19
Sonya McGrath se sorprendió al oír la llave en la cerradura.
Una década después de la muerte de su hijo, las fotografías de Stephen seguían con sus marcos en aquellas mesitas. Se habían añadido otras fotografías, por supuesto. Cuando Michelle, la hija mayor de Sonya, se casó el año anterior, habían sacado fotos, naturalmente. Había varias enmarcadas en la repisa de la chimenea. Pero nunca se había retirado ninguna de las fotografías de Stephen. Habían empaquetado sus cosas, habían vuelto a pintar su habitación, habían dado su ropa a beneficencia, habían vendido su coche, pero Sonya y Clark nunca podrían tocar sus fotografías.
Su hija Michelle, como muchas novias, había decidido hacerse las habituales fotos de grupo antes de la ceremonia. El novio, un simpático chico llamado Jonathan, tenía una gran familia. Se hicieron todas las tomas de rigor. Sonya y Clark habían posado valientemente, con su hija, con su hija y su futuro yerno, con los padres de Jonathan y los flamantes novios, todo, pero se echaron atrás cuando los fotógrafos propusieron una «fotografía de la familia McGrath» incluyendo a Sonya y Clark con Michelle y Cora, la hermana pequeña de Michelle, porque lo que todos verían, incluso aquel día lleno de alegrías, era el enorme vacío en la «fotografía de los McGrath» en la que debería estar Stephen.
La gran casa estaba silenciosa esa noche. Había sido así desde que Cora había empezado la universidad. Clark «trabajaba hasta tarde aquella noche», un eufemismo por «acostarse con la jovencita», pero a Sonya le daba igual. Ella no le cuestionaba los horarios porque su casa aún parecía más solitaria y silenciosa cuando estaba él.
Sonya hizo girar el brandy en la copa. Estaba sola en la nueva sala de proyecciones, a oscuras, frente al DVD. Había alquilado una película de Tom Hanks —su presencia, incluso en películas ínfimas, le proporcionaba un extraño consuelo—, pero todavía no había apretado la tecla de inicio.
«Por Dios —pensó—, qué lamentable soy».
Sonya siempre había sido una mujer sociable. Tenía muchos y buenos amigos. Sería fácil echarles la culpa, decir que se habían ido distanciando de ella tras la muerte de Stephen, que lo habían intentado pero, al cabo del tiempo, se habían cansado, y por eso habían empezado a poner una excusa, después otra, y se habían ido alejando y cortando vínculos.
Pero eso no sería justo.
Podía ser verdad para unos pocos —sin duda se había producido un cierto distanciamiento—, pero Sonya tenía más responsabilidad que ninguno de sus amigos. Ella se había alejado. No quería consuelo. No deseaba ni compañía ni camaradería ni conmiseración. Tampoco quería ser desgraciada, pero quizás esa era la alternativa más fácil y, por lo tanto, mejor.
Se abrió la puerta principal.
Sonya encendió una lamparita al lado de su sillón. Fuera estaba oscuro, pero en aquella sala sin ventilación no importaba. Las persianas no dejaban entrar la luz. Oyó los pasos en el vestíbulo de mármol y después en el suelo de madera. Se dirigían hacia ella.
Esperó.
Unos minutos después, Clark entró en la habitación. No dijo nada; se la quedó mirando. Lo observó un momento. Su marido parecía un poco mayor, o quizás había pasado mucho tiempo desde que había mirado con atención al hombre con quien se había casado. Había decidido no conformarse con un distinguido cabello canoso y se lo había teñido. Era un trabajo meticuloso, como todo lo que hacía Clark, pero seguía sin quedarle bien. Su piel tenía un tono ceniciento. Parecía más delgado.
—Estaba a punto de ver una película —dijo.
Él siguió mirándola.
—Clark…
—Lo sé —dijo.
No se refería a saber que iba a poner una película. Se refería a otra cosa muy distinta. Sonya no pidió aclaraciones. No había ninguna necesidad. Se quedó quieta.
—Sé lo de tus visitas al museo —siguió—. Lo sé desde hace tiempo.
Sonya no supo responder. Contraatacar con un «Yo sé lo tuyo» era la respuesta más obvia, pero sería al mismo tiempo defensivo y totalmente irrelevante. Aquello no tenía nada que ver con una aventura.
Clark siguió de pie, con las manos colgando a los lados, los dedos nerviosos, pero no cerrados en un puño.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó.
—Desde hace unos meses.
—¿Por qué no me dijiste nada entonces?
Él se encogió de hombros.
—¿Cómo te enteraste?
—Te hice seguir —dijo.
—¿Seguirme? ¿Quieres decir que contrataste a un detective?
—Sí.
Sonya cruzó las piernas.
—¿Por qué? —Su tono de voz se hizo más agudo; se sentía absurdamente traicionada—. ¿Creías que me acostaba con otro?
—Él mató a Stephen.
—Fue un accidente.
—¿Ah, sí? ¿Es eso de lo que habláis cuando celebráis vuestros pequeños almuerzos? ¿Que asesinó accidentalmente a mi hijo?
—A nuestro hijo —corrigió ella.
Entonces la miró con una expresión que ya le había visto otras veces, pero nunca dirigida a ella.
—¿Cómo has podido?
—¿Cómo he podido qué, Clark?
—Verte con él. Ofrecerle tu perdón…
—Nunca le he ofrecido nada por el estilo.
—Consolarle.
—No tiene nada que ver con eso.
—Entonces ¿qué?
—No lo sé. —Sonya se puso de pie—. Clark, escúchame: lo que le pasó a Stephen fue un accidente.
Él soltó un ruidito despreciativo.
—¿Así te consuelas, Sonya? ¿Convenciéndote de que fue un accidente?
—¿Consolarme? —Un escalofrío gélido la atravesó—. No hay consuelo, Clark. Ni un segundo. Accidente, asesinato, Stephen está muerto de todos modos.
Él no dijo nada.
—Fue un accidente, Clark.
—Él te ha convencido de eso, ¿eh?
—De hecho, todo lo contrario.
—¿Y eso qué significa?
—Ya no está seguro de sí mismo. Siente una inmensa culpa.
—Pobrecillo. —Clark hizo una mueca—. ¿Cómo puedes ser tan ingenua?
—Deja que te pregunte algo —dijo Sonya, acercándose más a él—. Si hubieran caído de otra forma, si el ángulo hubiera sido diferente o si Stephen hubiera girado el cuerpo y Matt Hunter se hubiera golpeado la cabeza con la acera…
—No vayas por ahí.
—No, Clark, escúchame. —Ella dio otro paso—. De haber ido de otro modo, de haber acabado muerto Matt Hunter y de haberse encontrado Stephen encima de él…
—No estoy de humor para jugar a las hipótesis contigo, Sonya. Todo esto no importa.
—Tal vez a mí me importe.
—¿Por qué? —contraatacó Clark—. ¿No has dicho tú misma que de todos modos Stephen está muerto?
Ella no dijo nada.
Sonya cruzó la habitación, pasó por su lado manteniendo la distancia para que no la rozara. Él se sentó en una silla y apoyó la cabeza en las manos. Ella esperó.
—¿Recuerdas el caso de la madre que ahogó a sus hijos en Texas? —preguntó él.
—¿Qué tiene que ver?
—Tú —cerró los ojos un momento— sólo escúchame, ¿vale? ¿Recuerdas aquel caso? Aquella madre tan abrumada que ahogó a sus hijos en la bañera. Creo que eran cuatro o cinco. Una historia espeluznante. La defensa alegó locura. El marido la apoyó. ¿Te acuerdas, en las noticias?
—Sí.
—¿Qué pensaste?
Ella no dijo nada.
—Te diré lo que pensé yo —continuó—. Pensé, ¿qué más da? No quiero parecer frío. Pero ¿qué diferencia hay entre considerar loca a esa madre y encerrarse en un manicomio o considerarla culpable y meterla el resto de su vida en prisión o en el corredor de la muerte?
—¿Qué diferencia hay? De todos modos, has matado a tus hijos. Es el fin de tu vida, ¿no?
Sonya cerró los ojos.
—Eso es lo que pienso de Matt Hunter. Mató a nuestro hijo. Tanto si fue un accidente como si fue intencionado, sólo sé que nuestro hijo está muerto. El resto no me importa. ¿Lo comprendes?
Más de lo que podía imaginarse.
Sonya sintió que se le saltaban las lágrimas. Miró a su marido. Clark sufría tanto… Vete, quería decirle ella, sumérgete en tu trabajo, en tu amante, en lo que sea. Vete.
—No intento hacerte daño —dijo.
Él asintió.
—¿Quieres que deje de verle? —preguntó.
—¿Importa lo que yo quiera?
Ella no contestó.
Clark se levantó y salió de la habitación. Unos segundos después, Sonya oyó que se cerraba la puerta, y se quedó sola de nuevo.