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Matt dio las gracias a Lance por llevarle y esperó a que se marchara.

En cuanto el monovolumen se perdió de vista, entró en casa, cogió el teléfono y empezó a marcar el móvil de Cingle. Miró la hora. Eran casi las once. Esperaba que estuviera despierta, pero aunque no lo estuviera, en cuanto se explicara, ella lo entendería.

El teléfono sonó cuatro veces y después salió un escueto mensaje con la voz de Cingle.

Yo. Tú. Tono.

Maldita sea.

Le dejó un mensaje: «Llámame. Es urgente». Apretó la tecla de «otras opciones» y lo mandó también al teléfono de su casa. Tal vez le llegaría al busca.

Quería descargar las imágenes de su móvil en su disco duro, pero como un tonto se había dejado el cable USB en el trabajo. Buscó en la habitación del ordenador el cable que venía con el móvil de Olivia, pero no lo encontró.

Entonces se dio cuenta de que la luz del contestador parpadeaba. Apretó la tecla para escuchar los mensajes. Sólo había uno, y después del día que llevaba, ya no le sorprendió.

«Matt, soy Loren Muse. Soy investigadora en el despacho del fiscal del condado de Essex. Nos conocimos hace un montón de tiempo, en Burnet Hill. ¿Podrías llamarme lo antes posible?»

Dejaba dos números, el de la oficina y el móvil.

Matt volvió a colgar el teléfono. De modo que Lance intentaba adelantarse a su homóloga en el condado. O trabajaban juntos. Cualquier cosa. Se preguntaba qué sucedía. Lance había dicho algo sobre St. Margaret’s en East Orange. Algo sobre una monja de esa escuela.

¿Qué podía tener eso que ver con él?

Fuera lo que fuera, no podía ser bueno.

No le apetecía especular. Pero tampoco quería estar desprevenido. Así que fue a la habitación del ordenador e hizo una clásica búsqueda en el Google. Buscó St. Margaret’s en East Orange y le salieron demasiadas páginas. Intentó recordar el nombre de la monja. Hermana Mary no sé qué. Lo añadió a la mezcla. «Hermana Mary», «St. Margaret’s», «East Orange».

Ninguna página relevante.

Se acomodó y reflexionó. No se le ocurrió nada. No llamaría a Loren todavía. Podía esperar a mañana. Podía decir que había salido a beber —Lance lo confirmaría— y que había olvidado escuchar los mensajes.

Empezaba a despejársele la cabeza. Pensó en lo que debía hacer a continuación. Aunque estaba solo en la casa, Matt miró en el pasillo y cerró la puerta. Después abrió la puerta del armario, metió una mano hasta el fondo y sacó la caja fuerte. La combinación era 878 porque esos números no tenían nada que ver con su vida. Los había inventado y basta.

Dentro de la caja había un arma.

La miró. Era una máuser M2 semiautomática. Matt la había comprado en la calle —no era muy difícil— al salir de la cárcel. No se lo había dicho a nadie, ni a Bernie, ni a Olivia ni a Sonya McGrath. No sabría explicar por qué la tenía. Su pasado tendría que haberle enseñado los peligros de tales actos. Y se lo había enseñado, pero con matices. Ahora que Olivia iba a tener un bebé, pues sí, tendría que deshacerse del arma. Pero no estaba seguro de ser capaz de hacerlo.

El sistema de prisiones tiene bastantes críticos. Muchos problemas son evidentes y, hasta cierto punto, orgánicos, teniendo en cuenta que se encierra a malas personas con otras malas personas. Pero lo que sí es cierto es que la cárcel enseña las peores habilidades. Se sobrevive siendo esquivo, aislándose, temiendo cualquier alianza. No enseñan a integrarse o a ser productivo: justo lo contrario. Se aprende que no se puede confiar en nadie, que la única persona con la que se puede contar de verdad es uno mismo, que se debe estar alerta a todas horas.

Tener el arma proporcionaba a Matt una extraña sensación de consuelo.

Sabía que estaba mal. Había más posibilidades de que el arma le condujera al desastre que a la salvación. Pero seguía allí. Y ahora que el mundo le estaba preparando una encerrona, la miraba por primera vez desde que la había comprado.

El teléfono lo sobresaltó. Cerró rápidamente la caja, como si alguien hubiera entrado por sorpresa en la habitación, y descolgó.

—¿Diga?

¿A que no sabes qué estaba haciendo cuando has llamado?

Era Cingle.

—Lo siento —dijo Matt—. Sé que es tarde.

No, no. Adivina. Bueno, olvídalo, te lo diré. Estaba en la cama con Hank. Es interminable. Estaba tan aburrida que casi me levanto a medio… bueno, empujón. Pero los hombres son tan sensibles, ¿no?

—Cingle…

¿Qué pasa?

—Las fotos que has descargado de mi móvil.

—¿Qué?

—¿Las tienes?

¿Quieres decir los archivos? Están en la oficina.

—¿Las has ampliado?

Ya lo ha hecho mi técnico, pero no he tenido tiempo de mirarlas.

—Necesito verlas —dijo Matt—. Ampliadas, quiero decir.

¿Por qué?

—Tengo una idea.

Oh, oh.

—Sí, oh, oh. Mira, sé que es tarde, muy tarde, pero si pudiéramos encontrarnos en tu despacho…

¿Ahora?

—Sí.

Salgo ahora mismo.

—Te debo una.

Como horas extras —dijo Cingle—. Nos vemos dentro de cuarenta y cinco minutos.

Matt cogió las llaves —ya estaba suficientemente sobrio para conducir— metió el móvil y la cartera en el bolsillo y fue hacia la puerta. Entonces recordó la máuser semiautomática. Todavía estaba sobre la mesa. Pensó en lo que iba a hacer.

Cogió el arma.

Esa es otra cosa que no se dice: tener un arma en la mano hace sentir de maravilla. En la tele, las personas normales siempre se comportan con repugnancia cuando cogen un arma por primera vez. Hacen muecas y dicen: «¡No la quiero!». Pero la verdad es que tener un arma en la mano —el frío acero contra la piel, el peso en la palma de la mano, la propia forma, la manera de agarrarla con la mano con naturalidad, deslizar el dedo índice sobre el gatillo— no sólo es agradable, sino que parece correcto y natural. Pero no debía hacerlo. Si por algún motivo lo pillaban con el arma encima, con su expediente, tendría muchos problemas. Lo sabía. Aun así se metió la pistola en la cintura de los pantalones. Cuando Matt abrió la puerta de la calle, ella subía los escalones. Sus ojos se encontraron.

Matt se preguntó si la habría reconocido de no haberle mencionado Lance su nombre y haber escuchado el mensaje en el contestador. Era difícil decirlo. Seguía llevando el pelo corto. Conservaba el aire de muchachote. A él le parecía que no había cambiado mucho. Eso también era curioso, encontrarse con alguien a quien se conoció de pequeño, en la escuela elemental, y seguir reconociéndole porque ves al niño que sigue siendo.

—Hola, Matt —dijo Loren Muse.

—Hola, Loren.

—¡Cuánto tiempo!

—Sí.

Ella sonrió.

—¿Tienes un segundo? Tengo que hacerte unas preguntas.