13

Loren Muse caminó por la máquina del tiempo.

Volver a St. Margaret’s, su instituto, cumplía los requisitos: los pasillos parecían más estrechos, los techos no tan altos, las taquillas más pequeñas, las profesoras más bajas. Pero otras cosas, lo importante, no había cambiado tanto. Loren sufrió el efecto del portal del tiempo al entrar. Sintió que el instituto le hormigueaba en el estómago, el constante estado de inseguridad; la necesidad tanto de aprobación como de rebelión se agitaban dentro de ella.

Llamó a la puerta de la madre Katherine.

—Adelante.

Había una niña sentada en el despacho. Llevaba el mismo uniforme de la escuela que Loren tenía hace muchos años, la blusa blanca y la falda de cuadros escoceses. ¡Por Dios, cómo lo odiaba! La niña tenía la cabeza baja, en una postura claramente posreprimenda de la madre Katherine. Su pelo fibroso le colgaba delante de la cara como una cortina de cuentas.

—Ya puedes irte, Carla —dijo la madre Katherine.

Con los hombros caídos y la cabeza todavía baja, Carla se escabulló del despacho. Loren la saludó con la cabeza cuando pasó por su lado, como diciendo: «Estoy contigo, hermana». Carla no la miró. Cerró la puerta al salir.

La madre Katherine lo observó con una expresión entre divertida y desanimada, como si leyera el pensamiento de Loren. Sobre la mesa había montones de brazaletes de distintos colores. Cuando Loren los señaló, la diversión se desvaneció.

—¿Esos brazaletes son de Carla? —preguntó Loren.

—Sí.

Una violación del código de vestuario, pensó Loren, esforzándose por no menear la cabeza. Caramba, ese colegio no había cambiado nada.

—¿No has oído hablar de esto? —preguntó la madre Katherine.

—¿Si he oído hablar de qué?

—Del juego del brazalete —dijo la monja con un suspiro.

Loren se encogió de hombros.

La madre Katherine cerró los ojos.

—Es una moda… Esa sería la palabra; reciente, creo.

—Ya.

—Cada brazalete… No sé ni cómo decirlo… Cada color representa un tipo de acto sexual. El negro, por ejemplo, se supone que es… bueno, para una cosa. El rojo…

Loren levantó una mano.

—Creo que está claro. De modo que las chicas se los ponen como una especie de… no sé, de nivel.

—Peor aún.

Loren esperó.

—No has venido para esto.

—Dígamelo de todos modos.

—Las niñas como Carla se ponen los brazaletes delante de los chicos. Y según el color del que le arranque el chico ella hará lo estipulado.

—Por favor, no puede ser.

La madre Katherine le lanzó una mirada más pesada que la eternidad.

—¿Cuántos años tiene Carla? —preguntó Loren.

—Dieciséis. —La madre Katherine señaló otro juego de brazaletes como si temiera tocarlos—. Pero estos se los he quitado a una alumna de octavo.

No había nada que decir.

La madre Katherine buscó algo detrás de ella.

—Estos son los registros telefónicos que pediste.

La casa seguía desprendiendo un aroma a tiza que Loren siempre había asociado a una cierta ingenuidad adolescente. La madre Katherine le entregó un fajo de papeles.

—Tenemos tres teléfonos para dieciocho religiosas —dijo la madre Katherine.

—¿Seis por teléfono, pues?

La madre Katherine sonrió.

—Y dicen que ya no se enseñan matemáticas.

Loren miró a Cristo en la cruz detrás de la cabeza de la madre superiora. Se acordó de un viejo chiste, que había oído al entrar en la escuela. Un chico saca insuficiente en matemáticas y sus padres lo mandan a una escuela católica. En su primer boletín de notas, sus padres se asombran de que su hijo haya sacado excelente. Y cuando le preguntan por qué, contesta: «Bueno, cuando entré en la capilla y vi al tipo aquel clavado en un signo más, pensé que aquí iban en serio».

La madre Katherine se aclaró la garganta.

—¿Te puedo preguntar algo?

—Adelante.

—¿Sabes de qué murió la hermana Mary Rose?

—Todavía se están haciendo pruebas.

La madre Katherine esperó.

—Es lo único que puedo decirle ahora.

—Lo comprendo.

Ahora le tocaba esperar a Loren. Cuando la madre Katherine se volvió, Loren dijo:

—Sabe más de lo que me dice.

—¿Sobre qué?

—Sobre la hermana Mary Rose. Sobre lo que le sucedió.

—¿Ya conoces su identidad?

—No. Pero la identificaremos. Antes de que acabe el día, imagino.

La madre Katherine se incorporó un poco.

—Sería un buen comienzo.

—¿No quiere contarme nada más?

—Nada más, Loren.

Loren esperó un instante. La anciana estaba… «Mintiendo» sería una palabra demasiado fuerte. Pero Loren olía a evasión.

—¿Ha echado un vistazo a las llamadas, madre?

—Lo he hecho. He pedido a las cinco hermanas que compartían el teléfono con ella que las miraran también. La mayoría fueron llamadas a la familia, claro. Llamadas a hermanos, padres, algunos amigos. Algunas eran llamadas a tiendas. A veces piden pizza. O comida china.

—Creía que las monjas tenían que comer… no sé, comida de convento.

—Creías mal.

—Me alegro —dijo Loren—. ¿Algún número que le haya llamado la atención?

—Sólo uno.

Las gafas de leer de la madre Katherine colgaban de una cadena. Se las colocó en la punta de la nariz y pidió los papeles con un gesto. Loren se los entregó. La monja miró la primera página, se lamió un dedo, y pasó a la segunda. Sacó un bolígrafo y dibujó un círculo.

—Éste.

Devolvió el papel a Loren. El número tenía un prefijo 973. Eso lo situaba en Nueva Jersey, a unos cincuenta kilómetros de allí. La llamada se había hecho hacía tres semanas. Había durado seis minutos.

Probablemente nada.

Loren se fijó en el ordenador, en una mesita, detrás de la mesa de la madre Katherine. Era raro imaginarse a la madre superiora navegando por la red, pero parecía bastante claro que ya quedaban pocos renuentes.

—¿Puedo usar su ordenador? —preguntó Loren.

—Por supuesto.

Loren intentó una búsqueda sencilla en el Google del número de teléfono. Nada.

—¿Estás buscando el número? —preguntó la madre Katherine.

—Sí.

Según el enlace de la página de Verizon Web, el número no figuraba en la guía.

Loren la miró.

—Ya lo ha buscado.

—He buscado todos los números.

—Ya —dijo Loren.

—Para asegurarme de que no se pasara nada por alto.

—Ha sido muy concienzuda.

La madre Katherine asintió, con la cabeza bien alta.

—Supongo que tienes la forma de localizar los números que no están en la guía.

—La tengo.

—¿Te gustaría ver la habitación de la hermana Mary Rose?

—Sí.

La habitación era más o menos como esperaba: pequeña, severa, paredes blancas de cemento, un gran crucifijo sobre una cama individual, una ventana. Una celda. La habitación era tan acogedora y personal como otra del Motel Six. No había nada de carácter personal, nada que delatara que aquella habitación tenía un inquilino, casi como si aquel fuera el objetivo de la hermana Mary Rose.

—Los técnicos del escenario del crimen llegarán en una hora —dijo Loren—. Tendrán que sacar huellas, buscar cabellos, todas esas cosas.

La mano de la madre Katherine se acercó lentamente a la boca.

—¿Entonces crees que la hermana Mary Rose fue…?

—No se precipite, ¿de acuerdo?

Sonó su móvil. Loren contestó. Era Eldon Teak.

Hola, preciosa, ¿vas a venir hoy? —preguntó.

—Dentro de una hora —dijo ella—. ¿Qué pasa?

He encontrado al actual propietario de nuestro fabricante de prótesis de silicona. SurgiCo pertenece ahora a Lockwood Corporation.

—¿Ese mamotreto de Wilmington?

Por Delaware, sí.

—¿Les has llamado?

.

—¿Y?

Y no ha ido bien.

—¿Por qué?

Les dije que teníamos un cadáver, el número de serie de una prótesis mamaria, y que necesitábamos una identificación.

—¿Y?

No quieren darnos la información.

—¿Por qué no?

No lo sé. Parlotearon mucho y utilizaron el término «confidencialidad médica» varias veces.

—Menuda mierda… —La madre Katherine apretó los labios. Loren se contuvo—. Pediré una orden.

Son una gran empresa.

—Ya cuentan con ello. Sólo quieren protegerse legalmente.

Tardará.

Loren pensó que Eldon tenía razón. La Lockwood Corporation era de fuera del estado. Probablemente necesitaría que un juzgado federal emitiera una citación.

Otra cosa —dijo Eldon.

—¿Qué?

Al principio parecía que no les importaba mucho. Llamé, hablé con alguien. Iba a mirarme el número de serie. No digo que sea un procedimiento habitual, pero tampoco debería dársele tanta importancia.

—¿Pero?

Pero entonces un abogado con un nombre muy rimbombante me llamó y me dijo que no con diáfana claridad.

Loren se lo pensó.

—¿A qué distancia está Wilmington? ¿A dos horas de aquí?

Tal como conduces, a quince minutos.

—Creo que voy a probar esta teoría. ¿Tienes el nombre del abogado rimbombante?

Lo tengo por aquí. Ah, sí, espera. Randal Horne de «Horne, Buckman y Pierce».

—Llama al señor Horne. Dile que voy a verle para entregarle una citación.

No tienes una citación.

—Eso no lo sabes.

Ah, claro.

Loren colgó y marcó otro número. Una mujer se puso al teléfono. Loren dijo:

—Quiero que me busquen un número de teléfono.

Nombre y número de placa, por favor.

Loren se lo dio. Después leyó el número de teléfono al que había llamado la hermana Mary Rose.

Espere, por favor —dijo la mujer.

La madre Katherine fingía estar ocupada. Miraba al infinito, miraba por la habitación. Jugueteaba con el rosario. Por el teléfono Loren oía teclear. Después:

¿Tiene un bolígrafo?

Loren tomó un lápiz grueso que llevaba en el bolsillo. Tomó un recibo del gas y le dio la vuelta.

—Diga.

El número que ha pedido está a nombre de una tal Marsha Hunter, en el 38 de Darby Tenace, Livingston, Nueva Jersey.