17
Lance Banner seguía sonriéndole a Loren.
—Vamos, sube —dijo—. Hablaremos.
Loren echó otra mirada a la casa de Marsha Hunter y después subió al asiento del pasajero. Lance empezó a conducir por el viejo barrio.
—¿Qué querías de la cuñada de Matt? —preguntó.
Loren hizo jurar a Lance que aquello quedaría entre ellos, pero de todos modos sólo le dio una idea general: que estaba investigando la muerte sospechosa de la hermana Mary Rose, que todavía no estaban seguros de que hubiera sido asesinato, que era posible que la hermana Mary Rose hubiera hecho una llamada a casa de Marsha Hunter. No le habló de los implantes ni de que ignoraban la identidad de la monja.
Por su parte, Lance le informó de que Matt Hunter estaba casado, que actualmente trabajaba como un abogado «de poca categoría» en la antigua firma de su hermano. La esposa de Matt Hunter, dijo Lance, era de Virginia o de Maryland, no lo recordaba bien. También añadió, quizá con demasiado entusiasmo, que le encantaría ayudar a Loren en su caso.
Loren le dijo que no se preocupara, que se trataba de su investigación, que si se le ocurría algo, se lo comunicara. Lance asintió y la acompañó a su coche.
Antes de irse, Loren dijo:
—¿Te acuerdas de él? ¿De cuando éramos pequeños?
—¿De Hunter? —Lance frunció el ceño—. Sí, claro que le recuerdo.
—Parecía un tipo muy normal.
—Como muchos asesinos.
Loren cogió la manilla de la puerta, meneando la cabeza.
—¿De verdad lo crees?
Lance no dijo nada.
—El otro día leí un poco —dijo Loren—. No recuerdo los detalles, pero la premisa básica era que, hacia los cinco años, gran parte de nuestro futuro está predeterminado: lo bien que nos irá en la escuela, si acabaremos siendo delincuentes, nuestra capacidad de amar. ¿Qué piensas tú, Lance?
—No lo sé —dijo él—. No me importa mucho.
—Has cogido a muchos tipos malos, ¿no?
—Sí.
—¿Alguna vez has estudiado su pasado?
—A veces.
—A mí me parece —dijo Loren— que siempre encuentro algo. Normalmente siempre hay un caso bastante claro de psicosis anterior o de trauma. En las noticias los vecinos siempre dicen cosas como: «Vaya, no sabía que ese hombre tan simpático estuviera haciendo picadillo a los niños, parecía tan bien educado». Pero tú miras atrás, hablas con sus maestros, hablas con sus amigos de la infancia, y siempre te cuentan una historia diferente. Nunca se sorprenden mucho.
Lance asintió.
—¿Entonces qué? —preguntó—. ¿Ves algo en el pasado de Matt Hunter que le convierta en un asesino?
Lance se lo pensó.
—Si todo estuviera determinado a los cinco años, no tendríamos trabajo.
—Eso no es una respuesta.
—La mejor que puedo darte. Si intentas hacer un perfil basándote en cómo jugaba un niño en los columpios, estamos jodidos.
Tenía razón. De todos modos, Loren no debía perder de vista la pelota y ahora mismo eso significaba localizar a Matt Hunter. Subió a su coche y se dirigió al sur. Todavía tenía tiempo de llegar a Lockwood Corp, en Wilmington, Delaware, antes de que fuera demasiado tarde.
Intentó llamar a Matt Hunter a su despacho, pero le dijeron que ya se había ido. Llamó a su casa y le dejó un mensaje en el contestador: «Matt, soy Loren Muse. Soy investigadora de la oficina del fiscal del condado de Essex. Nos conocimos hace mucho tiempo, en Burnet Hill. ¿Podrías llamarme cuanto antes?».
Le dejó el número de su móvil y el de la oficina.
El habitual trayecto de dos horas a Delaware le llevó una hora y veinte minutos. Loren no utilizó la sirena, pero sí dejó la lucecita azul parpadeante durante todo el viaje. Le gustaba la velocidad. ¿Qué sentido tiene ser de la policía si no puedes conducir deprisa y llevar un arma?
Las oficinas de Randal Horne eran el arquetipo de despacho de abogado rico. Su empresa ocupaba tres pisos de un complejo de edificios de oficinas, uno al lado del otro, una interminable monotonía de cajas uniformes.
La recepcionista de Horne, Buckman y Pierce, una arpía clásica que había pasado hacía tiempo su momento de esplendor, miró a Loren como si la hubiera reconocido de un póster pornográfico. Con un buen ceño en la frente, la arpía le indicó que se sentara.
Randal Horne la tuvo esperando veinte minutos largos: un clásico juego mental de abogado, si no transparente. Loren mató el rato leyendo la apasionante selección de revistas, que consistía en varios ejemplares de The Third Branch, el boletín del tribunal federal y el American Bar Association Journal. Suspiró. Qué no daría ella por una revista con un juez en la portada.
Por fin, Horne salió a la zona de recepción y se colocó directamente frente a ella. Era más joven de lo que imaginaba, aunque tenía aquella cara brillante que Loren normalmente asociaba con el bótox o con Jermaine Jackson. Llevaba el pelo demasiado largo, peinado hacia atrás y rizado en la nuca. Su traje era impecable, aunque de solapas demasiado anchas. Tal vez volvían a estar de moda.
Se saltó las presentaciones:
—No creo que tengamos nada de qué hablar, señora Muse.
Randal Horne estaba tan cerca que no le permitía levantarse. No le extrañó. Intentaba hacer el número de la autoridad con ella. Loren medía metro y medio de todos modos, y ya estaba acostumbrada. Estuvo tentada de apretarle la mano sobre la entrepierna, sólo para apartarlo, pero decidió dejarle jugar.
La recepcionista arpía —parecía quince años mayor para hacer de matrona carcelaria en películas de serie B— observaba la escena con un atisbo de sonrisa en sus labios secos y untados de carmín.
—Quisiera saber la identidad de la mujer que compró los implantes mamarios con el número de serie 89783348 —dijo Loren.
—En primer lugar —dijo Horne— se trata de archivos muy antiguos. SurgiCo no guardaba el nombre de la mujer en sus archivos, sólo el del médico que realizó la intervención.
—Bien, eso será suficiente.
Horne se cruzó de brazos.
—¿Tiene la citación, detective?
—Está en camino.
Él le hizo su mejor mueca presuntuosa, que lo decía todo.
—Bien, pues —dijo—, volveré a mi despacho. Por favor, comuníqueselo a Tiffany cuando la tenga.
La arpía se pavoneó sonriendo de oreja a oreja. Loren la señaló y dijo:
—Tiene carmín en los dientes. —Después volvió a dedicar su atención a Randal Horne—. ¿Le importaría decirme por qué necesita una citación?
—Hay una serie de leyes sobre la intimidad de los pacientes. Aquí en Lockwood Corporation creemos en ellas.
—Pero esa mujer está muerta.
—Aun así.
—No se trata de secretos médicos. Sabemos que llevaba implantes. Intentamos identificar el cuerpo.
—Habrá otras formas, detective.
—Y lo intentamos, créame. Pero por ahora… —Loren se encogió de hombros.
—Lamentablemente eso no cambia nuestra posición.
—Pero su posición, con el debido respeto, parece ligeramente fluida, señor Horne.
—No sé si comprendo su idea.
—Espere un segundo. —Loren sacó unos papeles doblados de los bolsillos traseros—. Antes de venir he tenido tiempo de revisar algunos casos de Nueva Jersey. Parece que su empresa siempre ha colaborado con la policía hasta ahora. Entregaron expedientes sobre un cadáver encontrado en julio pasado en el condado de Somerset. Un tal señor Hampton Wheeler, de sesenta y seis años, a quien le cortaron la cabeza y los dedos para evitar identificarlo, pero el asesino olvidó que llevaba un marcapasos. Su empresa ayudó a las autoridades a identificarle. Hubo otro caso…
—Detective… Muse, ¿no?
—Inspectora.
—Inspectora Muse. Tengo mucho trabajo. Por favor, póngase cómoda. Cuando llegue su citación, comuníqueselo a Tiffany enseguida.
—Espere. —Loren miró a la arpía—. Tiffany, vaya, no puede ser su nombre real, ¿no?
—Si me disculpa…
—Señor Horne, ya sabe que no llegará ninguna citación, que era un farol.
Randal Horne no dijo nada.
Loren miró abajo y vio el ejemplar de The Third Branch. Frunció el ceño y se volvió hacia Horne. Esta vez se puso de pie.
—No pensó que era un farol —dijo, hablando con lentitud—. Lo sabía.
Horne dio un paso atrás.
—Pero, de hecho —Loren siguió, más para sí misma que para él—, podía haber sido verdad. Habría sido muy justo, es cierto, pero podría haber llamado a un juez federal mientras me dirigía aquí. La citación sería pan comido. Cualquier miembro del juzgado le habría puesto el timbre en cinco minutos. Ningún juez en su sano juicio se habría negado a menos que…
Randal Horne esperó. Era casi como si esperara que ella lo dedujera.
—A menos que alguien a nivel federal, el FBI o la oficina del fiscal de Estados Unidos, le recomendara lo contrario.
Horne se aclaró la garganta y miró su reloj.
—Tengo que irme, de verdad —dijo.
—Su empresa colaboraba con nosotros al principio, tal como dijo Eldon. De repente dejó de hacerlo. ¿Por qué? ¿Por qué había de cambiar de opinión de repente a menos que los federales le obligaran? —Levantó la cabeza—. ¿Qué interés pueden tener los federales en este caso?
—Eso no es asunto nuestro —dijo él.
Inmediatamente Horne se llevó una mano a la boca como si estuviera apabullado con su propia indiscreción. Sus ojos se encontraron y ella supo que él le había hecho un favor. Horne no diría nada más. Ya había dicho bastante.
El FBI. Eran ellos los que le habían hecho callar.
Y tal vez Loren sabía por qué.
Una vez en su coche, Loren le dio vueltas al asunto.
¿A quién conocía en el FBI? Tenía conocidos allí, pero nadie que pudiera ayudarla a ese nivel. El cosquilleo que le producía siempre encontrar una pista le corrió por el cuerpo. Aquello era gordo, no había ninguna duda. El FBI se había entrometido en el caso. Por alguna razón querían saber quién se hacía pasar por la hermana Mary Rose, y dejaban trampas y tarjetas de visita por todas partes, incluso en la empresa que le había suministrado los implantes de mamas.
Asintió para sí misma. Por supuesto era todo pura especulación, pero tenía sentido. Empezando por la víctima: la hermana Mary Rose tenía que ser algo así como fugitiva o testigo. Alguien valioso para el FBI.
De acuerdo, bien. Adelante.
Hacía tiempo, la hermana Mary Rose (o como se llamara) huyó; difícil de decir cuándo, pero había estado enseñando en St. Margaret’s, según la madre Katherine, siete años. O sea que al menos tenía que ser antes de eso.
Loren se detuvo un momento a considerar las implicaciones. La hermana Mary Rose había sido una fugitiva desde hacía al menos siete años. ¿Llevaban buscándola los federales todo ese tiempo?
Tenía sentido.
La hermana Mary Rose se había escondido muy bien. Sin duda, había cambiado de identidad. Probablemente había empezado en Oregón, en aquel convento tan conservador que la madre Katherine había mencionado. ¿Quién sabe cuánto tiempo habría estado allí?
No importaba. Lo que importaba era que, hacía siete años, por la razón que fuera, decidió irse al este.
Loren se frotó las manos. Ah, aquello era bueno.
Entonces la hermana Mary Rose se muda a Nueva Jersey y empieza a enseñar en St. Margaret’s. Según dicen es una buena profesora y monja, dedicada y cariñosa, y lleva una vida tranquila. Pasan siete años. Tal vez piensa que ya está segura. Tal vez se vuelve descuidada y tropieza con alguien de su antigua vida. Cualquier cosa.
De alguna manera, de alguna forma, su pasado vuelve. Alguien sabe quién es. Y entonces alguien entra en su habitación del convento, la tortura y después la asfixia con una almohada.
Loren paró, casi como si le ofreciera un respetuoso momento de silencio.
De acuerdo, pensó, ¿y ahora qué?
Necesitaba obtener la identificación de los federales.
¿Cómo?
Lo único que se le ocurría era el clásico quid pro quo: darles algo a cambio. Pero ¿qué tenía ella?
A Matt Hunter, para empezar.
Los federales probablemente iban un día o dos por detrás de ella. ¿Ya tendrían los registros telefónicos? Lo dudaba. Y si los tenían, si estaban enterados de la llamada a Marsha Hunter, ¿habrían adivinado ya la relación con Matt Hunter?
Lo dudaba mucho.
Loren entró en la autopista y tomó el móvil. Estaba descargado. Soltó un par de tacos. La mayor mentira —al mismo nivel de «el cheque está en el correo» y «su llamada es muy importante para nosotros»— es la vida que dicen que tiene la batería del móvil. La suya se suponía que duraba una semana en standby. Era afortunada si el maldito chisme le duraba treinta y seis horas.
Abrió la guantera y sacó el cargador. Enchufó un extremo al encendedor y el otro al teléfono. La pantalla del móvil se iluminó y le comunicó que tenía tres mensajes.
El primero era de su madre. «Hola, cariño —decía su madre con una voz curiosamente tierna. Era su voz pública, la que reservaba para cuando creía que alguien estaba escuchando y, por consiguiente, juzgando sus cualidades maternales—. He pensado en pedir una pizza en Renato’s y alquilar una película en Blockbuster, la nueva de Russell Crowe ya está en DVD, y no sé, quizá podríamos celebrar una noche de chicas, solas las dos. ¿Qué te parece?» Loren meneó la cabeza, e intentó no conmoverse, pero las lágrimas pugnaban por salir a la superficie. Su madre. Cada vez que quería olvidarse de ella, echarla de su vida, odiarla, culparla para siempre de la muerte de su padre, ella salía con algo sorprendente y la hacía volver del abismo.
—Sí —dijo Loren bajito en su coche—. Me parece muy bien.
El segundo y el tercer mensajes le borraron aquella idea de golpe. Eran ambos de su jefe, Ed Steinberg, fiscal del condado, y eran breves e iban al grano. El primero decía: «Llámame. Ya». El segundo decía: «¿Dónde te has metido? Llámame. No importa la hora. Se avecina un desastre».
Ed Steinberg no era dado a las exageraciones ni a que le llamaran a cualquier hora. En ese sentido era de la vieja escuela. Loren tenía su teléfono particular en alguna parte, no encima, desgraciadamente, pero no lo había usado nunca. A Steinberg no le gustaba ser molestado fuera de horas de trabajo. Su lema era: «Vive un poco. Eso puede esperar». Normalmente estaba fuera de la oficina a las cinco y ella ya no recordaba la última vez que le había visto allí después de las seis.
Eran las seis y media. Loren decidió probar primero en su despacho. Podía ser que Thelma, su secretaria, todavía estuviera. Sabría cómo localizarle. Después de un timbre, el propio Ed Steinberg contestó al teléfono.
No era una buena señal.
—¿Dónde estás? —preguntó Steinberg.
—Vuelvo de Delaware.
—Ven aquí directamente. Hay un problema.