20
Loren Muse recorrió el trayecto de vuelta de Wilmington, Delaware, a Newark incluso en menos tiempo que a la ida. Ed Steinberg estaba solo en su oficina del tercer piso del nuevo juzgado del condado.
—Cierra la puerta —dijo su jefe.
Steinberg parecía desaseado —corbata aflojada, botón superior de la camisa desabrochado, una manga más arremangada que la otra—, pero ese era su aspecto más o menos habitual. A Loren le caía bien Steinberg. Era inteligente y justo. Odiaba la política que el trabajo comportaba, pero comprendía la necesidad del juego. Y jugaba bien.
A Loren su jefe le parecía sexy, como puede serlo un veterano del Vietnam, con el pelo largo, montado en su moto y con aspecto de osito cariñoso. Steinberg estaba casado, por supuesto, y tenía dos hijos en la universidad. Era un estereotipo, pero era cierto: los buenos estaban todos cogidos.
Cuando Loren era joven, su madre le advertía que no se precipitara: «No te cases joven», decía Carmen con la boca pastosa por el vino. Loren no siguió nunca conscientemente ese consejo, pero en algún momento se dio cuenta de que era una idiotez. Los hombres buenos, los que querían comprometerse y tener hijos, eran detectados rápidamente. El campo era más y más escaso con el paso de los años. Ahora Loren tenía que conformarse con lo que sus amigas llamaban «devoluciones»: divorciados gordos que se resarcían de los días de rechazo en el instituto, o los que todavía eran presa de la angustia de su primer matrimonio, o los tipos semidecentes que estaban interesados —y ¿por qué no?— en una jovencita desamparada que los adorara.
—¿Qué hacías en Delaware? —preguntó Steinberg.
—Seguía una pista sobre la identidad de la monja.
—¿Crees que era de Delaware?
—No.
Loren le explicó rápidamente lo del código de identificación de los implantes, la colaboración inicial, el muro impenetrable, la relación con los federales. Steinberg se frotó el bigote como si fuera una mascota.
Cuando Sonya acabó, él dijo:
—El responsable de la zona es un federal llamado Pistillo. Le llamaré por la mañana, a ver qué me dice.
—Gracias.
Steinberg se frotó un poco más el bigote. Miró hacia otro lado.
—¿Es para eso por lo que querías verme? —preguntó ella—. ¿El caso de la hermana Mary Rose?
—Sí.
—¿Y?
—Los del laboratorio han sacado huellas de la habitación de la monja.
—¿Y qué?
—Han encontrado ocho huellas distintas —dijo él—. Unas eran de la hermana Mary Rose. Seis más son de monjas y empleados de St. Margaret’s. Las están pasando por el sistema, por si acaso alguien que no sabemos tiene antecedentes.
Se calló.
Loren se acercó a la mesa y se sentó.
—Doy por supuesto —dijo— que tienes una identificación de la octava.
—La tenemos. —La miró a los ojos—. Por eso te he pedido que volvieras.
Ella hizo un gesto de abandono.
—Soy toda oídos.
—Las huellas pertenecen a Max Darrow.
Ella esperó a que dijera más. Como no lo hizo, le dijo:
—Supongo que el tal Darrow tiene antecedentes.
Ed Steinberg meneó la cabeza lentamente.
—No.
—Entonces ¿cómo lo habéis identificado?
—Sirvió en las fuerzas armadas.
A lo lejos, Loren oyó sonar un teléfono. Nadie lo respondió. Steinberg se echó atrás en su gran silla de piel. Miró hacia arriba.
—Max Darrow no es de por aquí —dijo.
—Ah.
—Vivía en Raleigh Heights, Nevada. Cerca de Reno.
Loren pensó un momento.
—Reno está muy lejos de una escuela católica de East Orange, Nueva Jersey.
—Ya lo creo. —Steinberg seguía mirando hacia arriba—. Era de los nuestros.
—¿Darrow era un poli?
Él asintió.
—Retirado. El detective Max Darrow. Trabajó veinticinco años en homicidios de Las Vegas.
Loren intentó encajar aquello en su teoría de que la hermana Mary Rose era una fugitiva. A lo mejor era de la zona de Las Vegas o Reno. A lo mejor había tropezado con ese Max Darrow en algún momento del pasado.
El siguiente paso parecía bastante claro.
—Tenemos que localizar a Max Darrow.
La voz de Ed Steinberg fue suave.
—Ya lo hemos hecho.
—¿Ah, sí?
—Darrow está muerto.
Se miraron a los ojos y algo más encajó en su sitio. Era como si Loren volviera a ver a Trevor Wine subiéndose el cinturón. ¿Cómo había descrito a la víctima asesinada su condescendiente colega?
—«Un blanco retirado… Un turista».
Steinberg asintió.
—Encontramos el cadáver de Darrow en Newark, cerca del cementerio de Fourteenth Avenue. Le pegaron dos tiros en la cabeza.