29
—¿Talley? ¿Estás ahí? Tenemos que hablar.
Cingle Shaker se animó al oír la voz de Matt por el móvil. El sonido no era una maravilla, pero se entendía bastante.
—Por favor, abre, Talley. Sólo quiero hablar contigo, nada más.
La respuesta fue confusa. Demasiado para entenderla. Cingle intentó aclararse la cabeza y concentrarse. Su coche estaba aparcado en doble fila frente a la entrada. Era tarde. Nadie la molestaría.
Pensó en entrar sin más. Eso sería lo más inteligente. Matt estaba en el quinto piso. Si pasaba algo, ella tardaría un rato en llegar. Pero Matt se había mostrado muy firme. Creía que su única posibilidad era enfrentarse a ese tal Talley él solo. Si la veía antes de que hablaran, sólo complicaría el encuentro.
Pero después de oír una voz sofocada, Cingle estaba razonablemente segura de que Talley no estaba en el vestíbulo. De hecho, desde su punto de mira, no había nadie en el vestíbulo.
Decidió entrar.
Las técnicas de supervivencia no eran el punto fuerte de Cingle. Se hacía notar demasiado. Nunca había sido una rockette ni otro tipo de bailarina —ella también había oído los rumores—, pero ya hacía años que había desistido de intentar vestir con discreción. Cingle se había desarrollado a una edad muy temprana. A los doce, parecía que tuviera dieciocho. Los chicos la adoraban y las chicas la odiaban. Y en adelante, esa había sido más o menos la norma.
Ninguna de esas dos actitudes le preocupaban demasiado. Lo que sí le molestaba, sobre todo de niña, eran las miradas de los hombres mayores, incluso parientes, incluso hombres en los que confiaba y a quienes quería. No le sucedió nunca nada. Pero se aprende a una tierna edad que el deseo y la lujuria pueden girar un cerebro. Nunca es agradable.
Cingle estaba casi en el vestíbulo cuando, a través del teléfono, oyó un ruido raro.
¿Qué era eso?
Las puertas de cristal del vestíbulo se abrieron. Sonó una campanilla. Cingle mantuvo el teléfono apretado contra la oreja. Nada. No había sonido, ni charla ni nada.
Eso no podía ser bueno.
Un repentino crujido le llegó al receptor, y la sobresaltó. Cingle apretó el paso, corrió al ascensor.
Apareció el hombre de la recepción, vio a Cingle, tiró de su tripa y sonrió.
—¿Desea algo?
Cingle apretó el botón de llamada.
—¿Señora?
Seguía sin oírse ninguna conversación por el teléfono. Sintió un escalofrío en la nuca. Tenía que arriesgarse. Cingle se acercó el teléfono a la boca.
—¡Matt!
Nada.
Maldita sea, lo había puesto en «silencio». Lo había olvidado.
Entonces otro sonido raro, un gruñido quizá. Pero más sofocado. Más ahogado.
¿Dónde demonios estaba el maldito ascensor?
¿Y dónde demonios estaba la tecla de sonido?
Cingle encontró la tecla primero. Estaba en el rincón derecho. Su dedo temblaba al apretarlo. El pequeño icono desapareció. Se acercó el teléfono a la boca.
—¡Matt! —gritó—. Matt, ¿estás bien?
Otro grito estrangulado. Después una voz —la de Matt no— dijo:
—¿Quién demonios…?
Por detrás de ella, el portero de noche preguntó:
—¿Sucede algo, señora?
Cingle siguió apretando el botón del ascensor.
«Vamos, vamos…»
Por el teléfono:
—Matt, ¿estás ahí?
Clic. Luego silencio. Silencio absoluto. El corazón de Cingle latía como si quisiera liberarse.
¿Qué debía hacer?
—Señora, por favor, debe…
La puerta del ascensor se abrió. Ella saltó dentro. El portero de noche metió la mano para impedir que la puerta se cerrara. La pistola de Cingle estaba en su sitio. Por primera vez en su vida por motivos de trabajo la sacó.
—Suelte la puerta —dijo.
Él obedeció, apartando la mano como si no le perteneciera.
—Llame a la policía —dijo Cingle—. Dígales que tiene una emergencia en el quinto piso.
Las puertas se cerraron. Cingle apretó el botón del quinto. Quizás a Matt no le gustara que se implicara la policía, pero ahora decidía ella. El ascensor gimió y empezó a subir. Parecía subir un metro y bajar dos.
Cingle mantuvo la pistola en la mano derecha. Con el dedo en el gatillo, apretó el botón del quinto repetidas veces en el tablero del ascensor. Como si eso sirviera para algo. Como si el ascensor viera que tenía prisa y aumentara la velocidad.
Llevaba el móvil en la mano izquierda. Rápidamente volvió a marcar el número de Matt.
No hubo tono, sólo su registro de voz: «No me puedo poner ahora…».
Cingle maldijo, apretó el botón de apagar. Se situó frente a la abertura del ascensor para salir de él en cuanto fuera humanamente posible. El ascensor zumbó en cada piso, una señal para los invidentes, y finalmente se paró con un ding.
Se preparó como una corredora de fondo para la carrera. Cuando las puertas empezaron a abrirse, Cingle las empujó con ambas manos y salió.
Estaba en el pasillo.
Cingle oyó unos pasos, no veía a nadie. Parecía alguien que corriera hacia el otro lado.
—¡Alto!
Quien fuera no aflojó el paso. Ella tampoco. Cingle corrió por el pasillo.
¿Cuánto? ¿Cuánto hacía que había perdido el contacto con Matt?
Desde el fondo del corredor, Cingle oyó una puerta pesada que se abría de golpe. La puerta de emergencia, seguro. A la escalera.
Cingle contaba los números de las habitaciones sin dejar de correr. Cuando llegó a la habitación 511, percibió que la puerta de la 515 —dos más allá— estaba abierta de par en par.
Pensó qué debía hacer —seguir al fugitivo por la escalera o mirar en la habitación 515— pero sólo un instante.
Cingle se apresuró, cruzó la puerta, con la pistola en la mano.
Matt estaba boca arriba, con los ojos cerrados. No se movía. Pero eso no era lo más impactante.
Lo realmente impactante era quién estaba con él.
Cingle casi suelta la pistola.
Por un momento se quedó quieta y miró con incredulidad. Después entró en la habitación. Matt aún no se había movido. Le salía sangre de la cabeza.
Cingle se quedó prendida en la otra persona que estaba en la habitación.
La persona que se arrodillaba junto a Matt.
Tenía la cara anegada en lágrimas. Los ojos, rojos.
Cingle reconoció a la mujer enseguida.
—Olivia.