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No hay nada peor que el porno malo.
Echado en la cama de la habitación del hotel, eso era lo que estaba pensando Charles Talley antes de que sonara el teléfono. Estaba viendo un porno pésimamente editado en el canal de pago Spectravision. Le había costado 12,95 dólares, pero la maldita película cortaba todos los buenos planos, los primeros planos y, bien, los genitales, de hombres y de mujeres.
¿Qué era aquella mierda?
Peor aún, la película, para compensar el tiempo perdido, no paraba de repetir las mismas tomas. Así que la chica se ponía de rodillas, la cara del chico se echaba hacia atrás y volvía a verse a la chica bajando, la cara del chico, la chica bajando…
Era enloquecedor.
Talley estaba a punto de llamar a recepción y decirles lo que opinaba. Aquello era Estados Unidos de América, por Dios. Un hombre tenía derecho a mirar porno en la intimidad de su habitación en el hotel. No esa cosa blanducha para gallinas. Porno de verdad. Acción pura y dura. Esa cosa, el porno blando podían pasarlo por el Disney Channel.
Entonces sonó el teléfono. Talley miró su reloj.
Ya era hora. Llevaba horas esperando que respondieran a su llamada.
Talley descolgó el teléfono y se lo llevó a la oreja. En la pantalla la chica jadeaba de la misma manera desde hacía ya diez minutos. Aquella porquería era un aburrimiento mortal.
—Sí.
Clic. Tono de comunicar.
Habían colgado. Talley miró el aparato como si pudiera darle una segunda respuesta. No lo hizo. Lo colgó y se sentó. Esperó a que el teléfono volviera a sonar. Cinco minutos después, empezó a preocuparse.
¿Qué diablos sucedía?
Nada había salido como estaba planeado. Él había volado desde Reno, ¿hacía ya tres días? No se acordaba exactamente. Su misión del día anterior había sido clara y fácil: seguir al tipo llamado Matt Hunter. No dejarle ni un momento.
¿Por qué?
No tenía ni idea. Le habían indicado dónde empezar —aparcado frente a un gran gabinete de abogados de Newark— y seguir a Hunter a todas partes.
Pero el tipo, el tal Matt Hunter, había detectado el seguimiento casi inmediatamente.
¿Cómo?
Hunter era un aficionado. Pero algo había salido muy requetemal. Hunter le había detectado enseguida. Y encima, peor —mucho peor—, cuando le había llamado, sabía quién era él.
Había deletreado el nombre completo de Talley, por Dios.
Eso lo tenía confundido.
No le gustaba mucho estar confundido. Hizo algunas llamadas, intentó descubrir qué sucedía, pero nadie le había contestado.
Eso le confundía aún más.
Talley tenía su talento. Se relacionaba con strippers y sabía manejarlas. También sabía cómo hacer daño. Y eso era más o menos todo. Pero, en realidad, pensándolo bien, esas dos cosas se complementaban. Si se quiere hacer funcionar un local de strippers con fluidez, hay que saber hacer daño.
Así que cuando las cosas se volvían confusas —como ahora— recurría a ello. Violencia. Hacer daño a alguien y en serio. Había cumplido condena en la cárcel por sólo tres agresiones, pero imaginaba que en toda su vida habría pegado palizas o mutilado a más de cincuenta. Dos habían muerto.
Su método preferido para hacer daño consistía en utilizar armas reductoras y puños de hierro. Talley buscó en su bolsa. Primero sacó su nueva y reluciente arma reductora. Se llamaba Cell Phone Stun Gun. Tal como el nombre sugería, el aparato parecía exactamente un móvil. Le había costado sesenta y nueve pavos en la red. Se podía llevar encima. Lo podías sacar y llevártelo a la oreja como si hablaras y patapam, apretabas una tecla y la «antena» de la parte superior le pegaba un viaje a tu enemigo de 180.000 voltios.
A continuación sacó los puños de hierro. Talley prefería los diseños más nuevos, con mayor zona de impacto. No sólo ampliaban la zona de colisión, sino que ejercían menor presión sobre la mano cuando se tropezaba con alguien recalcitrante.
Talley dejó el arma reductora y los puños de hierro sobre la mesita. Volvió a mirar la película, todavía con la esperanza de que el porno mejorara. De vez en cuando echaba un vistazo a sus armas. Eso también le excitaba, no había ninguna duda.
Intentó pensar en lo que podía hacer.
Veinte minutos después, llamaron a su puerta. Miró el reloj de la mesita. Era casi la una de la madrugada. Se levantó de la cama silenciosamente.
Hubo otra llamada, ahora más urgente.
Se acercó de puntillas a la puerta.
—¿Talley? ¿Estás ahí? Tenemos que hablar.
Miró por la mirilla. ¿Qué demonios…?
¡Era Matt Hunter!
Le entró el pánico. ¿Cómo le había localizado Hunter?
—Por favor, abre Talley. Sólo quiero hablar contigo, nada más.
Talley no lo pensó. Reaccionó. Dijo:
—Un segundo.
Entonces volvió a acercarse a la cama y se puso el puño de hierro en la mano izquierda. En la derecha, sostuvo el móvil junto a la oreja, como si estuviera en plena conversación. Fue a coger la manilla. Antes de girarla, miró por la mirilla.
Matt Hunter seguía allí.
Talley planificó sus próximos tres movimientos. Eso era lo que hacían los grandes hombres. Planificar por adelantado.
Abriría la puerta, como si estuviera hablando por teléfono. Le indicaría a Hunter que pasara. En cuanto lo tuviera a tiro, Talley le daría con el arma reductora. Le apuntaría al pecho, un gran blanco con la mayor zona de superficie. Al mismo tiempo tendría la mano izquierda preparada. Con los puños de hierro, le metería un gancho en las costillas.
Charles Talley abrió la puerta.
Se puso a hablar por teléfono, fingiendo que había alguien al otro lado de la línea.
—De acuerdo —dijo Talley—. De acuerdo, bien.
Con un gesto de la barbilla indicó a Matt Hunter que pasara.
Y eso fue exactamente lo que hizo Matt Hunter.