10

—Tío Matt.

Paul y Ethan estaban bien sujetos al asiento trasero. Matt había tardado quince minutos en abrocharles los cinturones. ¿Quién los había diseñado? ¿La NASA?

—¿Qué pasa, chico?

—¿Sabes qué tienen ahora en el McDonald’s?

—Ya os lo he dicho. No vamos al McDonald’s.

—Ya lo sé. Sólo te lo cuento.

—Ya.

—¿Sabes qué tienen ahora en el McDonald’s?

—No —dijo Matt.

—¿Sabes la peli nueva de Shrek?

—Sí.

—Tienen muñecos de Shrek —dijo Paul.

—Sí que los tienen —intervino Ethan.

—No me digas.

—Y son gratis.

—No son gratis —dijo Matt.

—Lo son. Entran en el Happy Meal.

—Que es demasiado caro.

—¿Demasiado por qué?

—No iremos al McDonald’s.

—Ya lo sabemos.

—Sólo hablamos.

—Tienen muñecos gratis, para que lo sepas.

—De la nueva peli de Shrek.

—¿Te acuerdas cuando vimos la primera película de Shrek, tío Matt?

—Me acuerdo —dijo Matt.

—Me gusta el asno —dijo Ethan.

—A mí también —intervino Matt.

—El asno es el muñeco de la semana.

—No vamos a ir al McDonald’s.

—Sólo hablaba.

—Porque la comida china también es buena —dijo Paul.

—Aunque no den muñecos.

—Sí, me gustan las costillas.

—Y el dim sum.

—A mamá le gustan las judías.

—Ag. A ti no te gustan las judías, ¿verdad tío Matt?

—Son buenas para la salud —dijo Matt.

Ethan se volvió hacia su hermano.

—Eso significa que no.

Matt sonrió e intentó olvidarse un rato de los sucesos del día. Paul y Ethan eran un buen remedio.

Llegaron al Cathay, un restaurante chino al estilo antiguo, con clásicos retro como el chow mein y los huevos foo yong, mesas agrietadas de vinilo y una anciana gruñona en la recepción que te observaba comer como si temiera que fueras a robarle los cubiertos.

La comida era grasa, como tenía que ser. Los chicos comieron a gusto. En el McDonald’s sólo picoteaban. Se zampaban como mucho media hamburguesa y una docena de patatas. Allí limpiaron el plato. Los restaurantes chinos deberían plantearse regalar muñecos articulados de películas.

Ethan, como siempre, estaba animado. Paul era más reservado. Los habían educado más o menos igual, tenían el mismo fondo genético, pero no podían ser más diferentes. Ethan era el gracioso. Nunca estaba quieto. Era travieso y animado y desprendía cariño. Cuando Paul coloreaba, nunca se salía de la línea. Se frustraba cuando cometía un error. Era reflexivo, un buen atleta y le gustaban los mimos.

La naturaleza se imponía a la educación.

Se pararon en un Dairy Queen antes de volver a casa. Ethan acabó con más vainilla encima de la que consumía. Cuando aparcó frente a la casa, a Matt le sorprendió que Marsha no hubiera vuelto. Metió a los niños en casa, con su propia llave, y los bañó. Eran las ocho.

Matt puso un episodio de The Fairy Odd Parents, bastante divertido desde un punto de vista adulto, convenciendo a los niños con las dotes de negociador que había adquirido en los pleitos legales por todo el estado para que se fueran a la cama. A Ethan le asustaba la oscuridad, y Matt encendió la luz de noche de Bob Esponja.

Matt miró el reloj. Las ocho y media. No le importaba quedarse, pero empezaba a preocuparse.

Fue a la cocina. Las últimas obras de arte de Paul y Ethan estaban pegadas en la nevera con imanes. También había fotografías con marcos acrílicos que nunca parecían sostener las fotos bien centradas. La mayoría estaban medio caídas. Matt fue colocándolas bien cuidadosamente.

Cerca de la parte superior de la nevera, fuera del alcance de los niños —¿o de su vista?— había dos fotografías de Bernie. Matt se paró y miró a su hermano. Al poco rato se volvió y cogió el teléfono de la cocina. Marcó el número del móvil de Marsha.

Marsha tenía identificador de llamadas y respondió diciendo:

¿Matt? Estaba a punto de llamarte.

—Eh.

¿Estás en la casa?

—Estamos en casa. Y los niños están bañados y en la cama.

Uau, qué bueno eres.

—Gracias.

No, gracias a ti.

Ninguno de los dos dijo nada por un momento.

—¿Quieres que me quede hasta más tarde? —preguntó Matt.

Si no te importa, sí.

—No me importa. Olivia sigue en Boston.

Gracias —dijo ella, algo rara la voz.

Matt cambió el teléfono de oreja.

—¿A qué hora volverás?

Matt

—Sí.

Antes te he mentido.

Matt no dijo nada.

No tenía una reunión de escuela.

Él esperó.

Tengo una cita.

Sin saber muy bien qué decir, Matt se conformó con un anodino:

—Ah.

Debería habértelo dicho. —Bajó la voz—. No es la primera vez que le veo.

Los ojos de Matt encontraron los de su hermano en la fotografía de la nevera.

—Ajá.

Me he estado viendo con alguien. Ya hace dos meses. Pero los niños no saben nada, claro.

—No tienes que darme explicaciones.

Sí, Matt, sí.

Él no dijo nada.

Matt

—Dime.

¿Te importaría quedarte esta noche?

Él cerró los ojos.

—No —dijo—. No me importa en absoluto.

Volveré a casa antes de que se despierten los niños.

—De acuerdo.

Oyó un sollozo sofocado. Estaba llorando.

—No pasa nada, Marsha.

¿De verdad?

—Sí —dijo él—. Nos vemos mañana.

Te quiero, Matt.

—Yo también te quiero.

Colgó el teléfono. Era una buena noticia que Marsha estuviera saliendo con alguien. Era una muy buena noticia. Pero sus ojos volvieron hacia su hermano. Por injusto que fuera, no pudo evitar pensar que Bernie nunca había estado tan muerto.