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una brisa templada alzó los cabellos rojos de Jennsen mientras ésta contemplaba con fijeza la letra «R» grabada en el mango de plata de su cuchillo.
—¿Estás pensando en tu hermano? —preguntó Tom mientras se le acercaba, sacándola de sus recuerdos.
Ella alzó los ojos para sonreír a su esposo.
—Sí, pero sólo pensamientos agradables.
—Yo también echo de menos a lord Rahl.
Sacó su propio cuchillo para contemplarlo. Era idéntico al de Jennsen. El suyo tenía la misma elaborada letra «R», que representaba a la Casa de Rahl. Tom había pasado la mayor parte de su joven vida adulta como miembro de las fuerzas especiales que servían encubiertamente para proteger a lord Rahl. Así se había ganado el derecho a llevar aquel cuchillo.
Jennsen apoyó un hombro contra el marco de la puerta.
—Casi acababas de tener a un lord Rahl al que valía la pena servir cuando renunciaste a todo para venir aquí conmigo.
—Sabes —repuso él, sonriendo a la vez que devolvía el cuchillo a su funda—, me gusta bastante mi nueva vida con mi nueva esposa.
Ella rodeó con los brazos al hombretón.
—¿Te gusta, verdad? —preguntó con tono picarón.
—También me gusta mi nuevo nombre —añadió él—. Por fin me he acostumbrado a él. Me siento cómodo con él.
Al casarse, Tom había tomado su nombre, Rahl, para que pudieran mantenerlo en el nuevo mundo. Parecía apropiado que el hombre que les había dado su nueva vida fuera recordado de algún modo.
En todos los otros aspectos él estaba desapareciendo ya de la memoria.
A Jennsen le sorprendía el modo en que tantas personas ni siquiera recordaban ya el lugar del que venían, su antiguo mundo. Era tal y como Richard había dicho: el hechizo Cadena de Fuego estaba haciendo desaparecer sus recuerdos y aquellos espacios en blanco se estaban reconstruyendo con recuerdos nuevos, creencias nuevas, sobre quiénes eran. Puesto que el hechizo Cadena de Fuego y la contaminación que contenía eran ambas cosas Magia de Resta, ello había afectado incluso a los inmaculadamente desprovistos del don, de modo que incluso éstos seguían perdiendo la memoria de quiénes y qué habían sido.
En su mayor parte, la magia había pasado a ser poco más que superstición. Los magos y hechiceras eran aún menos importantes. Habían pasado a convertirse tan sólo en relatos contados alrededor de las fogatas para asustar a la gente y reírse un poco. Los dragones estaban pasando a ser sólo folclore. En este mundo no había dragones.
Cualquiera que poseyera magia la iba perdiendo. Su habilidad se extinguía, eliminada por la contaminación dejada por los repiques. Día a día perdían más poder. Con el tiempo, pasarían a ser viejas brujas que vivirían aisladas en zonas pantanosas y a las que la mayoría de las personas considerarían viejas locas.
Cualquier rastro del don que sobreviviera, en el caso de que no lo marchitara la contaminación de los repiques que habían traído con ellos a su mundo, acabaría siendo eliminado por los descendientes de los inmaculadamente desprovistos del don. Sería sólo una cuestión de generaciones que no quedara rastro del don en la humanidad. Tal y como la Orden había dicho que quería que sucediera.
Todo el mundo estaba preocupado por cosas más importantes ahora. Sus vidas giraban en la actualidad alrededor del duro trabajo de sobrevivir. La gente había olvidado cómo hacer cosas, cómo crear cosas. Incluso lo que en el pasado habían parecido las cosas más corrientes, tales como los métodos de construcción, se estaba perdiendo. Las personas que había en este nuevo mundo jamás supieron cómo crear. Habían dependido de que otros construyeran y crearan. Harían falta generaciones para volver a descubrir todo aquello.
Aquellos que pertenecían a la antigua vida, que creaban, que inventaban, que hacían la vida más fácil para todo el mundo y que fueron el objeto de tal odio, no estaban en este mundo para ayudar a hacer que la vida fuera mejor. Las personas que quedaban, en su mayoría, tenían que salir adelante lo mejor que podían.
Para muchos de los que vivían en una era tan oscura, la enfermedad y la muerte eran sus constantes compañeras, y tal y como habían hecho en el mundo del que habían sido expulsados, recurrieron a la superstición y a una aceptación lúgubre y fatalista de lo miserable que era la vida.
Parecía que en todos los lugares a los que viajaban para comerciar y conseguir suministros, Tom y Jennsen veían alzarse iglesias. Hombres de Dios recorrían el territorio para extender su palabra y exigir devoción a Él.
Jennsen y su gente se mantenían aparte por lo general, disfrutando de los frutos de su propio trabajo y de la sencilla alegría de que les dejaran en paz tiranos y personas brutales. Algunos de ellos, no obstante, habían empezado a conservar los símbolos de las creencias religiosas que otros les insistían que tuvieran. Parecía más fácil seguir la corriente que cuestionarla, aceptar creencias elaboradas por otros que pensar por sí mismos.
Jennsen sabía que el mundo en el que estaban iba a hundirse en una era muy oscura, pero también sabía que dentro de aquel mundo oscuro, ella y los suyos podían forjarse su propio lugar de felicidad, alegría y risas. El resto del mundo estaba demasiado ocupado padeciendo para preocuparse por la remota área donde vivían unas pocas gentes tranquilas. De todos modos, algunos de los inmaculadamente desprovistos del don, a medida que sus recuerdos del viejo mundo desaparecían, se habían marchado para ir a vivir a ciudades y lugares lejanos.
Sin saberlo, llevaban con ellos la peculiaridad de la carencia total del don y esta carencia seguiría expandiéndose hasta los lejanos confines del mundo.
—¿Qué tal el huerto? —preguntó a Tom mientras éste se limpiaba el barro de las botas.
Él se rascó la cabeza rubia a la vez que sonreía ampliamente.
—Las cosas están creciendo, Jenn. ¿Puedes creerlo? Estoy cultivando cosas, yo, Tom Rahl. Me está resultando más que agradable.
»Y creo que la cerda va a tener sus lechones en cualquier momento. Te lo aseguro, Betty está como loca. Por el modo en que menea la cola, tengo la sensación de que cree que los lechones van a ser suyos.
Betty, la cabra de Jennsen, estaba encantada con su nuevo hogar. Podía estar cerca de Tom y Jennsen todo el tiempo y podía actuar como la mandamás del lugar. Betty tenía dos caballos de los que estaba enamorada, una mula a la que toleraba y unas gallinas que estaban por debajo de ella. Pronto tendría sus propias crías.
Tom recostó el hombro contra la pared y cruzó los brazos mientras contemplaba con semblante agradecido el hermoso paisaje primaveral.
—Creo que nos irá estupendamente, Jenn.
Ella se puso de puntillas y le besó la mejilla.
—Fantástico, porque voy a tener un bebé.
Él pareció estupefacto por un momento, luego dio un salto y silbó de entusiasmo.
—¡Lo vas a tener! ¡Jennsen, eso es maravilloso! ¿Vamos a traer a un nuevo pequeño Rahl a un mundo nuevo? ¿De verdad?
Jennsen rió, asintiendo ante su entusiasmo.
Deseó que Richard y Kahlan lo supieran, que pudieran venir a visitarles una vez que ella tuviera su bebé.
Pero Richard y Kahlan estaban en otro mundo.
Ella había acabado por amar los extensos campos bañados por el sol, los árboles, las hermosas montañas a lo lejos, y la acogedora casa que habían construido. Era su hogar. Un hogar lleno de amor y vida. Deseó que su madre pudiera ver el lugar que ocupaba en el mundo. Deseó que Richard y Kahlan pudieran ver su nuevo hogar, el lugar que Tom y ella había construido de la nada. Sabía lo orgulloso que Richard se sentiría.
Jennsen sabía que Richard era real, pero para el resto de sus amigos en el nuevo mundo, Richard y todo lo que personificaba, todo lo que representaba, todo lo que ellos había conocido una vez… estaba pasando al nebuloso reino de la leyenda y el mito.