21
Por fin se puso a llover.
Al salir del Landmark Bar and Grill, Matt Hunter se dirigió a Northfield Avenue. No le siguió nadie. Era tarde, estaba oscuro y estaba borracho, pero eso no importaba. Nunca se olvidan las calles del barrio donde naciste.
Dobló a la derecha en Hillside Avenue. Llegó diez minutos después. El cartel de la inmobiliaria seguía en la entrada, vendida. En pocos días la casa sería suya. Se sentó en la acera y la miró. Gotas lentas y grandes como cerezas le caían encima.
La lluvia le recordaba la cárcel. Volvía el mundo gris, triste, sin forma. La lluvia era del color del asfalto de la cárcel. Desde los dieciséis años Matt usaba lentillas —ahora las llevaba—, pero en la cárcel se había limitado a las gafas y se las quitaba a menudo. Le ayudaba un poco a convertir el entorno carcelario en algo gris, difuminado y sin forma.
Siguió mirando la casa que había pensado comprar, aquella «residencia con encanto» como la definía el anuncio. Pronto se instalaría allí con Olivia, su preciosa mujer embarazada, y tendrían un hijo. Seguramente habría más hijos después de este. Olivia quería tener tres.
No había verja enfrente, pero la habría, como la había habido antes. El sótano no estaba acabado, pero Matt era bastante manitas. Lo acabaría él mismo. El columpio de atrás estaba viejo y oxidado, y habría que arrancarlo. Aunque tardarían aún dos años en reemplazarlo, Olivia ya había encontrado la marca exacta que quería —uno de madera de cedro— con garantía de que no se astillara.
Matt intentó ver todo eso: el futuro. Intentó imaginarse viviendo dentro de aquella casa de tres dormitorios, con una cocina que necesitaba actualizarse, un fuego en la chimenea, risas en la mesa a la hora de la cena, el niño que iba a su cama porque una pesadilla le había asustado, la cara de Olivia por las mañanas. Casi podía verle, como si uno de los fantasmas de Scrooge le estuviera mostrando el camino, y por un segundo casi sonrió.
Pero la imagen no se sostuvo. Matt meneó la cabeza bajo la lluvia.
¿A quién había querido engañar?
No sabía qué pasaba con Olivia, pero de una cosa sí estaba seguro: aquello era el final. El cuento de hadas había acabado. Como había dicho Sonya McGrath, las imágenes en el teléfono habían sido la llamada despertador, el control de realidad, el momento de decir: «¡Era todo broma!», cuando en el fondo del fondo, siempre lo había sabido.
No hay forma de volver.
Stephen McGrath no estaba dispuesto a alejarse. Cada vez que Matt empezaba a alejarse de él, el difunto Stephen volvía a su lado, atrapándole de nuevo, poniéndole una mano en el hombro.
«Estoy aquí, Matt. Sigo contigo…»
Siguió sentado bajo la lluvia. Se preguntó vagamente qué hora sería. No tenía mucha importancia. Pensó en la maldita foto de Charles Talley, el hombre misterioso del pelo negro azabache, con sus susurros burlones en el teléfono. ¿Con qué fin? Eso era lo que Matt no lograba descubrir ni imaginar. Borracho o sobrio, en la comodidad de su hogar o su infierno, bajo la lluvia, una vez terminada la sequía…
Y fue entonces cuando se dio cuenta.
La lluvia.
Matt se volvió y miró hacia arriba, recibiendo las gotas. La lluvia. Por fin lluvia. La sequía había acabado con una furia imponente.
¿Podía ser tan sencilla la respuesta?
Matt se lo pensó. Primero: tenía que volver a casa. Tenía que llamar a Cingle. La hora no importaba. Ya lo comprendería.
—¡Matt!
No había oído pararse el coche, pero la voz, incluso ahora, incluso en esas condiciones, bueno, Matt no pudo evitar sonreír. Se quedó sentado en la acera.
—Hola, Lance.
Matt observó a Lance Banner que bajaba de un monovolumen.
—Me han dicho que me buscabas —dijo Lance.
—Te buscaba.
—¿Por qué?
—Quería pelearme contigo.
Ahora le tocaba a Lance sonreír.
—No querías pelear.
—¿Crees que tengo miedo?
—Yo no he dicho eso.
—Te daría una paliza.
—Y eso sólo me daría la razón.
—¿Sobre qué?
—Que la cárcel cambia a las personas —dijo Lance—. Porque antes de que te encerraran, te habría roto los dos brazos en un suspiro.
Tenía razón. Matt siguió sentado. Seguía sintiéndose fatal y no se esforzaba por no sentirse así.
—Es como si estuvieras por todas partes, Lance.
—Lo estoy.
—Eres un ángel, qué caray. —Matt hizo chasquear los dedos—. Eh, Lance, ¿sabes a quién te pareces ahora? Eres como Mamá Block.
Lance no dijo nada.
—¿Te acuerdas de Mamá Block de Hobart Gap Road? —preguntó Matt.
—¿La señora Sweeney?
—Esa. La señora S. Siempre fisgando a través de la ventana, a todas horas. Con cara de mala leche, quejándose de los niños que cruzaban por su jardín. —Matt le señaló—. Ahora eres así, Lance. Eres como una gran Mamá Block.
—¿Has bebido, Matt?
—Sí. ¿Te molesta?
—No; de hecho, no.
—Entonces ¿por qué siempre estás encima, Lance?
Él se encogió de hombros.
—Intento mantener alejados a los malos.
—¿Crees que puedes?
Lance no le contestó.
—¿Crees que tus monovolúmenes y tus buenas escuelas son, no sé, una especie de campo magnético que mantiene alejado al mal? —Matt se rio exageradamente de su propia gracia—. Caramba, Lance, fíjate en mí, por el amor de Dios. Soy el chico del póster que demuestra que eso sólo es una mierda. Yo debería estar en tu grupo de advertencia a los adolescentes, sabes, como cuando estábamos en el instituto y los policías nos hacían ver cómo un conductor borracho atropellaba a otro conductor. Eso debería hacer. Uno de esos que advierten a los jóvenes. Aunque no estoy seguro de cuál sería mi lección.
—No meterte en peleas, para empezar.
—No me he metido en ninguna pelea. He intentado empezar una.
Lance sofocó un suspiro.
—¿Quieres volver a revisar tu caso aquí, bajo la lluvia, Matt?
—No.
—Bien. ¿Qué te parece si te acompaño a casa?
—¿No vas a arrestarme?
—Quizás en otra ocasión.
Matt echó un último vistazo a la casa.
—Puede que tengas razón.
—¿Sobre qué?
—Sobre mi lugar.
—Venga, Matt, nos estamos mojando. Te acompañaré a casa.
Lance se colocó detrás de él. Puso sus manos bajo las axilas de Matt y lo levantó. Tenía fuerza. Matt se tambaleó, inseguro. La cabeza le daba vueltas. Su estómago protestaba. Lance le guio hasta el coche y le ayudó a subir.
—Si vomitas en mi coche —dijo Lance— desearás que te haya arrestado.
—Ooooh, que duro.
Matt bajó un poco la ventanilla, para que entrara la brisa pero no la lluvia. Apoyó la nariz en la abertura como un perro. El aire le alivió. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la ventana. El cristal estaba frío contra la mejilla.
—¿A qué ha venido la borrachera?
—Me apetecía.
—¿Lo haces a menudo? ¿Beber hasta la estupidez?
—¿También eres consejero de Alcohólicos Anónimos, Lance? Además de tu papel de Mamá Block.
Lance asintió.
—Tienes razón. Cambio de tema.
La lluvia aflojó un poco. Los limpiaparabrisas atenuaron la velocidad. Lance mantuvo las dos manos sobre el volante.
—Mi hija mayor tiene trece años. ¿No es increíble?
—¿Cuántos hijos tienes, Lance?
—Tres. Dos chicas y un chico.
Apartó una mano del volante y buscó dentro de su cartera. Sacó tres fotografías y se las pasó a Matt. Él las miró, buscando como siempre el parecido con el padre.
—El niño. ¿Cuántos años tiene?
—Seis.
—Se parece a ti cuando tenías su edad.
Lance sonrió.
—Se llama Devin, pero le llamamos Devil[5]. Es tremendo.
—Como su padre.
—Supongo que sí.
Se callaron durante un rato. Lance fue a poner la radio, pero decidió que no.
—Mi hija. La mayor. Estamos pensando matricularla en una escuela católica.
—¿Ahora va al Heritage?
El Heritage era el instituto donde habían ido ellos.
—Sí, pero no sé. Está un poco descarriada. He oído que la escuela de St. Margaret’s de East Orange es buena.
Matt miró por la ventana.
—¿Sabes algo de ella?
—¿De una escuela católica?
—Sí. O de St. Margaret’s.
—No.
Lance volvía a tener las dos manos sobre el volante.
—¿No conoces a nadie que haya ido?
—¿A St. Margaret’s?
—No.
—¿Te acuerdas de Loren Muse?
Matt se acordaba. Siempre te acuerdas de las personas con las que fuiste a la escuela elemental aunque no las hayas vuelto a ver nunca más. Te acuerdas del nombre y de la cara inmediatamente.
—Sí. Fue con nosotros a clase una temporada. Después desapareció. Su padre murió cuando éramos niños, ¿no?
—¿No lo sabes?
—¿Saber qué?
—Su viejo se suicidó. Se voló los sesos en el garaje cuando ella estaba en octavo. Lo mantuvieron en secreto.
—Vaya, qué horrible.
—Sí, pero le van bien las cosas. Ahora trabaja en la oficina del fiscal de Newark.
—¿Es abogada?
Lance meneó la cabeza.
—Investigadora. Pero después de lo que pasó con su padre, bueno, Loren también pasó una mala temporada. St. Margaret’s le fue bien, creo.
Matt no dijo nada.
—Pero ¿tú no conoces a nadie que haya ido a St. Margaret’s?
—Lance…
—Sí.
—Este numerito tan sutil. No está colando. ¿Qué quieres preguntarme?
—Te pregunto si conoces a alguien que haya ido a St. Margaret’s.
—¿Quieres que escriba una carta de recomendación para tu hija?
—No.
—Entonces ¿por qué me haces tantas preguntas?
—¿No te suena una hermana Mary Rose? Enseñaba estudios sociales en esa escuela. ¿La conoces?
Matt se volvió y miró a Lance a la cara.
—¿Soy sospechoso de algún delito?
—¿Qué? Sólo estamos conversando.
—No he oído un no, Lance.
—Tienes la conciencia muy sucia.
—Y tú sigues esquivando mi pregunta.
—¿No quieres contarme cómo conociste a la hermana Mary Rose?
Matt cerró los ojos. Ya no estaban lejos de Irvington. Volvió a apoyar la cabeza en el respaldo.
—Háblame más de tus hijos, Lance.
Lance no contestó. Matt cerró los ojos y escuchó la lluvia. Le devolvió a lo que estaba pensando antes de que Lance Banner apareciera. Tenía que llamar a Cingle cuanto antes. Porque, por raro que fuera, la lluvia podía contener la clave de lo que estaba haciendo Olivia en aquella habitación de hotel.