26
Loren pensó en el sobresalto.
Matt había intentado disimular, pero había reaccionado al nombre de Max Darrow. La cuestión era, por supuesto, por qué.
De hecho había aceptado el desafío de Matt y le había seguido, porque condujo delante de él y había aparcado cerca de las oficinas de MVD. El dueño de la empresa de investigación privada era un exfederal. Tenía fama de discreción, pero quizá se le podría presionar.
Cuando Matt aparcó —tal como había hecho ella— había dos coches más en el aparcamiento. Loren apuntó los números de matrícula. Era tarde. No había motivos para quedarse allí.
Veinte minutos después, Loren llegó a su casa. Oscar, su gato más viejo, se le acercó para que le rascara la cabeza. Así lo hizo, pero el gato se aburrió enseguida, maulló impaciente, y se escabulló en la oscuridad. Hubo un tiempo en que Oscar habría salido como una flecha, pero la edad y una cadera dolorida le habían puesto fin. Oscar se estaba haciendo viejo. En la última revisión, el veterinario había mirado a Loren con expresión de que era mejor empezar a prepararse. Loren había bloqueado el pensamiento. En las películas, eran siempre los niños los que quedaban destrozados por la pérdida de una mascota. En realidad los niños se cansan de los animales. Los adultos solitarios sienten su pérdida mucho más intensamente. Como Loren.
Hacía mucho frío en el piso. El aire acondicionado gruñía en el alféizar de la ventana, goteando agua y manteniendo la habitación a una temperatura ideal para almacenar carne. Su madre dormía en el sofá. El televisor seguía encendido, con un publirreportaje comercial de algún dispositivo que garantizaba entregar seis paquetes con la máxima rapidez. Loren apagó el aire acondicionado. Su madre no se movió.
Loren se quedó en el umbral escuchando el ronquido de fumadora de su madre. El sonido ronco era en cierto modo consolador, aliviaba el deseo de Loren de encender un cigarrillo. Loren no despertó a su madre. No le ahuecó la almohada ni la tapó con una manta. Sólo la observó un momento y se preguntó por milésima vez qué sentía por aquella mujer.
Loren se preparó un bocadillo de jamón, lo devoró sobre el fregadero de la cocina, y se sirvió una copa de vino de una botella con forma de jarra. Vio que tenía que bajar la basura. La bolsa estaba llena hasta los topes, lo que no impedía que su madre siguiera echándole cosas, como siempre.
Enjuagó el plato bajo el grifo y levantó el cubo de la basura con un suspiro. Su madre seguía sin moverse; no había cambios ni perturbaciones en su ciclo de ronquidos de fumadora. Llevó la bolsa al contenedor de fuera. El aire nocturno era pegajoso. Los grillos cantaban. Echó la bolsa al montón.
Cuando volvió al apartamento su madre estaba despierta.
—¿Dónde has estado? —preguntó Carmen.
—He tenido trabajo.
—¿Y no podías llamar?
—Lo siento.
—Estaba preocupadísima.
—Ya he visto que te afectaba.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Nada. Buenas noches.
—Eres tan desconsiderada. ¿Por qué no me has llamado? He esperado y esperado…
Loren meneó la cabeza.
—Me estoy cansando de esto, mamá.
—¿De qué?
—De que te metas conmigo.
—¿Quieres echarme?
—No he dicho eso.
—Pero es lo que quieres, ¿no? Que me vaya.
—Sí.
Carmen abrió la boca y se llevó una mano al pecho. Hubo probablemente una época en la que los hombres reaccionaban a ese teatro. Loren recordaba fotografías de la Carmen joven, tan bonita, tan desgraciada, tan segura de merecer más.
—¿Echarías a tu propia madre?
—No. Me has preguntado si querría hacerlo. Sí. Pero no lo haré.
—¿Tan horrible soy?
—No… no te metas tanto conmigo, ¿vale?
—Sólo quiero que seas feliz.
—Ya.
—Quiero que encuentres a alguien.
—Te refieres a un hombre.
—Sí, por supuesto.
Hombres, esa era la solución de Carmen a todo. Loren quería decir: «Sí, mamá, ya veo lo fantásticamente feliz que te han hecho los hombres», pero se mordió la lengua.
—No quiero que estés sola —dijo su madre.
—Como tú —dijo Loren, deseando no haberlo dicho.
No esperó una respuesta. Se fue al cuarto de baño y se preparó para meterse en la cama. Cuando salió, su madre volvía a estar en el sofá. El televisor estaba apagado. El aire acondicionado volvía a estar en marcha.
—Lo siento —dijo Loren.
Su madre no contestó.
—¿Tengo algún mensaje? —preguntó Loren.
—Tom Cruise ha llamado dos veces.
—Qué bien, buenas noches.
—¿Qué? ¿Crees que te ha llamado ese novio tuyo?
—Buenas noches, mamá.
Loren se fue a su dormitorio y encendió el portátil. Mientras se ponía en marcha, decidió mirar el contestador. No, Peter, el novio nuevo, no había llamado; de hecho, hacía tres días que no llamaba. En realidad, aparte de las llamadas procedentes de su oficina, no había ninguna otra llamada.
Vaya, era lastimoso.
Peter era un tipo simpático, un poco gordo y tirando a sudoroso. Tenía un empleo en Stop & Shop, pero Loren no sabía qué hacía exactamente, probablemente porque tampoco le interesaba demasiado. No era un noviazgo formal, no iban en serio, era el tipo de relación que avanzaba por sí sola, según el principio científico de que un cuerpo en movimiento sigue moviéndose. Cualquier fricción podía pararla en seco.
Echó un vistazo a la habitación, al papel pintado de mala calidad, al escritorio anodino, a la mesita de noche de baratillo.
¿Qué clase de vida era esa?
Loren se sintió vieja y sin perspectivas. Pensó en la posibilidad de irse a vivir al oeste, a Arizona o a Nuevo México, a algún lugar cálido y diferente como esos. Empezar de nuevo con un buen clima. Pero la verdad era que tampoco le gustaba tanto hacer actividades al aire libre. Le gustaban la lluvia y el frío porque le daban una excusa para quedarse en casa y ver una película o leer un libro sin sentirse culpable.
El ordenador se puso en marcha. Comprobó los mensajes. Había uno de Ed Steinberg de hacía una hora:
No quiero estudiar el expediente de Max Darrow que tiene Trevor Wine hasta que él esté presente. Lo haremos por la mañana. Esto son los preliminares. Duerme un poco, nos veremos a las nueve en punto.
Jefe
Tenía un archivo adjunto. Loren descargó el documento y decidió imprimirlo. Leer demasiado rato la pantalla del ordenador le cansaba la vista. Cogió las páginas de la impresora y se metió en la cama. Oscar subió, pero Loren vio cuánto le costaba el esfuerzo. El viejo gato se acurrucó junto a ella. A Loren le gustaba que lo hiciera.
Echó un vistazo rápido a los documentos y le sorprendió ver que Trevor Wine ya había elaborado una hipótesis decente sobre el crimen. Según las notas, Max Darrow, un exdetective del Departamento de Policía de Las Vegas y actual residente en Raleigh Heights, Nevada, había sido hallado muerto en un coche de alquiler, cerca del cementerio hebreo de Newark. Según el informe, Max Darrow estaba alojado en el Howard Johnson’s del aeropuerto de Newark. Había alquilado un coche en un sitio llamado Lux-Drive. El coche, un Ford Taurus, había sido conducido, según el cuentakilómetros, doce kilómetros en los dos días que había estado en posesión de Darrow.
Loren pasó a la segunda página. Allí era donde las cosas se ponían interesantes.
Max Darrow fue hallado muerto en el asiento del conductor del coche de alquiler. Nadie lo había denunciado. Un coche patrulla había visto manchas de sangre en la ventana. Cuando encontraron a Darrow, tenía los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos. Su cartera había desaparecido. El informe decía que Darrow no llevaba joyas cuando lo encontraron, dando a entender que seguramente le habían robado también esos artículos.
Según el informe preliminar —todo era todavía preliminar—, la sangre que había, especialmente la trayectoria en el parabrisas y el cristal de conductor, demostraba que a Darrow le habían pegado un tiro estando sentado en el asiento del conductor. También se encontraron salpicaduras en el interior de sus pantalones y calzoncillos, de acuerdo con que el hombre tuviera los pantalones bajados antes del tiroteo, y no después.
La teoría de trabajo era evidente: Max Darrow había decidido pasarlo bien, o más probablemente, comprar un poco de «diversión». Había elegido mal a la prostituta, que esperó el momento adecuado —pantalones bajados— y le atracó. Entonces había pasado algo, aunque era difícil precisar qué. Tal vez Darrow, al ser un expoli, había intentado jugar a hacerse el héroe. Tal vez la prostituta estaba sencillamente demasiado colgada. En todo caso, acaba pegando un tiro a Darrow y matándolo. Ella coge todo lo que encuentra —cartera, joyas— y huye.
El equipo de investigación, en colaboración con el Departamento de Policía de Nevada, apretaría las tuercas al gremio de la prostitución. Alguien sabría lo que había pasado. Hablarían.
Caso resuelto.
Loren dejó el informe. La teoría de Wine tenía sentido sin tener en cuenta que había huellas de Darrow en la habitación de la hermana Mary Rose. De todos modos, ahora que Loren sabía que la teoría principal no valía para nada, ¿qué le quedaba? Bueno, para empezar, aquello era con toda probabilidad un montaje muy elaborado.
Imaginémoslo.
Quieres matar a Darrow. Subes a un coche con él. Le apuntas a la cabeza con una pistola. Le ordenas que se dirija a una parte sórdida de la ciudad. Le obligas a bajarse los pantalones, cualquiera que haya visto una serie de forenses en la tele sabría que si le bajaras los pantalones después de dispararle, las salpicaduras de sangre lo demostrarían. Después le pegas un tiro en la cabeza y te llevas su dinero y sus joyas, para que parezca un robo.
Trevor Wine se lo había tragado.
Así, sin más Loren probablemente habría llegado a la misma conclusión.
¿Cuál sería el próximo paso lógico?
Loren se sentó en la cama.
La teoría de Wine era que Max Darrow había dado una vuelta y había elegido a la chica equivocada. Pero si ese no era el caso —Loren estaba segura—, ¿cómo había subido el asesino al coche de Darrow, para empezar? ¿No era más lógico suponer que Darrow iba con su asesino en el coche desde el principio?
Eso significaba que Darrow probablemente conocía a su asesino. O al menos no le consideraba una amenaza.
Volvió a buscar el kilometraje. Doce kilómetros. Suponiendo que utilizara el coche el día antes, bueno, eso significaba que no había ido muy lejos.
Había algo más que considerar: se habían encontrado otra serie de huellas, en concreto en el cuerpo de la hermana Mary Rose.
Bien, pensó Loren, supongamos que Darrow trabajaba con alguien más, tal vez un socio. Se alojarían juntos, ¿no? O cerca, al menos.
Darrow se alojaba en el Howard Johnson’s.
Volvió a mirar el expediente. La empresa de alquiler de coches Lux-Drive tenía una sucursal en el mismo hotel.
Ahí había empezado todo entonces. En el Howard Johnson’s.
Los hoteles solían tener cámaras de seguridad. ¿Habría revisado ya Trevor Wine las del Howard Johnson’s?
Quién sabe, pero sin duda valía la pena que las revisara ella.
De todos modos, podía esperar a mañana, ¿no?
Intentó dormir. Se sentó en la cama y cerró los ojos. Estuvo así más de una hora. De la otra habitación le llegaban los ronquidos de su madre. El caso se estaba calentando. Loren sentía el zumbido en su sangre. Apartó las sábanas y saltó de la cama. Era imposible que lograra dormir. Al menos ahora. No habiendo algo parecido a una pista en el ambiente. Mañana ya tendría una nueva serie de problemas, con Ed Steinberg llamando a los federales y Trevor Wine participando en la investigación.
Tal vez la retiraran del caso.
Loren se puso un chándal, tomó la cartera y una identificación. Salió de puntillas, subió al coche y se fue al Howard Johnson’s.