30
Loren Muse cogió la salida de Frontage Road de la Ruta 78 y paró en el aparcamiento del Howard Johnson’s. Había un coche parado en doble fila ante la entrada.
Apretó el freno.
El coche, un Lexus, estaba en el aparcamiento de MVD hacía menos de una hora.
Eso no podía ser una coincidencia.
Maniobró el vehículo hasta la puerta principal y sacó la pistola del cinturón. La placa ya estaba allí. Las esposas le colgaban por detrás. Corrió hacia el coche. No había nadie dentro. Las llaves seguían en el contacto. La puerta no estaba cerrada.
Loren abrió la puerta del Lexus.
¿Era legal aquel registro? Pensó que podía serlo. Las llaves estaban a la vista en el contacto. El coche no estaba cerrado. Estaba echando una mano. Eso debía hacerlo legal de alguna manera, ¿no?
Se bajó las mangas sobre las manos, formando unas manoplas, para no dejar huellas. Abrió la guantera e intentó hurgar en los papeles. No tardó mucho. Era un coche de empresa, perteneciente a MVD. Pero los documentos del concesionario de Midas Muffler decían que lo conducía alguien llamado Cingle Shaker.
A Loren le sonaba el nombre. Los chicos de la oficina del condado hablaban de ella con un punto excesivo de celo. Decían que tenía un cuerpo que superaba cualquier película, tanto aptas, como no aptas.
¿Cuál podía ser su relación con Hunter?
Loren se llevó las llaves del coche, ¿por qué darle a la señora Shaker la posibilidad de largarse sin haber charlado un rato? Entró en el hotel y se acercó a la recepción. El portero de noche respiraba con jadeos.
—¿Han vuelto? —preguntó.
—¿Vuelto?
No era su mejor forma de interrogatorio, pero era un comienzo.
—Los policías que se han marchado, no sé, hace una hora quizá. Con la ambulancia.
—¿Qué policías?
—¿No viene con ellos?
Ella se acercó.
—¿Cómo se llama?
—Ernie.
—Ernie, ¿por qué no me cuenta lo que ha ocurrido?
—Ya lo he contado a los otros.
—Cuéntemelo a mí ahora.
Ernie suspiró teatralmente.
—De acuerdo, ha sido así: primero ha entrado un hombre en el hotel.
—¿Cuándo? —interrumpió Loren.
—¿Qué?
—¿Qué hora era?
—No lo sé. Hará dos horas. ¿No lo sabe ya todo?
—Siga.
—El tipo se mete en el ascensor. Sube. Un par de minutos después esa tía grandota entra como una flecha y se mete en el ascensor. —Tosió tapándose con el puño—. Yo voy y le llamo la atención. Le pregunto si necesita algo. Cumpliendo con mi trabajo y todo eso.
—¿Le preguntó al hombre si deseaba algo?
—¿Qué? No.
—Pero sí se lo preguntó a —Loren dibujó comillas con los dedos— la tía grandota.
—Alto ahí. No es que fuera grandota, de hecho. Era alta. No quiero que piense que fuera gorda ni mucho menos. No se equivoque. No lo era. No estaba nada gorda. Más bien lo contrario. Era como una de esas mujeres de las películas de amazonas, ¿sabe?
—Sí, Ernie, ya me hago una idea. —Pensaba en Cingle Shaker—. ¿O sea que le ha preguntado a la señora amazona si deseaba algo?
—Eso, sí, tal cual. Y esa chica, esa chica alta, me saca una pistola, ¡una pistola!, y me dice que llame a la policía.
Se calló, esperando que a Loren se le abriera la boca de asombro.
—¿Y eso es lo que ha hecho?
—Hombre, sí. Me apuntó con un arma. ¿Se lo puede creer?
—Lo intento, Ernie. ¿Y qué pasó entonces?
—Ella está en el ascensor, ¿vale? Me apunta con el arma hasta que las puertas se cierran. Entonces llamo a la pasma. Como me había dicho ella. Dos de los chicos de Newark estaban comiendo en un restaurante aquí al lado. Llegaron en un periquete. Les dije que ella había subido al quinto piso. Y ellos subieron.
—¿Ha dicho algo de una ambulancia?
—Debieron de llamar a una.
—¿Debieron? Se refiere a los agentes.
—Nooo. Bueno, puede que sí. Pero creo que llamaron las mujeres que había en la habitación.
—¿Qué habitación?
—Mire, yo no he subido. Ni lo he visto ni nada. —Los ojos de Ernie se entornaron como ranuras—. Lo que le estoy diciendo ahora es todo de oídas. Se supone que sólo debe preguntarme lo que he visto o lo que sé directamente.
—Esto no es un juicio —le soltó Loren—. ¿Qué ha pasado arriba?
—No lo sé. Le han pegado una paliza a alguien.
—¿A quién?
—Ya se lo he dicho. No lo sé.
—¿Hombre, mujer, blanco, negro?
—Ah, ahora la entiendo. Pero ¿por qué me lo pregunta? ¿Por qué no va…?
—Conteste y basta, Ernie. No tengo tiempo para hacer un montón de llamadas.
—Un montón de llamadas no, pero podría llamar por radio a los polis que estuvieron aquí, los agentes de Newark…
La voz de Loren se volvió de acero.
—Ernie.
—Bueno, bueno, tranquila. Era un hombre, ¿está claro? Blanco. De treinta y tantos, creo. Lo han sacado con una camilla.
—¿Qué le ha pasado?
—Alguien le ha pegado una buena, creo.
—¿Y todo eso ha pasado en el quinto piso?
—Creo que sí, sí.
—Ha dicho algo de unas mujeres que habría en la habitación. Que habían llamado a una ambulancia.
—Sí. Sí, lo he dicho.
Sonrió como si estuviera encantado consigo mismo.
Loren también tenía ganas de sacar su pistola.
—¿Cuántas mujeres, Ernie?
—¿Qué? Ah, dos.
—¿Una de ellas era la chica alta que le ha sacado la pistola?
—Sí.
—¿Y la otra?
Ernie miró a la izquierda. Miró a la derecha. Después se inclinó un poco y susurró.
—Creo que podría ser la esposa del tipo.
—¿Del que ha recibido la paliza?
—Ajá.
—¿Por qué lo dice?
Su voz siguió en tono bajo.
—Porque se ha ido con él. En la ambulancia.
—¿Por qué estamos susurrando?
—Bueno, sólo intento ser, como quien dice, discreto.
Loren imitó su susurro.
—¿Por qué, Ernie? ¿Por qué somos, como quien dice, discretos?
—Porque la otra mujer, la esposa, se alojaba aquí desde hace dos noches. Él, el marido, no estaba. —Se inclinó sobre la mesa. A Loren le llegó una vaharada de, como quien dice, halitosis crónica—. De repente entra el marido como una bala. Hay una especie de pelea… —Se paró, arqueó ambas cejas como si las implicaciones fueran evidentes.
—¿Qué ha pasado con la chica amazona?
—¿La que me ha apuntado con el arma?
—Sí, Ernie —dijo Loren, luchando con su creciente impaciencia—. La que le ha apuntado con el arma.
—Los agentes la han arrestado. Esposada y todo.
—La mujer que cree que era su esposa, la que estaba alojada aquí las últimas dos noches. ¿Sabe cómo se llama?
Él meneó la cabeza.
—No, lo siento. Nunca lo he oído.
—¿No se registró?
A Ernie se le iluminaron los ojos.
—Claro. Claro que se registró. Y hasta nos quedamos con una copia de la tarjeta de crédito.
—Qué bien. —Loren se frotó el puente de la nariz con el dedo índice y el pulgar—. Bueno, Ernie, si no es pedir demasiado, ¿por qué no me busca su nombre?
—Sí, claro, con mucho gusto. Vamos a ver. —Se puso frente al ordenador y empezó a teclear—. Creo que estaba en la habitación 522,… A ver, sí, aquí está.
Giró la pantalla para que Loren lo viera.
La huésped de la habitación 522 se llamaba Olivia Hunter. Loren se quedó mirando fijamente la pantalla un momento.
Ernie le señaló las letras.
—Dice Olivia Hunter.
—Ya lo veo. ¿A qué hospital lo han llevado?
—Al Beth Israel, creo que han dicho.
Loren le dio a Ernie su tarjeta con el número del móvil.
—Llámeme si recuerda algo más.
—Oh, lo haré.
Loren se fue corriendo al hospital.