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LAS VEGAS, NEVADA

SEDE DEL FBI

EDIFICIO JOHN LAWRENCE BAILEY

DESPACHO DEL AGENTE ESPECIAL JEFE

Para Adam Yates el día empezó como otro cualquiera.

Al menos, eso era lo que quería creer. En un sentido más amplio, ningún día era un día cualquiera para Yates, al menos, en los últimos veinte años. Cada día era como tiempo prestado, esperando eternamente a que cayera el hacha fatídica. Incluso ahora, cuando personas más racionales concluirían que había dejado atrás con éxito los errores del pasado, el miedo seguía agazapado en un rincón del cerebro, atormentándolo.

Entonces Yates era un agente joven, que trabajaba infiltrado. Diez años más tarde era el agente especial responsable de todo Nevada, una de las mejores posiciones dentro del FBI. Había ascendido por jerarquía. En todo ese tiempo, no había tenido ni rastro de problemas.

Así que, cuando se dirigía al trabajo aquella mañana, parecía un día más.

Pero, en cuanto su asesor jefe, Cal Dollinger, entró en su despacho, y aunque ninguno de los dos había hablado del incidente ocurrido hacía una década, algo en la cara de su viejo amigo le dijo que aquel era el día, y que los demás simplemente habían sido el camino para llegar a él.

Yates echó un vistazo rápido a la fotografía que tenía sobre la mesa. Era una instantánea familiar, Bess, los tres niños y él. Ahora las niñas eran adolescentes, y no había formación que preparara adecuadamente a un padre para eso. Yates siguió sentado. Llevaba su uniforme informal: pantalones de algodón, sin calcetines, un polo de color brillante.

Cal Dollinger esperó de pie junto a la mesa. Cal era enorme, casi dos metros y ciento treinta kilos. Adam y Cal se conocían desde hacía mucho tiempo, desde la clase de octavo de la señora Colbert en la Collingwood Elementary School. Algunos hombres les llamaban Lenny y George, en referencia a los personajes de Steinberg de su obra De ratones y hombres. No iban desencaminados: Cal era un gigante y absurdamente fuerte, pero todo lo que tenía Lenny de amable le faltaba a Cal. Él era una roca, tanto física como emocionalmente. Podría haber matado a un conejo acariciándolo, pero no le importaba mucho.

Sin embargo, su vínculo era mucho más fuerte que eso. Os conocéis desde hace mucho, os habéis ayudado a apagar muchos fuegos, y sois prácticamente uno. Cal podía ser cruel, no había ninguna duda. Pero como para muchos hombres violentos, era todo cuestión de blanco y negro. A los que estaban en su pequeña zona blanca —su esposa, sus hijos, Adam, la familia de Adam— los protegería con su último aliento. El resto del mundo era negro e inanimado, un telón de fondo lejano.

Adam Yates esperó, pero Cal podía esperar más.

—¿Qué pasa? —preguntó Adam finalmente.

Los ojos de Cal se pasearon por el despacho. Temía los dispositivos de escucha.

—Está muerta —dijo.

—¿Quién?

—La mayor.

—¿Estás seguro?

—Encontraron su cadáver en Nueva Jersey. La hemos identificado con los números de serie de los implantes quirúrgicos. Se hacía pasar por monja.

—¿Me tomas el pelo?

Cal no sonrió. Cal no bromeaba.

—¿Y… él? —Yates ni siquiera quería pronunciar el nombre de Clyde.

Cal se encogió de hombros.

—Ni idea.

—¿Y la cinta?

Cal meneó la cabeza. Era tal como Adam Yates esperaba. No se acabaría fácilmente. No se acabaría nunca. Echó otra mirada rápida a su esposa y sus hijos. Contempló su espacioso despacho, las condecoraciones en la pared, su nombre en la placa, sobre la mesa. Todo ello —su familia, su carrera, toda su vida— parecía etéreo, como querer agarrar humo con la mano.

—Deberíamos irnos a Nueva Jersey —dijo.