15

Para Loren Muse, hoy no había forma de escapar al déjà vu.

Paró frente a la casa de Marsha Hunter en el 38 de Darby Terrace, en Livingston, Nueva Jersey. Livingston había sido su ciudad natal. Loren tenía claro que crecer no era fácil para nadie. La adolescencia es una zona de guerra, vivieras donde vivieras. Se supone que las ciudades acomodadas como Livingston son amortiguadores de los golpes. Según los que las componen, podía ser verdad. Allí era donde vivía ella cuando su padre decidió que en realidad no pertenecía a ninguna parte, ni siquiera a su hija.

Livingston tenía todos los reclamos: escuelas enormes, programa de deportes, juntas de caridad, asociaciones de padres, gran rendimiento en los institutos. Cuando Loren vivía allí, los niños judíos dominaban la mención de honor. Ahora eran los asiáticos y los indios, la siguiente generación de inmigrantes, los nuevos aspirantes. Era ese tipo de sitio. Vienes aquí, te compras una casa, pagas los impuestos, alcanzas el sueño americano.

Pero ya sabemos lo que se dice: cuidado con lo que deseas.

Llamó a la puerta de la casa de Marsha Hunter. Loren no había podido imaginar la relación entre la madre sola, una rareza en Livingston, y la hermana Mary Rose, más allá de una llamada de seis minutos. Probablemente debería haber hecho alguna investigación antes, comprobar sus antecedentes, pero no tenía tiempo. Allí estaba, pues, en el porche, a pleno sol, cuando se abrió la puerta.

—¿Marsha Hunter?

La mujer, atractiva de una forma corriente, asintió:

—Sí, soy yo.

Loren le mostró su identificación.

—Soy la investigadora Loren Muse de la oficina del fiscal del condado de Essex. ¿Podría dedicarme un momento?

Marsha Hunter pestañeó, confundida.

—¿De qué va esto?

Loren probó una sonrisa simpática.

—¿Puedo pasar un momento?

—Ah, sí. Por supuesto.

Se apartó. Loren entró en la casa y, patapam, otra ráfaga de déjà vu. Aquella monotonía de los interiores. Allí podía ser cualquier año entre 1964 y ahora. No había cambios. El televisor podía ser más lujoso, las alfombras algo menos afelpadas, los colores más tenues, pero aquella sensación de volver atrás, a la antigua dimensión de su complicado mundo infantil, seguía en el ambiente.

Miró las paredes, buscando una cruz, una virgen o alguna señal de catolicismo, algo que pudiera explicar fácilmente la llamada de la falsa hermana Mary Rose. No había nada que insinuara alguna religión. Loren notó una sábana y una manta dobladas en un rincón de un sofá, como si alguien hubiera dormido allí recientemente.

Había una chica en la habitación, de unos veinte años, y dos niños de no más de ocho o nueve años.

—Paul, Ethan —dijo la madre—, esta es la investigadora Muse.

Los niños dieron la mano a Loren con buenos modales, e incluso la miraron a los ojos.

El pequeño, Ethan, dijo:

—¿Eres policía?

—Mujer policía —contestó Loren automáticamente—. Sí, más o menos. Soy investigadora de la oficina del fiscal. Es como ser un agente de policía.

—¿Tienes pistola?

—Ethan —dijo Marsha.

Loren le habría contestado, se la habría enseñado. Pero sabía que a muchas madres les daban miedo esas cosas. Loren lo comprendía —lo que fuera para impedir que sus retoños entendieran la violencia— pero negar la existencia de las armas era una táctica lamentablemente inadecuada a largo plazo.

—Y ella es Kyra Sloan —dijo Marsha Hunter—. Me ayuda con los niños.

La chica llamada Kyra la saludó con la mano desde el otro extremo de la habitación, mientras recogía un juguete. Loren le devolvió el saludo.

—Kyra, ¿podría sacar un momento a los chicos?

—Claro. —Kyra miró a los chicos—. ¿Vamos a hacer unos pases?

—¡Yo lanzo primero!

—¡No, ya lanzaste el primero la otra vez! ¡Me toca a mí!

Salieron sin dejar de pelearse por los turnos. Marsha se volvió hacia Loren.

—¿Pasa algo?

—No, nada.

—Entonces, ¿qué hace usted aquí?

—Es un seguimiento de rutina de una investigación en curso.

Era una tontería sin sentido, pero a Loren solía resultarle eficaz.

—¿Qué investigación?

—Señora Hunter.

—Por favor. Llámeme Marsha.

—De acuerdo. Marsha, ¿es católica?

—¿Cómo dice?

—No pretendo curiosear. No es una pregunta sobre religión, en realidad. Sólo intento saber si mantiene alguna relación con la parroquia de St. Margaret’s, de East Orange.

—¿St. Margaret’s?

—Sí. ¿Es de esa parroquia?

—No. Somos de St. Philomena’s, en Livingston. ¿Por qué me lo pregunta?

—¿Tiene alguna relación con St. Margaret’s?

—No. —Entonces—: ¿Qué tipo de relación?

Loren siguió, para no perder el ritmo.

—¿Conoce a alguien que vaya a esa escuela?

—¿A St. Margaret’s? No, no lo creo.

—¿Conoce a alguna de sus profesoras?

—No lo creo.

—¿Y a la hermana Mary Rose?

—¿Quién?

—¿Conoce a alguna de las monjas de St. Margaret’s?

—No. Conozco a varias de St. Phil’s, pero a ninguna hermana Mary Rose.

—¿De modo que el nombre de la hermana Mary Rose no significa nada para usted?

—Nada de nada. ¿De qué va esto?

Loren no dejó de mirar a la mujer a la cara, buscando el mítico «reconocimiento». No traslucía nada, pero eso no significaba mucho.

—¿Vive sola con los niños?

—Sí. Bueno, Kyra tiene una habitación sobre el garaje, pero ella es de otro estado.

—Pero vive aquí.

—Me alquila una habitación y me ayuda. Va a clase a la William Paterson University.

—¿Está divorciada?

—Soy viuda.

Algo en su manera de decirlo hizo encajar un par de piezas. No todas ellas ni mucho menos. Ni siquiera las suficientes todavía. Loren se habría dado una bofetada. Debería haberla investigado antes.

Marsha se cruzó de brazos.

—¿De qué va todo esto?

—Una tal hermana Mary Rose ha fallecido recientemente.

—¿Y trabajaba en esa escuela?

—Sí, era profesora en St. Margaret’s.

—Sigo sin entender qué…

—Cuando echamos un vistazo a los registros de llamadas, encontramos una que no podemos explicar.

—¿Llamó aquí?

—Sí.

Marsha Hunter parecía perpleja.

—¿Cuándo?

—Hace tres semanas. El dos de junio para ser exactos.

Marsha meneó la cabeza.

—A lo mejor se equivocó de número.

—¿Durante seis minutos?

Aquello hizo enmudecer a Marsha.

—¿Qué día ha dicho?

—El dos de junio. A las ocho de la noche.

—Podría mirar en mi agenda, si quiere.

—Me gustaría, gracias.

—Está arriba. Vuelvo enseguida. Pero estoy segura de que ninguno de nosotros habló con esa hermana.

—¿Ninguno de nosotros?

—¿Perdone?

—Ha dicho «nosotros». ¿A quién se refiere?

—No lo sé. A todos los que vivimos en casa, supongo.

Loren no hizo ningún comentario.

—¿Le importa que le haga unas preguntas a la niñera?

Marsha Hunter vaciló.

—Supongo que no pasa nada. —Se esforzó por sonreír—. Pero los chicos se pondrán furiosos si utiliza la palabra «niñera» delante de ellos.

—Entendido.

—Vuelvo enseguida.

Loren cruzó la cocina hacia la puerta de atrás. Miró por la ventana. Kyra estaba lanzando pelotas a Ethan. Él saltaba, pero no las cogía. Kyra se adelantó un paso, se inclinó y lanzó una más baja. Esta vez, Ethan la cogió.

Loren se volvió. Estaba llegando a la puerta cuando algo la hizo detenerse.

La nevera.

Loren no estaba casada, no tenía hijos, no había crecido en una de esas casas felices, hogar dulce hogar, pero si había algo más americano —más familiar— que la puerta de una nevera, ella no sabía qué era. Sus amigos tenían neveras como esa. Ella no, y se dio cuenta de lo penoso que era. Loren tenía dos gatos y ninguna familia de verdad, a menos que contara a su melodramática y egocéntrica madre.

Pero en casi todas las casas americanas, si querías ver lo personal, allí —la puerta de la nevera— era donde mirabas. Había obras de arte infantiles. Había redacciones de la escuela, todas adornadas con estrellas de mediocridad que pasaban por excelencia. Había invitaciones a cumpleaños impresas: una a una fiesta en un local llamado Little Gym, otra a una bolera de East Hanover. Había formularios de excursiones escolares, vacunas infantiles y la liga de fútbol.

Y, por supuesto, había fotos familiares.

Loren había sido hija única y por muchas veces que las viera —aquel torbellino de sonrisas imantadas— siempre le parecían ligeramente irreales, como si viera un mal programa de televisión o leyera una tarjeta de felicitación cursi.

Loren se acercó a la fotografía que le había llamado la atención. Más piezas encajaban ahora.

¿Cómo podía habérsele pasado?

Debería haberlo imaginado de entrada. Hunter. El nombre no era raro, pero tampoco tan corriente por allí. Sus ojos repasaron las demás fotos, pero volvían otra vez a la primera, la de la izquierda tomada en lo que parecía un partido de béisbol. Loren seguía mirando la foto cuando volvió Marsha.

—¿Todo bien, inspectora Muse?

Loren se sobresaltó al oír su voz. Intentó pensar en los detalles, pero sólo le venía a la cabeza un bosquejo.

—¿Ha encontrado la agenda?

—No tengo nada apuntado ese día. La verdad es que no me acuerdo dónde estuve.

Loren asintió y volvió a mirar la nevera.

—Este hombre —señaló y volvió a mirar a Marsha— es Matt Hunter, ¿no?

La cara de Marsha se cerró como una puerta de metal.

—¿Señora Hunter?

—¿Qué quiere?

Antes la había tratado con cierta calidez. No quedaba ni rastro de eso.

—Le conocía —dijo Loren—. Hace mucho tiempo.

Nada.

—En la escuela elemental. Los dos fuimos a Burnet Hill.

Marsha se cruzó de brazos. No la estaba ablandando.

—¿Qué relación tienen?

—Es mi cuñado —dijo Marsha—. Y es un buen hombre.

«Sí, claro —pensó Loren—. Un príncipe encantado». Había leído algo de la condena por asesinato. Matt Hunter había cumplido condena en una cárcel de máxima seguridad. Una severa condena, recordó. Se acordó de la manta y la sábana dobladas en el sofá.

—¿La visita Matt a menudo? Teniendo en cuenta que es el tío de los chicos…

—¿Inspectora Muse?

—Sí.

—Quiero que se vaya.

—¿Por qué?

—Matt Hunter no es un criminal. Lo que pasó fue un accidente. Ya ha pagado por ello con creces.

Loren se quedó callada, esperando que siguiera hablando. No siguió. Al poco rato se dio cuenta de que esa línea de interrogatorio no la llevaría a ninguna parte. Sería mejor intentar una vía menos ofensiva.

—Me caía bien.

—¿Perdone?

—Cuando éramos críos. Era simpático.

Eso era cierto. Matt Hunter era un chico simpático, otro chico de Livingston deseoso de encajar que probablemente no debería haberse esforzado tanto por caer bien.

—Me marcho —dijo Loren.

—Gracias.

—Si se entera de algo sobre la llamada de teléfono del dos de junio…

—Se lo comunicaré.

—¿Le importa si hablo con la canguro antes de marcharme?

Marsha suspiró y se encogió de hombros.

—Gracias. —Loren fue hacia la puerta.

Marsha la llamó.

—¿Puedo preguntarle algo?

Loren la miró.

—¿Esa monja fue asesinada?

—¿Por qué me lo pregunta?

Marsha volvió a encogerse de hombros.

—Es una pregunta lógica, supongo. ¿Por qué habría venido si no?

—No puedo hablar de los detalles con usted. Lo siento.

Marsha no dijo nada. Loren abrió la puerta y salió al jardín. El sol seguía alto; en junio los días eran largos. Los niños corrían y jugaban con una despreocupación maravillosa. Los adultos nunca podrían jugar así. Ni en un millón de años. Loren recordó su niñez de muchachote, los días en los que podía jugar a béisbol durante horas y no aburrirse ni un solo segundo. Se preguntaba si Marsha Hunter lo hacía, salir a jugar con sus hijos a béisbol, y al pensarlo sintió otra punzada.

No había tiempo para eso.

Marsha la observaría desde la ventana de la cocina. Loren tenía que ser rápida. Se acercó a la chica. ¿Cómo se llamaba? ¿Kylie, Kyra, Kelsey? La saludó.

—Hola.

La chica hizo visera con la mano sobre los ojos y parpadeó. Era bastante bonita, con esas mechas rubias que sólo pueden deberse a la juventud o a un frasco.

—Hola.

Loren no perdió tiempo en preámbulos.

—¿Viene Matt Hunter mucho por aquí?

—¿Matt? Sí.

La chica había respondido sin vacilar. Loren disimuló una sonrisa. Ah, la juventud.

—¿Con qué frecuencia?

Kyra —ese era su nombre— se agitó un poco, ligeramente más precavida, pero seguía siendo joven. Mientras Loren siguiera siendo la figura de autoridad, respondería.

—No lo sé. Varias veces a la semana, supongo.

—¿Es un buen hombre?

—¿Cómo?

—Matt Hunter. ¿Es un buen hombre?

Kyra sonrió sinceramente.

—Es fantástico.

—¿Es bueno con los niños?

—De lo mejor.

Loren asintió, fingiendo desinterés.

—¿Estuvo aquí anoche? —preguntó con toda la despreocupación que pudo.

Pero ahora Kyra inclinó la cabeza a un lado.

—¿No le ha hecho esas preguntas a la señora Hunter?

—Sólo lo estoy confirmando. Estuvo aquí, ¿no?

—Sí.

—¿Toda la noche?

—Me fui a la ciudad con unos amigos. No lo sé.

—Había sábanas en el sofá. ¿Quién pasó allí la noche?

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que sería Matt.

Loren echó un vistazo atrás. Marsha Hunter desapareció de la ventana. Ahora se dirigiría a la puerta trasera. La chica no se acordaría del dos de junio. Loren ya tenía suficiente, aunque no tuviera ni idea de lo que significaba.

—¿Sabes dónde vive Matt?

—En Irvington, creo.

Se abrió la puerta trasera. Basta, pensó Loren. Encontrar a Matt Hunter no sería difícil. Sonrió y empezó a alejarse, por no dar a Marsha una razón para avisar a su cuñado. Intentó caminar de la forma más normal posible. Se despidió de Marsha con la mano. Ella le devolvió lentamente el saludo.

Loren salió a la calle y fue hacia su coche, pero otra cara del pasado lejano —caramba, ese caso empezaba a parecer un mal episodio de Loren Muse. Esta es tu vida— estaba junto a su coche. Estaba apoyado en el capó, con un cigarrillo colgando de los labios.

—Eh, Loren.

—En carne y hueso —dijo ella—, detective Lance Banner.

Echó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.

Él señaló la colilla.

—Podría ponerte una multa por eso.

—Creía que estabas en homicidios del condado.

—El tabaco mata. ¿No lees la caja?

Lance Banner le sonrió torcidamente. Su coche, un evidente coche de la policía sin distintivos, estaba aparcado al otro lado de la calle.

—¡Cuánto tiempo!

—La convención de seguridad de los bomberos, en Trenton —dijo Loren—. ¿Cuánto hace? ¿Seis o siete años?

—Algo así. —Se cruzó de brazos, sin dejar de apoyarse en el capó del coche de Loren—. ¿Has venido en visita oficial?

—Sí.

—¿Tiene que ver con un antiguo compañero de clase?

—Podría ser.

—¿Quieres contármelo?

—¿Quieres decirme por qué estás aquí?

—Vivo cerca de aquí.

—¿Y?

—He visto un vehículo del condado. He pensado que podría echar una mano.

—¿Cómo es eso?

—Matt Hunter quiere volver a vivir en la ciudad —dijo Lance—. Está a punto de comprar una casa no muy lejos de aquí.

Loren no dijo nada.

—¿Te sirvo de algo en tu caso?

—Me parece que no.

Lance sonrió y abrió la puerta del coche.

—¿Por qué no me cuentas qué pasa? Podríamos encontrar una solución conjunta.