tipo de racionalizaciones: no era tanto que hicieras algo horrible sino que lo horrible era la costumbre.
—En fin —siguió Olivia—, la sonrisita había desaparecido. Si crees que las serpientes de cascabel dan miedo, es que no conocías a Clyde Rangor. Pero, entonces, encima de mí, parecía aterrado. Respiraba con dificultad. Tenía sangre en la camisa. Detrás de él, no lo olvidaré nunca, estaba Emma de pie con la cabeza baja. Allí estaba yo, sangrando y herida, y detrás del psicópata, con los puños cerrados, otra de sus víctima. Su auténtica víctima, supongo.
»“¿Dónde está la cinta?”, me preguntó Clyde. Yo no tenía ni idea de lo que decía. Me pisoteó con todas sus fuerzas. Aullé de dolor. Entonces Clyde gritó: “¿Estás jugando conmigo, puta? ¿Dónde está?”.
»Intenté alejarme de él, pero tropecé con un rincón. Clyde le pegó una patada al cuerpo de Cassandra para sacarlo de en medio y me siguió. Estaba atrapada. Oí la voz de Emma en la distancia, débil como la de un corderito: “No lo hagas, Clyde. Por favor”. Sin dejar de mirarme, Clyde le pegó. Descargó todo el peso de su cuerpo en el golpe. El revés de la mano le abrió la mejilla a Emma. Ella se tambaleó hacia atrás y dejé de verla. Pero para mí fue suficiente. La distracción me dio la posibilidad de actuar. Estiré la pierna y le di una patada en el punto justo por debajo de la rodilla. Las piernas de Clyde vacilaron. Me puse de pie y salté sobre la cama. Tenía un objetivo muy claro. Kimmy guardaba una pistola en su habitación. No me gustaba, pero si crees que yo había tenido una vida dura, lo de Kimmy había sido peor. Por eso siempre iba armada. Tenía dos pistolas. Guardaba un minirrevólver, un veintidós en la bota. Incluso en escena. Y Kimmy tenía otra arma debajo del colchón.
Olivia se calló y le sonrió.
—¿Qué? —dijo Matt.
—Como tú.
—¿A qué te refieres?
—¿Crees que no sé lo de tu pistola?
Matt la había olvidado por completo. Se palpó los pantalones. Se los habían quitado en el hospital. Olivia abrió tranquilamente su bolso.
—Toma —dijo.
Le alargó la pistola.
—No quería que la policía la encontrara y les llevara hasta ti.
—Gracias —dijo Matt tontamente.
Miró la pistola y se la guardó.
—¿Por qué la guardas? —preguntó ella.
—No lo sé.
—Creo que Kimmy tampoco lo sabía. Pero allí estaba. Y cuando Clyde cayó, me lancé a por ella. No tenía mucho tiempo. Mi patada no había incapacitado a Clyde, sólo me concedía unos segundos. Metí la mano bajo el colchón de la litera de arriba. Oí que gritaba: «Puta asquerosa, te voy a matar». No tenía ninguna duda de que lo haría. Había visto a Cassandra. Había visto la cara de Clyde. Si me agarraba, si yo no conseguía la pistola, estaba muerta.
Olivia tenía la mirada perdida, y levantaba la mano como si volviera a estar en aquella caravana, buscando la pistola.
—Tenía la mano debajo del colchón. Casi podía sentir su aliento en la nuca. Pero no lograba encontrar la pistola. Clyde me agarró del pelo. Empezaba a tirar de él cuando mis dedos tocaron el metal. Alargué la mano con todas mis fuerzas mientras él tiraba de mí. La pistola salió conmigo. Clyde la vio. Yo no la tenía bien agarrada. Apretaba la culata con el pulgar y el índice. Intenté meter el dedo en el gatillo. Pero tenía a Clyde encima. Me agarró la muñeca. Intenté sacudírmelo. Era demasiado fuerte. Pero no la solté. Resistí. Entonces me clavó el pulgar en la piel. Clyde llevaba las uñas larguísimas y afiladas. ¿Ves esto?
Olivia cerró un puño y lo dobló para que Matt viera la cicatriz de media luna blanquecina que tenía en la parte interior de la muñeca. Matt ya la había visto. Hacía tiempo le había dicho que se la había hecho cayendo de un caballo.
—Me lo hizo Clyde Rangor. Me clavó tan fuerte la uña que me hizo sangre. Dejé caer la pistola. Todavía me tenía cogida por el pelo. Me tiró sobre la cama y subió encima de mí. Me agarró el cuello y empezó a apretar. Estaba llorando. Eso es lo que recuerdo. Clyde me estaba estrangulando y estaba llorando. No porque le diera pena ni nada de eso. Estaba asustado. Me estaba ahogando y le oía suplicar: «Dime dónde está. Dime dónde está…».
Olivia se llevó una mano a la garganta.
—Me resistí. Pataleé, me revolví, pero notaba que me estaba quedando sin energía. Ya no me quedaba aire. Sentía su pulgar apretándome la garganta. Me estaba muriendo. Y entonces oí la pistola.
Dejó caer la mano a un lado. El reloj antiguo del comedor, un regalo de boda de Bernie y Marsha, empezó a sonar. Olivia esperó, lo dejó terminar.
—No era un arma ruidosa. Fue más bien como el crac de un bate. Supongo que eso es porque era un veintidós. No lo sé. Por un segundo, el apretón de Clyde se estrechó más aún. Su cara expresó más sorpresa que dolor. Me soltó. Empecé a jadear, a respirar. Rodé hacia un lado, intentando introducir aire en mis pulmones. Emma Lemay estaba de pie detrás. Le apuntaba con el arma y era como si todos esos años de abuso, todas esas palizas, se hubieran desbordado. No se acobardó. No bajó la cabeza. Clyde avanzó hacia ella, rabioso, y ella volvió a apuntarle, en la cara. Apretó el gatillo una vez más y Clyde Rangor cayó, muerto.