34
—No la he acusado de nada —dijo Loren.
Cingle se cruzó de brazos.
—No hagamos juegos semánticos, ¿vale? He pedido un abogado. La entrevista ha terminado. El final. El fin.
—Si usted lo dice.
—Lo digo. Tráigame un teléfono, por favor.
—Tiene derecho a llamar a un abogado.
—A un abogado es a quien pienso llamar.
Loren se lo pensó. No quería que Cingle advirtiera a Hunter.
—¿Le importa que yo marque el número?
—Como guste —dijo Cingle—. Pero necesitaré una guía.
—¿No se sabe el número de su abogado de memoria?
—No, lo siento.
Tardaron cinco minutos más. Loren marcó y le pasó el teléfono. Ya comprobaría el registro de llamadas más tarde, para asegurarse de que no hacía otra llamada. Apagó el micrófono y se fue a la sala de control. Cingle, consciente de la cámara, se volvió de espaldas a la lente, por si acaso alguien podía leer los labios.
Loren se puso a hacer llamadas. Primero llamó al policía que hacía guardia frente a la casa de Irvington. Le informó de que Matt y Olivia Hunter no habían regresado a casa. Aquello no era una buena noticia. Empezó una búsqueda discreta porque no quería despertar muchas alarmas todavía.
Necesitaría una citación para las transacciones recientes de las tarjetas de crédito de Matt y Olivia, y pasarlas por el banco de datos de informes de crédito. Si habían huido, probablemente necesitarían sacar dinero de un cajero o registrarse en un motel, algo.
Por la pantalla de control, Loren vio que Cingle había terminado de hablar por teléfono. Cingle levantó el teléfono hacia la cámara y le indicó con un gesto que encendiera el interruptor del audio. Loren lo apretó.
—¿Sí?
—Mi abogado ya viene —dijo Cingle.
—Quédese ahí.
Loren apagó el intercomunicador. Se recostó en la silla. Empezaba a acusar el agotamiento. Estaba llegando al límite. Necesitaba cerrar los ojos un momento o su cerebro empezaría a jugarle malas pasadas. El abogado de Cingle tardaría al menos media hora en llegar. Cruzó los brazos, apoyó los pies sobre la mesa y cerró los ojos, esperando dormir sólo unos minutos, sólo hasta que apareciera el abogado.
Sonó su móvil. Se sobresaltó y contestó.
Era Ed Steinberg.
—Eh.
—Eh —contestó ella a duras penas.
—¿Está hablando la detective?
—Todavía no. Está esperando a su abogado.
—Deja que espere, pues. Que esperen los dos.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Los federales, Loren.
—¿Qué pasa?
—Vamos a reunimos con ellos dentro de una hora.
—¿Con quién?
—Joan Thurston.
Eso la hizo bajar los pies al suelo.
—¿La abogada general de Estados Unidos en persona?
—La misma. Y unos altos cargos del FBI de Nevada. Nos reuniremos con ellos en el despacho de Thurston para hablar de tu falsa monja.
Loren miró el reloj.
—Son las cuatro de la madrugada.
—Gracias por decirme la hora.
—Me sorprende que hayas llamado a Thurston tan temprano.
—No he sido yo —dijo Steinberg—. Ella me ha llamado.
Cuando Ed Steinberg llegó, miró a Loren y meneó la cabeza. Tenía el pelo encrespado por la humedad. El sudor se había secado, pero seguía teniendo un aspecto horrible.
—Te pareces a algo que dejé una vez abandonado en el fondo de mi taquilla del gimnasio —dijo Steinberg.
—Muy halagador, gracias.
Gesticuló con las dos manos mirándola.
—¿No podrías…, no sé, hacer algo con tu pelo?
—¿Qué pasa? ¿Esto es un club de solteros?
—Está claro que no.
El trayecto desde la oficina del fiscal a la de la abogada general de Estados Unidos era de tres manzanas. Entraron por el garaje subterráneo privado y bien custodiado. Había muy pocos coches a esa hora. El ascensor los dejó en el séptimo piso. Las letras grabadas en el cristal decían:
ABOGADO GENERAL DE ESTADOS UNIDOS
DISTRITO DE NUEVA JERSEY
JOAN THURSTON
ABOGADO GENERAL DE ESTADOS UNIDOS
Steinberg señaló la línea superior y después la inferior.
—¿No es un poco redundante?
A pesar del poder que tenía aquella oficina, la sala de espera era de estilo Dentista Americano Temprano. La alfombra estaba deshilachada. El mobiliario no era ni actual ni funcional. Había una docena de números diferentes de Sports Illustrated sobre la mesa y nada más. Las paredes pedían a gritos una mano de pintura. Estaban manchadas y vacías, exceptuando las fotografías de antiguos abogados generales de Estados Unidos, una lección encomiable sobre lo que nadie se debe poner y cómo no se debe posar cuando te sacan una foto para la posteridad.
No había recepcionista haciendo guardia a esas horas. Llamaron y les abrieron la puerta del despacho interior. Dentro era mucho más bonito, una sensación y una decoración totalmente distintas, como si se hubiera atravesado una pared hacia Diagon Alley.
Doblaron a la derecha y se dirigieron al despacho del rincón. Un hombre —un hombre enorme— estaba de pie en el pasillo. Tenía el pelo cortado al uno y el ceño fruncido. Estaba absolutamente quieto y parecía que pudiera servir de pista de squash. Steinberg alargó la mano.
—Hola, soy Ed Steinberg, fiscal del condado.
Pista de Squash le estrechó la mano pero no parecía contento de hacerlo.
—Cal Dollinger, FBI. Les esperan.
Ese fue el final de la conversación. Cal Dollinger se quedó en su sitio. Doblaron la esquina. Joan Thurston les recibió en la puerta.
A pesar de lo temprano de la hora, la abogada de Estados Unidos Joan Thurston estaba resplandeciente, con un traje gris oscuro que parecía haber sido cortado por los dioses. Thurston tenía cuarenta y tantos años y, en opinión de Loren, era demasiado atractiva. Tenía el pelo de color castaño rojizo, los hombros anchos, la cintura estrecha. Tenía dos hijos preadolescentes. Su marido trabajaba en Morgan Stanley, en Manhattan. Vivían en el lujoso Short Hills y tenían una casa de vacaciones en Long Beach Island.
En resumen: Joan Thurston era lo que Loren quería ser cuando fuera mayor.
—Buenos días —dijo Thurston, que se sentía rara porque al otro lado de la ventana, el cielo seguía siendo totalmente negro.
Estrechó la mano de Loren con firmeza, y la miró a los ojos suavizándolo con una sonrisa. Abrazó a Steinberg y le dio un beso en la mejilla.
—Os presento a Adam Yates. Es el agente especial responsable de la oficina de Las Vegas del FBI.
Adam Yates llevaba unos pantalones de algodón recién planchados y una camisa rosa brillante que podía ser la norma en Worth Avenue de Palm Beach, pero no en Broad Street de Newark. Llevaba mocasines sin calcetines y cruzaba las piernas con excesiva informalidad. Desprendía un aire a Viejo Mundo, a pionero, con sus cabellos rubios ceniza que empezaban a escasear, los pómulos altos y los ojos de un azul tan claro que Loren se preguntó si usaría lentes de contacto. Su colonia olía a hierba recién cortada. A Loren le gustó.
—Por favor, sentaos —dijo Thurston.
Thurston tenía un espacioso despacho esquinado. En una pared —la pared menos evidente— había una variedad de diplomas y premios. Estaban puestos en un lugar apartado, como si dijeran: «Bueno, tengo que ponerlos, pero no me gusta hacer ostentación». El resto del despacho era personal. Tenía fotos de sus hijos y de su marido, todos ellos —qué sorpresa— guapísimos. Hasta el perro. Había una guitarra blanca autografiada por Bruce Springsteen colgando sobre su cabeza. En la estantería se veía el habitual surtido de libros de leyes, junto con pelotas de béisbol y fútbol autografiadas. Todas de equipos locales, por supuesto. Joan Thurston no tenía fotografías de sí misma, ni recortes de periódico, ni premios en forma de bloques de resina acrílica a la vista.
Loren se sentó cuidadosamente. Tenía la costumbre de sentarse sobre los talones para subir unos centímetros, pero había leído en un libro de autoayuda para ejecutivas cómo saboteaban las mujeres sus propias carreras y una de las normas decía que una mujer nunca debía sentarse sobre los talones. Parecía poco profesional. Generalmente Loren se olvidaba de esa norma. Por algún motivo ver a Joan Thurston le había hecho recordarla.
Thurston fue a medio sentarse, medio apoyarse, en la parte frontal de su escritorio. Cruzó los brazos y concentró su atención en Loren.
—Cuéntame lo que tenemos por ahora.
Loren miró a Ed Steinberg. Él asintió.
—Tenemos tres muertos. El primero, bueno, no sabemos su nombre real. Por eso estamos aquí.
—¿Esa sería la hermana Mary Rose? —preguntó Thurston.
—Sí.
—¿Cómo te metiste en el caso?
—Disculpe.
—Tengo entendido que al principio la muerte se atribuyó a causas naturales —dijo Thurston—. ¿Qué te hizo seguir investigando?
Steinberg se encargó de contestar.
—La madre superiora pidió específicamente que se encargara la investigadora Muse.
—¿Por qué?
—Loren fue alumna de St. Margaret’s.
—Eso lo comprendo, pero ¿qué hizo que esa madre superiora…? ¿Cómo se llama?
—Madre Katherine —dijo Loren.
—Madre Katherine, bien. ¿Qué le hizo sospechar que había algo raro?
—No creo que sospechara nada —dijo Loren—. Cuando la madre Katherine encontró el cuerpo de la hermana Mary Rose, intentó reanimarla con compresiones de tórax y descubrió que llevaba implantes mamarios. Eso no se ajustaba a la historia de la hermana Mary Rose.
—¿Y acudió a ti para descubrir qué pasaba?
—Algo así, sí.
Thurston asintió.
—¿Y el segundo cadáver?
—Max Darrow. Era un agente de policía retirado de Las Vegas que residía actualmente en la zona de Reno.
Todos miraron a Adam Yates. Él permaneció inmóvil. O sea que jugarían así, pensó Loren. Ellos charlarían y quizá, sólo quizá, los federales les obsequiarían con un insignificante regalito.
Thurston preguntó:
—¿Cómo relacionó a Max Darrow con la hermana Mary Rose?
—Las huellas —dijo Loren—. Las huellas de Darrow se hallaron en la habitación de la monja.
—¿Algo más?
—Hallaron a Darrow muerto en su coche. Dos tiros a quemarropa. Tenía los pantalones bajados hasta los tobillos. Creemos que el asesino intentó hacer que pareciera que le había atracado una prostituta.
—Bien, ya entraremos en detalles más tarde —dijo Thurston—. Dinos qué relación tiene Max Darrow con la tercera víctima.
—La tercera víctima es Charles Talley. Primero, tanto Talley como Darrow vivían en la zona de Reno. Segundo, los dos se alojaban en el Howard Johnson’s, cerca del aeropuerto de Newark. Sus habitaciones eran contiguas.
—¿Y allí es donde encontraste el cadáver de Talley? ¿En el hotel?
—Yo no. Un portero de noche lo encontró en la escalera. Le habían pegado dos tiros.
—¿Como a Darrow?
—Más o menos, sí.
—¿Hora de la muerte?
—Todavía lo están precisando, pero entre las once y las dos de esta noche. La escalera no tenía aire acondicionado, ni ventanas, ni ventilación, debía estar a treinta y cinco grados.
—Por eso la investigadora Muse está como está —dijo Steinberg, haciendo un gesto con las dos manos como si presentara un premio en mal estado—. Por estar en esa sauna.
Loren le lanzó una mirada fulminante e intentó contenerse y no alisarse el pelo.
—El calor hace más difícil que nuestro médico forense precise un margen de tiempo más ajustado.
—¿Qué más? —preguntó Thurston.
Loren vaciló. Se imaginaba que Thurston y Yates probablemente sabían —o al menos podían haber sabido con facilidad— casi todo lo que les había dicho. Por ahora, sólo se había tratado de ponerse al día. Lo único que quedaba en realidad —todo lo que tenía que probablemente ellos no tenían— era Matt Hunter.
Steinberg levantó una mano.
—¿Puedo hacer una sugerencia?
Thurston se volvió hacia él.
—Claro, Ed.
—No quiero que haya complicaciones jurisdiccionales en este caso.
—Nosotros tampoco.
—¿Por qué no unimos nuestros recursos? Comunicación totalmente abierta por ambas partes. Les decimos lo que sabemos, nos dicen lo que saben. Nada de secretos.
Thurston miró a Yates. Adam Yates se aclaró la garganta y dijo.
—Nos parece bien.
—¿Conocen la identidad real de la hermana Mary Rose? —preguntó Steinberg.
Yates asintió.
—La conocemos, sí.
Loren esperó. Yates se tomó su tiempo. Descruzó las piernas y tiró de la parte frontal de la camisa como si necesitara aire.
—Su monja…, bueno, está muy lejos de ser una monja, créanme, se llamaba Emma Lemay —dijo Yates.
El nombre no significaba nada para Loren. Miró a Steinberg. Él tampoco había reaccionado con el nombre.
Yates continuó:
—Emma Lemay y su socio, un cretino llamado Clyde Rangor, desaparecieron de Las Vegas hace diez años. Realizamos una masiva búsqueda de ambos y no conseguimos nada. Un día estaban aquí, al siguiente, puf, habían desaparecido.
—¿Cómo se enteró de que habíamos encontrado el cadáver de Lemay? —preguntó Steinberg.
—La Lockwood Corporation tenía sus implantes de silicona registrados. Actualmente el Centro de Información Nacional del Crimen introduce todo lo que puede en su base de datos. Huellas, evidentemente. ADN y descripciones, todo eso ya hace tiempo que se introduce. Pero ahora estamos trabajando en una base de datos nacional de aparatos médicos, toda clase de prótesis, implantes quirúrgicos, bolsas de colostomía, marcapasos, más que nada para contribuir a identificar a desconocidos. Contando con el número de modelo, se introduce en el sistema. Es nuevo y muy experimental. Lo estamos probando con un grupo selecto de personas que deseamos localizar.
—Y a esa Emma Lemay —dijo Loren—. ¿Deseaban localizarla?
Yates sonrió agradablemente.
—Oh, sí.
—¿Por qué? —preguntó Loren.
—Hace diez años Lemay y Rangor aceptaron delatar a un tipo llamado Tom Pelambreras Busher, un cabrón sin remedio, chantajista y corrupto.
—¿Pelambreras?
—Así es como le llaman, aunque no a la cara. Es su mote desde hace años, en realidad. Tenía la costumbre de peinarse todo el pelo hacia un lado para tapar la calva. Pero el pelo no paraba de crecer. Y ahora se lo enrolla una y otra vez, y parece que lleve un tortel en la cabeza.
Yates soltó una risita. Nadie le secundó.
—Nos hablabas de Lemay y Rangor —intervino Thurston.
—Bien. El caso es que arrestamos a Lemay y Rangor con cargos graves por drogas, les presionamos a lo bestia, y por primera vez, teníamos a alguien dentro para espiar. Clyde Rangor y Pelambreras eran primos. Empezaron a trabajar para nosotros, grabando conversaciones, recogiendo pruebas. Y entonces… —Yates se encogió de hombros.
—¿Qué cree que pasó?
—Lo más probable es que Pelambreras se enterara del arreglo y los matara. Pero nunca lo creímos.
—¿Por qué no?
—Porque había pruebas, muchas, en realidad, de que Pelambreras seguía buscando también a Lemay y Rangor. Con más intensidad que nosotros incluso. Durante un tiempo fue como una carrera, a ver quién les encontraba primero. En vista de que no aparecían, bueno, pensamos que habíamos perdido la carrera.
—Ese Pelambreras. ¿Sigue libre?
—Sí.
—¿Y Clyde Rangor qué?
—No tenemos ni idea de donde está. —Yates se movió en la silla—. Clyde Rangor era un pirado de categoría. Regentaba un par de clubes de strippers para Pelambreras y tenía fama de celebrar sesiones… digamos que duras, de vez en cuando.
—¿Cómo de duras?
Yates juntó las manos y las dejó sobre el regazo.
—Sospechamos que alguna de las chicas no se recuperó.
—Cuando dice que no se recuperó…
—Una terminó en estado catatónico. Otra, la última, creemos que acabó muerta.
Loren hizo una mueca.
—¿Y estaban haciendo un trato con ese tipo?
—¿Por qué? ¿Preferiría que buscáramos a alguien más simpático? —soltó Yates.
—Pues…
—¿Es necesario que le explique cómo funcionan los tratos, investigadora Muse?
Steinberg intervino.
—En absoluto.
—No pretendía insinuar… —Loren se calló, con la cara roja, molesta consigo misma por comportarse como una aficionada—. Siga.
—¿Qué más puedo decir? No sabemos dónde está Clyde Rangor, pero creemos que puede proporcionarnos información valiosa, y quizás ayudarnos a coger a Pelambreras.
—¿Qué sabe de Charles Talley y del detective Max Darrow? ¿Tiene idea de cuál es su papel?
—Charles Talley es un matón con antecedentes por brutalidad. Controlaba a algunas de las chicas de los clubes, las tenía a raya, que no robaran, que compartieran sus… sus propinas con la casa. Lo último que supe de él es que trabajaba en un tugurio de Reno llamado Eager Beaver. Lo que podemos imaginar es que a Talley lo contrataron para matar a Emma Lemay.
—¿El tal Pelambreras?
—Sí. Nuestra teoría es que, de algún modo, Pelambreras descubrió que Emma Lemay se hacía pasar por esa hermana Mary Rose. Mandó a Talley hasta aquí para matarla.
—¿Y Max Darrow? —preguntó Loren—. Sabemos que estuvo en la habitación de Lemay. ¿Cuál es su papel?
Yates descruzó las piernas y se incorporó un poco.
—Para empezar, creemos que Darrow, aunque hubiera sido un poli bastante bueno, podría ser corrupto.
Se calló y se aclaró la garganta.
—Y para acabar —instó Loren.
Yates respiró hondo.
—Bueno, Max Darrow… —Miró a Thurston. Ella no asintió ni se movió, pero Loren tuvo la impresión de que, como había hecho ella con Steinberg, Yates le pedía el visto bueno—. Digamos que Max Darrow está relacionado con este caso de otra manera.
Esperaron. Pasaron varios segundos. Finalmente Loren dijo:
—¿Cómo?
Yates se frotó la cara con ambas manos, y de repente parecía exhausto.
—Antes ya he dicho que Clyde Rangor era un poco bruto.
Loren asintió.
—Y que creemos que mató a su última víctima.
—Sí.
—La víctima era una stripper de poca monta y probablemente prostituta, llamada… un momento, lo tengo aquí… —Yates sacó una libretita de piel del bolsillo de atrás, se mojó el dedo y pasó unas páginas— llamada Candace Potter, alias Candi Cane. —Cerró la libreta de golpe—. Emma Lemay y Clyde Rangor desaparecieron poco después de que se hallara el cadáver.
—¿Y eso qué tiene que ver con Darrow?
—Max Darrow era el detective de homicidios que se encargó del caso.
Todos quedaron callados.
—Espere un momento —empezó Ed Steinberg—. Veamos: el tal Clyde Rangor asesina a una stripper. A Darrow le toca el caso. Unos días después Rangor y su novia, Lemay, desaparecen. ¿Y ahora, diez años después, encontramos las huellas de Darrow en la escena del crimen de Emma Lemay?
—En resumen es más o menos así, sí.
Hubo otro silencio. Loren intentó digerirlo.
—Lo importante es esto —siguió Yates, echándose hacia delante—. Si Emma Lemay seguía teniendo en su poder materiales pertinentes en este caso, o si dejó información sobre el paradero de Clyde Rangor, creemos que la investigadora Muse es la que está en mejor posición para descubrirlo.
—¿Yo?
Yates se dirigió a ella.
—Tiene una relación con sus compañeras. Lemay vivió con el mismo grupo de monjas siete años. La madre superiora es evidente que confía en usted. Necesitamos que se concentre en este ángulo, en descubrir qué sabía o qué tenía Lemay.
Steinberg miró a Loren y se encogió de hombros. Joan Thurston dio la vuelta a su mesa. Abrió una mininevera.
—¿Alguien quiere beber algo? —preguntó.
Nadie contestó. Thurston se encogió de hombros, cogió una botella y la agitó.
—¿Tú tampoco, Adam? ¿Te apetece algo?
—Agua.
Ella le lanzó una botella.
—¿Ed? ¿Loren?
Los dos negaron con la cabeza. Joan Thurston destapó la botella y tomó un largo sorbo. Volvió a situarse frente a la mesa.
—Bien, ya está bien de charla —dijo Thurston—. ¿Qué más has descubierto, Loren?
Loren. Ya la llamaba Loren. De nuevo miró a Steinberg. De nuevo él asintió.
—Hemos descubierto varias conexiones entre todo esto y un exconvicto llamado Matt Hunter —dijo Loren.
Thurston entornó los ojos.
—¿Por qué me suena ese nombre?
—Es de aquí, de Livingston. Su caso salió en la prensa hace años. Se metió en una pelea en una fiesta de la universidad…
—Ah, sí, me acuerdo —interrumpió Thurston—. Conocí a su hermano, Bernie. Un buen abogado, que murió demasiado joven. Creo que Bernie le consiguió un empleo en Carter Sturgis cuando salió de la cárcel.
—Matt Hunter sigue trabajando allí.
—¿Y está metido en esto?
—Hay conexiones.
—¿Como cuál?
Les habló de la llamada de teléfono desde St. Margaret’s a la residencia de Marsha Hunter. No parecieron muy impresionados. Cuando Loren empezó a contarles lo que había descubierto aquella misma noche, que Matt Hunter, con toda probabilidad, se había peleado con Charles Talley en el Howard Johnson’s, se animaron. Por primera vez Yates empezó a tomar notas en su libretita de piel.
Cuando acabó, Thurston preguntó:
—¿Qué deduces de esto, Loren?
—¿Sinceramente? No tengo ni idea.
—Deberíamos investigar el tiempo que pasó ese Hunter en la cárcel —dijo Yates—. Sabemos que Talley también estuvo encerrado. Tal vez se conocieron allí. O quizás Hunter se relacionara con gente de Pelambreras.
—Sí —dijo Thurston—. ¿Podría ser que Hunter estuviera atando los cabos sueltos para Pelambreras?
Loren no dijo nada.
—¿No estás de acuerdo, Loren?
—No lo sé.
—¿Cuál es el problema?
—Puede que les parezca muy ingenuo, pero no creo que Matt Hunter trabaje como asesino a sueldo. Tiene antecedentes, sí, pero eso fue por una pelea en una fiesta universitaria de hace quince años. No se le conoce ningún problema anterior y desde entonces no ha hecho nada ilegal.
No les dijo que habían ido juntos al colegio ni que su «instinto» le decía lo contrario. Cuando otros investigadores utilizaban estos razonamientos, a Loren le daban ganas de vomitar.
—¿Cómo explicas entonces la participación de Hunter? —preguntó Thurston.
—No lo sé. Puede que sea algo más personal. Según el recepcionista, su esposa estaba alojada en el hotel sin él.
—¿Crees que se trata de una disputa conyugal?
—Podría ser.
Thurston no parecía convencida.
—De todos modos, todos estamos de acuerdo en que Matt Hunter tiene algo que ver.
Steinberg dijo:
—Por supuesto.
Yates asintió con entusiasmo. Loren se quedó callada.
—Ahora mismo —siguió Thurston—, tenemos más que suficiente para arrestarle e imputarle. Tenemos la pelea, la llamada, todo eso. Pronto tendremos ADN que le relacionará con el muerto.
Loren vaciló. Ed Steinberg no.
—Tenemos suficiente para arrestarle.
—Y con los antecedentes de Hunter, probablemente no habrá fianza. Podemos encerrarle y no soltarlo durante un tiempo, ¿no, Ed?
—Seguro que sí, sí —dijo Steinberg.
—Pues cogedlo —dijo Joan Thurston—. Meted a Matt Hunter entre rejas cuanto antes.