11
Todo el mundo parece haber tenido ese sueño terrorífico en el que de repente estás a punto de hacer el examen final de una asignatura a la que no has ido a clase en todo el semestre. Matt no. En cambio, en un curioso equivalente, soñaba que estaba de vuelta en la cárcel. No tenía ni idea del motivo para volver allí. No recordaba ni el delito ni el juicio, sólo tenía la sensación de que había metido la pata y que esta vez no saldría nunca.
Se despertaba con un sobresalto. Estaba sudado. Tenía lágrimas en los ojos. Temblaba.
Olivia se había acostumbrado. Le abrazaba y le susurraba que no pasaba nada, que nadie le haría daño. Ella también tenía pesadillas, su adorable esposa, pero no parecía necesitar o desear un consuelo.
Matt se echó en el sofá del estudio. La habitación de invitados de arriba tenía una cama doble que en aquel momento le parecía demasiado grande para él solo. En aquel momento, mirando hacia el techo en la oscuridad, sintiéndose más solo que nunca desde que Olivia había entrado en su despacho, tenía miedo de dormirse. Mantuvo los ojos abiertos. A las cuatro de la madrugada el coche de Marsha entró en el paseo.
Cuando oyó la llave en la puerta, Matt cerró los ojos y fingió dormir. Marsha se acercó de puntillas y le besó en la frente. Desprendía olor a champú y jabón. Se había duchado allí donde hubiera estado. Se dijo si se habría duchado sola. Se preguntó por qué le importaba.
Marsha fue a la cocina. Fingiendo que aún dormía, Matt abrió un ojo lentamente. Marsha preparaba el almuerzo para los niños. Untó la confitura con mano diestra. Tenía lágrimas en las mejillas. Matt siguió sin moverse. La dejó acabar en paz y escuchó sus pasos sigilosos subiendo la escalera.
A las siete, le llamó Cingle.
—He intentado llamarte a casa —dijo—. No estabas.
—Estoy en casa de mi cuñada.
—Ah.
—Cuidando de mis sobrinos.
—¿Es que te lo he preguntado? Matt se frotó la cara.
—¿Qué tienes?
—¿Vas a ir al despacho?
—Sí, dentro de un rato. ¿Por qué?
—He encontrado a Charles Talley, el que te sigue. Matt acabó de incorporarse.
—¿Dónde?
—Hablemos de esto en persona, ¿de acuerdo?
—¿Por qué?
—Necesito investigar un poco más.
—¿Sobre qué?
—Sobre Charles Talley. Pasaré por tu despacho a mediodía, ¿de acuerdo?
De todos modos tenía su cita de los jueves en el museo.
—Sí, de acuerdo.
—Y, Matt…
—¿Qué?
—¿Dijiste que era personal? Lo que pasa con Talley.
—Sí.
—Entonces estás en un buen lío.
Matt era miembro del Museo de Newark. Sacó su tarjeta de socio pero no era necesario. Los guardias de la puerta ya le conocían. Saludó y entró. Había muy pocas personas en el vestíbulo a esa hora de la mañana. Matt se dirigió a la galería de arte en el ala oeste. Pasó frente a la pieza más reciente del museo, una tela colorida de Wosene Worke Kosrof, y subió la escalera al segundo piso.
Ella era la única persona en la sala. Matt la vio desde el fondo del pasillo. Estaba de pie donde siempre, frente al cuadro de Edward Hopper. Tenía la cabeza ligeramente inclinada a la izquierda. Era una mujer muy atractiva, que rondaba los sesenta, casi metro ochenta de altura, los pómulos altos, y el tipo de pelo rubio que sólo lucen los ricos. Como siempre, estaba elegante, compuesta y distinguida.
Se llamaba Sonya McGrath. Era la madre de Stephen McGrath, el chico que Matt había matado.
Sonya esperaba siempre frente al Hopper. El cuadro se titulaba Sheridan Theater y lograba captar la desolación y la desesperación pura en una pintura de un cine. Era asombroso. Había famosas imágenes que describían los estragos de la guerra, de la muerte, de la destrucción, pero había algo en ese Hopper aparentemente simple, algo en aquella sala de cine casi vacía que a ellos les decía cosas que ningún otro cuadro les decía.
Sonya McGrath le oyó acercarse pero no se apartó del cuadro. Matt pasó junto a Stan, el guardia de seguridad que trabajaba en aquel piso los jueves por la mañana. Intercambiaron una sonrisa rápida y un saludo con la cabeza. Matt se preguntó que pensaría Stan de sus plácidas citas con aquella mujer mayor tan atractiva.
Se situó junto a ella y miró el Hopper. Funcionaba como un extraño espejo. Él lo veía como un reflejo de las dos figuras aisladas: él, el acomodador de Hopper; ella, la solitaria cliente. Estuvieron un buen rato sin hablar. Matt miró el perfil de Sonya McGrath. Había visto una fotografía de ella una vez en el periódico, en la sección de Estilo del dominical del New York Times. Sonya McGrath era una persona conocidísima en la alta sociedad. En la fotografía, su sonrisa era deslumbrante. Matt no había visto nunca a una persona con aquella sonrisa; de hecho, se preguntaba si podía existir fuera del cine.
—No tienes buen aspecto —dijo Sonya.
No le miraba, de hecho, él no había notado que le hubiera mirado, pero de todos modos asintió. Sonya volvió la cara y le miró.
Su relación —aunque el concepto «relación» no parecía hacerle justicia— empezó poco después de que Matt saliera de la cárcel. Sonaba su teléfono, él lo descolgaba y nadie respondía. No colgaban. No hablaban. Matt creía oír una respiración, pero básicamente era sólo silencio.
De algún modo Matt sabía quién había al otro lado de la línea.
La quinta vez que llamó, Matt respiró hondo varias veces y reunió valor para decir:
—Lo siento.
Hubo un largo silencio. Después Sonya contestó:
—Cuéntame lo que pasó realmente.
—Ya lo hice. En el juicio.
—Cuéntamelo otra vez. Todo.
Matt lo intentó. Tardó un buen rato. Ella no le interrumpió. Cuando Matt terminó, ella colgó.
Al siguiente día ella volvió a llamar.
—Quiero hablarte de mi hijo —dijo sin más preámbulos.
Y así lo hizo.
Matt sabía ahora más de lo que habría deseado sobre Stephen McGrath. Ya no era sólo un chico que se había metido en una pelea, el tronco caído en el camino que había conseguido desviar la vida de Matt Hunter. McGrath tenía dos hermanas menores que le adoraban. Le gustaba tocar la guitarra. Era un poco hippy; Sonya dijo con un atisbo de risa que lo había heredado de su madre. Sabía escuchar, eso lo decían siempre sus amigos. Si tenían algún problema, acudían a Stephen. No necesitaba ser el centro de atención. Se conformaba con ser un personaje secundario. Se reía con las bromas de los demás. Sólo se había metido en un lío una vez en la vida —la policía le había cogido con unos amigos bebiendo detrás del instituto—, nunca había participado en una pelea, ni siquiera de niño, y parecía mortalmente aterrado ante la violencia física.
Durante aquella misma llamada, Sonya le dijo:
—¿Sabías que Stephen no conocía a ninguno de los chicos de la pelea?
—Sí.
Ella se echó a llorar.
—Entonces ¿por qué se metió?
—No lo sé.
Se citaron por primera vez en el Museo de Newark, hacía tres años. Tomaron café y apenas hablaron. Unos meses después, quedaron para almorzar. Se convirtió en algo fijo, los jueves alternos por la mañana frente al Hopper. Ninguno de los dos se había saltado jamás un jueves.
Al principio no se lo contaron a nadie. El marido y las hijas de Sonya no lo entenderían. Evidentemente ellos mismos tampoco lo entendían. Matt era incapaz de explicar por qué aquellas reuniones eran tan importantes para él. La mayoría pensaría que lo hacía por puro sentido de culpa, que lo hacía por ella o para redimirse o algo por el estilo. Pero ese no era su caso.
Durante dos horas —era lo que duraban sus encuentros— Matt se sentía curiosamente libre porque le dolía, sufría y sentía. No sabía qué sacaba ella, pero suponía que era algo parecido. Hablaban de aquella noche. Hablaban de sus vidas. Hablaban de los pasos inciertos, la sensación de que el suelo podía ceder en cualquier momento. Sonya nunca dijo «Te perdono». Nunca dijo que no hubiera sido culpa suya, que había sido un accidente, que ya había cumplido su pena.
Sonya se puso a caminar por el pasillo. Matt miró el cuadro un instante y después la siguió. Fueron al piso de abajo, al atrio del museo. Tomaron un café y se sentaron a la mesa de siempre.
—Venga —dijo ella—. Cuéntame qué pasa.
No lo dijo por educación o para romper el hielo. No se trataba de preguntar «¿cómo-estás-yo-bien-y-tú?». Matt se lo contó todo. Le contó a esa mujer, Sonya McGrath, cosas que no había contado a nadie. Nunca le mentía, nunca endulzaba ni suavizaba nada.
Cuando acabó, Sonya preguntó:
—¿Crees que Olivia tiene una aventura?
—Las pruebas son bastante claras.
—¿Pero?
—Pero he descubierto que las pruebas pocas veces dan el panorama completo.
Sonya asintió.
—Deberías llamarla otra vez —dijo.
—Ya la he llamado.
—Inténtalo en el hotel.
—Lo he hecho.
—¿No está?
—No estaba inscrita.
—Hay dos Ritz-Carlton en Boston.
—He probado en los dos.
—Ah. —Se echó hacia atrás y se llevó una mano a la barbilla—. Así que sabes que, de algún modo, Olivia no dice la verdad.
—Sí.
Sonya se lo pensó. No conocía a Olivia, pero sabía más que nadie de su relación con Matt. Apartó la mirada.
—¿Qué?
—Intento encontrar una razón plausible para su comportamiento.
—¿Y?
—Por ahora no he encontrado ninguna. —Se encogió de hombros y sorbió un poco de café—. Tu relación con Olivia siempre me ha parecido una rareza.
—¿En qué sentido?
—La forma como conectasteis hace diez años con un encuentro de una noche.
—No fue una aventura de una noche. No nos acostamos.
—Lo que puede ser la clave.
—No sé si te entiendo.
—De haberos acostado, bueno, podría haberse roto el hechizo. La gente dice que hacer el amor es lo más íntimo del mundo. En realidad probablemente es lo contrario.
Matt esperó.
—Bueno, es una extraña coincidencia —dijo ella.
—¿Por qué?
—Clark tiene una aventura.
Matt no le preguntó si estaba segura o cómo lo sabía. Sencillamente dijo:
—Lo siento.
—No es lo que crees.
Matt no dijo nada.
—No tiene nada que ver con lo que le pasó a nuestro hijo.
Matt intentó asentir.
—Nos gusta culpar a la muerte de Stephen de todos los problemas. Se ha convertido en nuestra mejor carta del tipo «la vida es injusta». Pero la razón de la aventura de Clark es mucho más prosaica.
—¿Cuál es?
—Está cachondo.
Sonrió y Matt intentó devolverle la sonrisa.
—Ah, ¿te había dicho que era joven? La chica con quien Clark se acuesta.
—No.
—Treinta y dos. Tenemos una hija de esa edad.
—Lo siento —repitió Matt.
—No lo sientas. Es la otra cara de lo que decíamos antes. Sobre la intimidad y el sexo.
—¿Qué?
—La verdad es que, como muchas mujeres de mi edad, siento muy poco interés por el sexo. Sí, sé que Cosmo y compañía dicen otra cosa, con todas esas tonterías de que los hombres llegan al cénit a los diecinueve y las mujeres a los treinta. Pero en realidad, los hombres siempre están cachondos. Punto. Para mí el sexo ya no tiene nada que ver con la intimidad. Clark, en cambio, lo necesita. Y eso es lo que es ella para él esa chica. Sexo. Un alivio. Una necesidad física.
—¿Y eso no te molesta?
—No se trata de mí.
Matt no dijo nada.
—Si lo piensas bien, es sencillo: Clark quiere algo que yo no tengo interés en ofrecerle. O sea que lo busca en otra parte. —Sonya vio la expresión de Matt. Suspiró, apoyó las manos en los muslos—. Te pondré un ejemplo. Si a Clark le gustara el póquer, por ejemplo, y a mí no me gustara jugar…
—Vamos, Sonya. No es lo mismo.
—Oh, ¿estás seguro?
—Sexo y póquer.
—De acuerdo, bien, no nos alejemos del placer físico. Un masaje profesional. A Clark le da un masaje cada semana en su club un masajista llamado Gary…
—Tampoco es lo mismo.
—¿Es que no lo ves? Claro que sí. El sexo con esa chica no tiene nada que ver con la intimidad. Es sólo algo físico. Como un masaje en la espalda o un apretón de manos. ¿No debería aceptarlo?
Sonya le miró y esperó.
—Yo no lo aceptaría —dijo Matt.
Una pequeña sonrisa se dibujó en los labios de Sonya. Le gustaban los juegos mentales. Le gustaban los desafíos. Matt se preguntó si lo decía en serio o si sólo le ponía a prueba.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó ella.
—Olivia vuelve mañana.
—¿Y podrás esperar?
—Lo intentaré.
Sus ojos no dejaban de mirarle.
—¿Qué? —preguntó.
—No podemos escapar, ¿verdad? Pensé… —Se calló.
—¿Qué pensaste?
Se miraron.
—Sé que es un estereotipo horroroso, pero todo parecía una pesadilla. Lo de Stephen. El juicio. Pensaba que me despertaría y descubriría que todo era una broma de mal gusto, que no pasaba nada.
Él había sentido lo mismo. Estaba atrapado en una pesadilla, esperando el clímax de la cámara oculta en el que Stephen aparecería sano y salvo y sonriente.
—Pero ahora el mundo parece todo lo contrario, ¿no, Matt?
Asintió.
—En lugar de pensar que lo malo es una pesadilla de la que despertarás —continuó—, piensas que es lo bueno lo que representa una ilusión. Eso es lo que ha provocado la llamada que te han hecho. Te despertó del buen sueño.
Matt no pudo hablar.
—Sé que nunca superaré lo que pasó —dijo Sonya McGrath—. Sencillamente no es posible. Pero pensé… Esperé que quizá tú pudieras.
Matt atendió a que dijera algo más. No lo hizo. Se levantó de repente, como si hubiera hablado demasiado. Fueron juntos a la salida. Sonya le besó en la mejilla y, cuando se abrazaron, lo alargaron más de lo habitual. Como siempre, sintió la desolación que emanaba de ella. La muerte de Stephen estaba allí, en todo momento, en todos sus gestos. Él estaba con ellos, el eterno compañero.
—Si me necesitas —susurró—, me llamas. A cualquier hora.
—Lo haré.
La observó alejarse. Pensó en lo que le había dicho, en la fina línea entre los buenos y los malos sueños, y, cuando ella por fin desapareció al doblar la esquina, se fue.