16
—Eh, ¿a que no adivinas lo que le estoy haciendo a tu mujer ahora mismo?
Matt sostuvo el teléfono junto a la oreja.
El hombre susurró.
—¿Matt? ¿Sigues ahí?
Matt no dijo nada.
—Eh, Matt, ¿has ido contando chismes sobre mí? ¿Le has dicho a tu mujer que te había mandado esas fotos?
Matt no podía moverse.
—Porque ahora Olivia está mucho más protectora con su teléfono. Bueno, no dejará de enrollarse conmigo. Eso no pasará. Es adicta. Tú ya me entiendes.
Matt cerró los ojos.
—Pero de repente dice que quiere ir con más cuidado. Por eso me pregunto, de hombre a hombre, ¿le has dicho algo? ¿Le has contado nuestro pequeño secreto?
La mano de Matt apretaba con tanta fuerza el teléfono que pensó que lo aplastaría. Intentó respirar hondo, pero tenía el pecho atascado. Cuando encontró la voz, dijo:
—Cuando te encuentre, Charles Talley, te voy a aplastar la cabeza y rajarte el cuello.
Silencio.
—¿Sigues ahí, Charles?
La voz del teléfono se convirtió en un susurro.
—Te dejo. Ella ha vuelto.
Y colgó.
Matt le dijo a Rolanda que anulara las visitas de la tarde.
—No tienes visitas —dijo ella.
—No te hagas la lista.
—¿Quieres contarme lo que pasa?
—Después.
Se fue a casa. Todavía tenía el móvil en la mano. Esperó hasta llegar a su casa, cerca de la calle principal de Irvington. La hierba ya escasa de por sí se había muerto casi toda con la reciente sequía. Hacía tres semanas que no llovía en la Costa Este. En los suburbios como Livingston, la gente se toma muy en serio el estado del césped. Olvidarse de él, sentarse tranquilamente a mirar como el césped verde se vuelve marrón, era merecedor de un buen rechinamiento de dientes de los vecinos según el Libro del génesis serie B de barbacoas en el patio. En Irvington, en cambio, a todos les daba igual.
Los céspedes eran cosa de ricos.
Matt y Olivia vivían en una casa bifamiliar en decadencia que se sostenía con un refuerzo de aluminio. Ellos tenían el lado derecho de la casa; los Owen, una familia afroamericana de cinco, tenían la izquierda. Los dos lados tenían dos dormitorios, un baño y un aseo.
Matt subió los escalones de dos en dos. Al entrar apretó el número correspondiente a Olivia. Volvió a salirle el buzón de voz. No le sorprendió. Esperó a que sonara la señal.
—Sé que no estás en el Ritz —dijo Matt—. Sé que eras tú la de la peluca rubia. Sé que no era una broma. Incluso me he enterado de lo de Charles Talley. Haz el favor de llamarme y explicarte.
Colgó y miró por la ventana. Había una estación de servicio Shell en una esquina. La miró. Respiraba a trompicones y superficialmente. Intentó calmarse. Cogió una maleta del trastero, la echó sobre la cama y empezó a llenarla de ropa de cualquier manera.
Paró. Hacer una maleta. Un gesto estúpido e histriónico. Basta.
Olivia volvería mañana.
¿Y si no volvía?
No valía la pena pensarlo. Volvería a casa. Todo se resolvería, en un sentido u otro, en pocas horas.
Pero ya no le avergonzaba fisgar. Empezó por los cajones de Olivia. Apenas le hizo sentir incómodo hacerlo. Aquella voz del teléfono lo había hecho estallar. El mejor escenario posible: Olivia le ocultaba algo. Podía intentar descubrir qué era.
Pero no encontró nada.
En los cajones no, y tampoco en los armarios. Pensó en otros posibles escondites y se acordó de algo.
El ordenador.
Fue al estudio y encendió el ordenador, que se iluminó y cobró vida. Le pareció que tardaba una eternidad. La pierna derecha de Matt empezó a temblar de mala manera. Se puso una mano sobre la rodilla para apaciguarla.
Finalmente habían contratado cable —lo del teléfono había perdido la partida, como el Betamax— y tardó pocos segundos en conectarse a la red. Conocía la contraseña de Olivia, aunque nunca se le había ocurrido utilizarla. Se metió en su correo electrónico y repasó los mensajes. Los nuevos no contenían ninguna sorpresa. Lo intentó con los antiguos.
El directorio estaba vacío.
Miró su carpeta de «Correo enviado». Lo mismo, todo había sido borrado. Probó en «Correo borrado». También estaba limpio. Miró en la «Historia» de los buscadores, esperando descubrir por dónde había navegado Olivia. Eso también había sido borrado.
Matt se detuvo y llegó a una conclusión evidente: Olivia se había cubierto las espaldas. Y la siguiente pregunta evidente era: ¿por qué?
Había otra zona que podía mirar: las cookies.
La gente a menudo borra su historia de navegación o su lista de correo, pero las cookies son algo distinto. Si Olivia había borrado las cookies, Matt sabría automáticamente que pasaba algo raro. Su página de inicio de Yahoo, por ejemplo, no aparecería automáticamente. Amazon no sabría quién era. Una persona que pretendiera no dejar rastro no querría eso.
Borrar las cookies sería demasiado obvio.
Entró en el Explorer y encontró la carpeta que contenía las cookies del web. Había montones de cookies. Apretó el icono de la fecha, poniéndolas por orden, desde la más reciente hacia atrás. Las repasó con los ojos. Reconoció la mayoría —Google, OfficeMax, Shutterfly— pero había dos dominios desconocidos. Los apuntó, minimizó la ventana del Explorer y volvió a la red.
Tecleó la primera dirección y apretó «entrar». Era del Nevada Sun News, un periódico que exigía un registro para acceder a los archivos. La sede del periódico estaba en Las Vegas. Miró el «perfil personal». Olivia se había registrado utilizando un nombre y una dirección de correo falsos. No era de extrañar. Los dos lo hacían para impedir el correo basura y proteger su intimidad.
Pero ¿qué estaba buscando Olivia?
No había forma de saberlo.
Eso era raro, pero la segunda dirección era más rara todavía.
La red tardó un poco en reconocer la entrada de Matt. La dirección saltó de un lugar a otro hasta que finalmente aterrizó en algo llamado: Stripper-Fandom.com.
Matt frunció el ceño. Había un aviso en la página inicial que decía que los menores de dieciocho años no debían continuar. Eso no prometía nada bueno. Clicó el icono de entrada. Las fotos que aparecieron, como era de esperar, eran provocativas. Stripper-Fandom era un «eufemismo» para…
… ¿para strippers? Matt meneó la cabeza. Había montones de imágenes de mujeres en topless. Clicó sobre una. Había biografías de todas las chicas:
La carrera de Bunny como bailarina exótica empezó en Atlantic City, pero con su impresionante danza y sus trajes provocativos, ascendió rápidamente al estrellato y se trasladó a Las Vegas. «¡Esto me encanta! ¡Y me encantan los ricachos!» El distintivo de Bunny son las orejas de conejo y bailar alrededor de la barra…
Matt apretó el enlace. Salió una dirección de correo electrónico, por si querías escribir a Bunny y pedir sus tarifas para una «audiencia privada». Lo decía así: «audiencia privada». Como si Bunny fuera el papa.
¿Qué diablos estaba pasando?
Matt buscó entre el abanico de strippers hasta que no pudo más. Nada le llamó la atención. Nada tenía sentido. Estaba más desorientado que antes. Quizás el sitio no significara nada. Casi todas las strippers eran de la zona de Las Vegas. Tal vez Olivia entraría allí clicando sobre un anuncio del periódico de Nevada. Tal vez el enlace llevara allí.
Pero ¿por qué había entrado en la página de un periódico de Nevada, para empezar? ¿Por qué había borrado todos sus mensajes?
Ninguna respuesta.
Matt pensó en Charles Talley. Introdujo su nombre en el Google. No salió nada interesante. Apagó el buscador y se fue al piso de abajo, con el susurro de la llamada telefónica todavía resonándole en la cabeza, haciendo pedazos toda razón:
«Eh, ¿a que no adivinas qué le estoy haciendo a tu mujer ahora mismo?»
Tenía que tomar un poco el aire. El aire y algo un poco más potente.
Salió a la calle y se dirigió a South Orange Avenue. Desde Garden State Parkway, no podías dejar de ver la botella de cerveza marrón gigante alzándose y dominando el perfil de la ciudad. Pero cuando cruzabas por aquella parte de Parkway, lo otro que advertías —incluso más que el viejo depósito de agua— era un extenso cementerio a cada lado de la carretera. La carretera partía por la mitad un camposanto. Te veías encajonado a izquierda y derecha por interminables hileras de lápidas erosionadas por el tiempo. Pero el efecto de conducir por allí no era tanto el de partir un cementerio en dos como el de estarlo uniendo, de estarlo completando. Y allí, en la distancia no tan lejana, aquella rara botella gigantesca de cerveza se alzaba en el aire, como un centinela silencioso que guardaba a sus moradores sepultos o tal vez se burlaba de ellos.
El deterioro de la cervecería tenía algo de desconcertante. Todas las ventanas tenían algún cristal roto, pero no del todo, como si alguien se hubiera tomado la molestia de tirar una piedra y sólo una piedra a cada una de las ventanas del edificio de veinte pisos. Había escombros por todas partes. Las aberturas eran una amenaza discordante y grande. La combinación de erosión y orgullo, el fuerte armazón en contraste con el aspecto desdentado de los cristales rotos, daba al lugar un curioso porte de guerrero pisoteado.
Pronto demolerían la vieja fábrica y construirían un centro comercial de lujo. Eso era lo que le hacía falta a Jersey, otro centro comercial.
Matt entró en el callejón y se dirigió a la puerta roja descolorida. La taberna ni siquiera tenía nombre. Había una ventana con un neón de Pabst Blue Ribbon. Como la cervecería —¿como aquella ciudad?—, el rótulo ya no se encendía.
Matt abrió la puerta, dejando entrar la luz a un lugar sumido en la oscuridad. Los hombres —sólo había una mujer en el bar, dispuesta a pegarle un puñetazo a cualquiera que la llamara señora— pestañearon como murciélagos a los que hubieran deslumbrado con una linterna. No había máquina de discos, ni vestigio de música. Las conversaciones tenían un tono tan bajo como la luz.
Mel seguía detrás de la barra. Hacía dos o tres años que Matt no iba por allí, pero Mel seguía recordando su nombre. La taberna era un tugurio corriente. Los hay por todo Estados Unidos. Hombres —al menos mayoritariamente— que salían de cualquier trabajo laborioso e intentaban emborracharse. Si eso incluía alguna fanfarronada o chanza, no pasaba nada, pero esa clase de locales eran básicamente para emborracharse, más que para consolarse o conversar.
Antes de su estancia en la cárcel Matt jamás habría entrado en un antro como el de Mel. Ahora le gustaban los sitios tirados. No estaba seguro de por qué. Los hombres allí eran gordos y con músculos poco definidos. Llevaban camisas de franela en otoño e invierno y camisetas que ponían de relieve sus tripas en primavera y verano. Llevaban vaqueros todo el año. Allí no había muchas peleas, pero nadie entraba en uno de esos locales a menos que supiera usar los puños.
Matt se sentó en un taburete. Mel lo saludó con la cabeza.
—¿Cerveza?
—Vodka.
Mel le sirvió uno. Matt levantó el vaso, lo miró y meneó la cabeza. Beber para olvidar los problemas. ¿Podía haber un estereotipo peor? Se tragó el vodka y dejó que lo arropara su calor. Pidió otro con un gesto de la cabeza, pero Mel ya estaba atento. Matt también lo tragó de golpe.
Empezó a sentirse mejor. O por decir lo mismo de otro modo: empezó a sentir menos. Sus ojos se pasearon lentamente de un lado a otro. Como en casi todas partes, se sentía un poco desplazado, como un espía en territorio enemigo. Ya no se sentía bien en ningún sitio: ni en su antiguo y cómodo mundo, ni en su nuevo y endurecido mundo. Así que trampeaba con los dos. La verdad era que sólo se sentía cómodo —por penoso que fuera— cuando estaba con Olivia.
Maldita Olivia.
Tercera copa adentro. El zumbido empezó en la base del cráneo.
Vaya, menudo saque.
Ya se sentía un poco inseguro. Era lo que quería. Hacer que todo se esfumara, temporalmente. No para siempre. No estaba bebiendo para olvidar las penas. Las estaba aplazando, sólo una noche más, hasta que Olivia volviera a casa y le explicara por qué estaba en la habitación del motel con otro hombre, por qué le había mentido, por qué el otro sabía que Olivia y él habían hablado de las fotos.
Sí, señor. Pequeños detalles.
Hizo una seña para que le sirvieran otra copa. Mel, hombre poco conversador y poco dado a dar consejos, se la sirvió.
—Eres un tipo guapo, Mel.
—Vaya, gracias, Matt. Me lo dicen mucho, pero sigue emocionándome.
Matt sonrió y miró su vaso. Sólo por una noche. Olvidar.
Un alce enorme salió del baño, y tropezó sin querer con Matt al pasar. Matt se sobresaltó y le lanzó una mala mirada.
—Cuidado —dijo.
El alce gruñó una disculpa, y el momento se esfumó. Matt estaba casi desilusionado. Cualquiera pensaría que Matt sería más prudente, él, mejor que nadie, conocía los peligros de las peleas, pero no aquella noche. No, aquella noche unos puñetazos serían muy bien recibidos, ya lo creo.
A la mierda las consecuencias, ¿vale?
Buscó el fantasma de Stephen McGrath. A menudo se sentaba en el taburete de al lado. Pero Stephen no se veía por ninguna parte esa noche. Bien.
Matt no era un gran bebedor. Lo sabía. No aguantaba bien el alcohol. Ya había superado la fase de apaciguamiento y estaba entrando en la embriaguez. La clave, por supuesto, era saber cuándo parar, mantener el subidón sin lo que viene después. Era una línea que mucha gente intentaba encontrar. Era una línea con la que casi todos tropezaban.
Aquella noche realmente le importaba muy poco la línea.
—Otra.
La palabra le salió atropellada. Lo oyó él mismo. También sonó hostil. El vodka lo estaba poniendo furioso o, más bien, lo estaba soltando. De hecho estaba deseoso de líos, al mismo tiempo que los temía. La rabia le hacía concentrarse. O al menos eso era lo que quería creer. Sus pensamientos ya no eran confusos. Sabía lo que quería. Quería pegarle a alguien. Deseaba un enfrentamiento físico. Le daba igual cargarse a alguien o que alguien se lo cargara a él.
Le daba igual.
Matt pensó en aquel gusto por la violencia. En su origen. Tal vez su antiguo compañero, el detective Lance Banner, tuviera razón. La cárcel cambia. Entras siendo una persona, incluso cuando eres inocente, pero sales…
El detective Lance Banner.
El guardián de la puerta de Livingston, maldito cabrón pueblerino.
Pasó el rato. Era imposible saber cuánto. Finalmente le hizo una seña a Mel para pagar. Cuando bajó del taburete, el interior del cráneo de Matt protestó con un aullido. Se agarró a la barra, y se repuso.
—Hasta otro día, Mel.
—Me alegro de verte, Matt.
Se abrió paso hacia fuera, con un nombre resonando repetidamente en la cabeza.
Detective Lance Banner.
Matt recordaba un incidente en el segundo curso, cuando Lance y él tenían siete años. Durante un descanso de un partido de Four Squares —el juego más tonto desde Teherball[4]— a Lance se le habían desgarrado los pantalones. Lo que lo había empeorado, lo que lo había convertido en uno de esos incidentes de la infancia horripilantes, fue que aquel día no llevaba calzoncillos. Había nacido un mote, del que Lance no pudo deshacerse hasta el instituto: «Que se te sale, Lance».
Matt se rio ruidosamente.
Entonces recordó las palabras de Lance: «Este es un buen barrio».
—¿Y qué? —dijo Matt en voz alta—. ¿Ahora todos los niños llevan calzoncillos, Lance?
Matt se rio de su propia broma. El ruido resonó en el local, pero nadie le miró.
Abrió la puerta. Ya era de noche. Se tambaleó en la calle, riéndose todavía de su propia broma. El coche estaba aparcado cerca de su casa. Había un par de mediovecinos, bebiendo algo de una bolsa de papel marrón.
Uno de los dos… sin techo era la palabra públicamente correcta que se utilizaba, pero ellos preferían el borrachines de toda la vida, le saludó.
—¡Eh, Matt!
—¿Cómo estás, Lawrence?
—Bien, tío. —Levantó la bolsa—. ¿Necesitas un trago?
—No.
—Eh. —Lawrence hizo un saludo con la mano—. Parece que ya te has tomado lo tuyo.
Matt sonrió. Metió una mano en el bolsillo y sacó un billete de veinte.
—Iros a tomar algo bueno. Invito yo.
Una franca sonrisa se dibujó en la cara de Lawrence.
—Matt, eres un tío enrollado.
—Sí. Sí. Soy la hostia.
Lawrence rio entonces como en un número de Richard Pryor. Matt saludó con la mano y se fue. Hurgó en el bolsillo y sacó las llaves del coche. Miró las llaves que tenía en la mano, luego el coche, y se detuvo.
Estaba totalmente pedo.
Matt se sentía irracional en ese momento. Era una estupidez. Se moría de ganas de pegarle una paliza a alguien —Lance Banner era el número dos de su lista (el número uno era Charles Talley, pero Matt no sabía dónde encontrarle)—, pero no era tan estúpido. No conduciría en esas condiciones.
—Oye, Matt, ¿quieres quedarte un rato con nosotros? —preguntó Lawrence.
—Más tarde tal vez, chicos.
Matt se dio la vuelta y se dirigió otra vez hacia Grove Street. El autobús número 70 pasaba por Livingston. Esperó en la parada, balanceándose con el viento. No había nadie más esperando. La mayoría de la gente viajaba en dirección opuesta, era la gente agotada que dejaba los ambientes acomodados y volvía a sus humildes moradas.
Bienvenidos al lado oscuro de los suburbios.
Cuando llegó el 70, Matt observó cómo bajaban de él las mujeres cansadas. Nadie habló. Nadie sonrió. No había nadie que lo recibiera.
El trayecto de autobús era de unos quince kilómetros, pero menudos quince kilómetros. Se salía de la decadencia de Newark e Irvington y de repente se entraba en otro universo. El cambio se producía en un instante. El autobús pasaba por Maplewood, Milburn, Short Hills y, finalmente, Livingston. Matt pensó otra vez en la distancia, en la geografía, en la sutileza de los límites.
Apoyó la cabeza contra la ventana del autobús, y la vibración le sentó como una especie de masaje. Pensó en Stephen McGrath y aquella noche terrible en Amherst, Massachusetts. Pensó en su mano alrededor del cuello de Stephen. Se preguntó si había apretado mucho. Se preguntó si habría podido soltarle al caer, si eso habría representado una diferencia. Se preguntó si tal vez, sólo tal vez, le había apretado más aún el cuello.
Le dio muchas vueltas a eso.
Bajó en la rotonda de la Ruta 10 y fue caminando al local favorito de Livingston, el Landmark. El aparcamiento de Northfield Avenue estaba repleto de monovolúmenes. Matt rio con sarcasmo. Aquí no había límites sutiles. Aquello no era el local de Mel. Era un bar para blandengues, donde los haya. Empujó la puerta.
Lance Banner estaría allí.
El Landmark, evidentemente, no se parecía en nada a Mel’s. Estaba muy iluminado. Había mucho ruido. Outkast cantaba sobre rosas que olían a caca, música segura del gueto. No había vinilos resquebrajados, ni pintura pelada, ni serrín en el suelo. Los rótulos de Heineken funcionaban. También el reloj de Budweiser, completo, con sus caballos en movimiento. Se servía poco alcohol puro y duro. Las mesas estaban llenas de jarras de cerveza. Al menos la mitad de los hombres iban vestidos con uniformes de béisbol de distintos patrocinadores —Friendly’s Ice Cream, Best Buy, Burrelle’s Press Clipping— y celebraban los resultados del partido de liga con compañeros y contrincantes a la vez. Había un puñado de universitarios de vacaciones del curso de Princeton o Rutgers o —angustia— tal vez el alma máter de Matt, Bowdoin.
Matt entró, y cuando lo hizo, nadie se volvió. Eso fue al principio. Todos se reían. Fanfarroneaban y estaban rojos y en forma. Hablaban todos al mismo tiempo. Sonreían y maldecían con demasiada informalidad y parecían blandos.
Y entonces vio a su hermano, Bernie.
Aunque por supuesto no era Bernie. Bernie estaba muerto. Pero, vaya, era igual que él. Al menos por detrás. Matt y Bernie solían ir allí con carnés falsos. Se reían y fanfarroneaban y hablaban al mismo tiempo y maldecían con demasiada informalidad. Observaban a los otros chicos, a los jugadores de béisbol, y les escuchaban hablar de sus aficiones culinarias, sus empleos, sus hijos, sus asientos en el Yankee Stadium, sus experiencias como entrenadores en la Liga de Alevines, las lamentaciones por el declive de su vida sexual.
Mientras Matt estaba allí, pensando en su hermano, la energía del local se alteró. Alguien le reconoció. Se inició un murmullo. Siguieron susurros y cabezas vueltas. Matt buscó a Lance Banner con la mirada. No lo vio. Vio la mesa con los polis —estaba claro que eso es lo que eran— y reconoció a uno de ellos como el poli niño con quien se había presentado Lance.
Todavía muy borracho, Matt intentó caminar sin tambalearse. Al verle acercarse, los policías le lanzaron sus mejores miradas láser. Las miradas no le arredraron. Matt las había visto peores. La mesa quedó en silencio cuando él llegó al lado del poli niño.
Matt se paró frente a él. El chico no se apartó. Matt intentó no balancearse.
—¿Dónde está Lance? —preguntó Matt.
—¿Quién quiere saberlo?
—Esta es buena. —Matt asintió—. ¿Quién te escribe el guión?
—¿Qué?
—«¿Quién quiere saberlo?» Eso sí es gracioso, en serio. Estoy aquí, delante de ti. Te lo estoy preguntando directamente, y tú me sales, así sin más, sin tiempo para pensarlo, con «¿Quién quiere saberlo?». —Matt se acercó un poco más—. Estoy aquí, delante de ti, o sea que ¿quién diablos va a querer saberlo?
Matt oyó el sonido de patas de silla rascando el suelo, pero no apartó la mirada. El poli niño miró a sus colegas, y después a Matt.
—Estás borracho.
—¿Y qué?
El chico acercó su cara a la de Matt.
—¿Quieres que te lleve al centro y te haga soplar?
—Uno —Matt levantó el dedo índice—, la comisaría de policía de Livingston no está en el centro. Está más bien en las afueras. Has visto demasiadas reposiciones de NYPD Blue. Dos, no estoy conduciendo, lumbrera, o sea que no creo que tengas ningún derecho a analizar nada. Tres, ya que estamos hablando de aliento y te tengo tan cerca de mi cara, llevo caramelos de menta en el bolsillo. Voy a sacarlos muy despacio para que cojas uno. Y puedes quedarte todo el paquete.
Otro policía se levantó.
—Lárgate de aquí, Hunter.
Matt se volvió hacia él y entornó los ojos. Tardó un segundo en reconocer al hombre de la cara de hurón.
—¡Anda, si es Fleisher! Eres el hermanito de Dougie.
—Nadie te quiere aquí.
—¿Nadie…? —Matt miró a un hombre y después al otro—. ¿Sois de verdad, vosotros? ¿Ahora me vais a echar de la ciudad? Tú —Matt hizo chasquear los dedos y señaló al mayor—, hermanito de Fleisher, ¿cómo te llamas?
Él no le contestó.
—Da lo mismo. Tu hermano Dougie era el porrero más grande de la clase. Traficaba con toda la escuela. Le llamábamos Hierbajo, ¡por Dios!
—¿Estás hablando mal de mi hermano?
—No hablo mal. Digo la verdad.
—¿Quieres pasar la noche en la cárcel?
—¿Por qué, cara de culo? ¿Vas a arrestarme por difamación? Adelante. Trabajo para un gabinete de abogados. Te demandaría hasta por el examen de reválida del instituto que probablemente no aprobaste nunca.
Más chirridos de sillas. Otro policía se puso de pie. Después otro. El corazón de Matt empezó a latir a doble velocidad. Alguien le agarró por la muñeca. Matt se deshizo de la mano. Su mano derecha se cerró en un puño.
—Matt.
Era una voz amable que desencadenó un recuerdo distante dentro de él. Matt miró detrás de la barra. Pete Appel. Un antiguo amigo del instituto. Jugaban juntos en el Riker Hill Park. El parque era una base de misiles de la guerra fría reconvertido. Él y Pete solían jugar a lanzaderas en las rampas de lanzamiento de cemento resquebrajadas. Eso sólo podía pasar en Nueva Jersey.
Pete le sonrió. Matt relajó el puño. Los policías no se movieron.
—Hola, Pete.
—Hola, Matt.
—Me alegro de verte, tío.
—Yo también —dijo Pete—. Oye, estaba a punto de marcharme. ¿Te parece que te lleve a casa?
Matt miró a los policías. Varios tenían los rostros congestionados, a punto de estallar. Se volvió hacia su viejo amigo.
—Gracias, Pete. Ya me las arreglaré.
—¿Seguro?
—Sí. Oye, lo siento si te he causado problemas.
Pete sonrió.
—Me alegro de verte.
—Yo también.
Matt esperó. Dos de los policías se apartaron. No miró atrás mientras se dirigía al aparcamiento. Aspiró el aire nocturno y echó a andar por la calle. Al poco echó a correr.
Tenía un lugar en la cabeza.